El Líder…
“¡Yo soy Fidel!” “¡Yo soy Fidel!” “¡Yo soy Fidel!” Se
extendió de a poco, primero fue uno, después varios y al final el grito se
apoderó de cientos de miles de gargantas el martes en la Plaza de la Revolución
hasta convertirse en la consigna que ahora repite el pueblo al paso de la
cureña que atraviesa Cuba con las cenizas de Fidel. Los oradores habían hablado
de que muchos se preguntan en el mundo lo que pasará ahora en Cuba sin su
enorme líder. Y la respuesta fue ese grito que bajó de la multitud y ahora se extiende
de La Habana a Santiago.
© Escrito por Luis Bruschtein el sábado 03/12/2016 y publicado por el
Diario Página/12 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
La impresionante despedida del pueblo cubano, con el
nombre de Fidel pintado en sus caras, en sus vinchas y en sus banderas, la
tristeza, el respeto, no ocultan los problemas que pueda afrontar ese mismo
pueblo y el gobierno cubano, pero al mismo tiempo se convierte en otra
desmentida a la propaganda de Miami y sus medios. La revolución no puede ser
inmutable y deberá encontrar el camino de sus transformaciones, pero el proceso
revolucionario tiene raíces que los cubanos ya reconocen como parte de su
acervo.
El argumento por el que Mauricio Macri no
participó en las exequias del líder latinoamericano fue que solamente
asistirían los presidentes que tenían una relación personal con Fidel. La
canciller Susana Malcorra encabezó la delegación argentina y participó el
martes en la impresionante despedida del pueblo habanero. Se dijo que se había
retirado antes del final, lo que se desmintió. En cambio la vieron hablar largo
y tendido con el canciller brasileño José Serra, un hombre que pasó de la
ultraizquierda a la ultraderecha, aspirante frustrado a la presidencia de su
país, siempre derrotado por la izquierda hasta que, gracias al golpe
parlamentario que derrocó a Dilma Rousseff, se convirtió en canciller de Michel
Temer, un presidente sin respaldo popular y de dudosa legitimidad.
Es difícil saber de qué hablaron, pero es
conocido que los gobiernos derechistas de Argentina y Brasil se han convertido
en piezas de la política exterior norteamericana para aislar y presionar al
gobierno de Nicolás Maduro. El jueves se anunció que vencía el plazo de
Venezuela para adaptarse a los requisitos técnicos establecidos por el
Mercosur. Finalmente, se anunció ayer de manera oficial que habían suspendido
su participación en el bloque regional. Con el final de la Guerra Fría,
la confrontación con la Revolución Cubana había dejado de figurar en las
prioridades del Departamento de Estado, para ubicar en su lugar a la principal
reserva de hidrocarburos del mundo, que además se había convertido en el principal
aliado de Cuba. Susana Malcorra y José Serra, discutiendo los detalles de la
ofensiva contra Caracas en La Habana, con el marco de la última despedida del
pueblo cubano al líder de la revolución, aparece como una expresión de los
nuevos tiempos.
Los cancilleres Malcorra y Serra, más los
de Paraguay, Eladio Loizaga y Uruguay, Rodolfo Nin Novoa, firmaron el
comunicado sobre la suspensión de Venezuela, dirigido a la canciller de ese
país, Darcy Rodríguez, documento que no fue entregado en Caracas sino en la
sede del Mercosur en Montevideo. Se pretendió ocultar detrás de argumentos
tecnicistas una decisión esencialmente política. El plazo se podría haber
ampliado porque Venezuela ha demostrado su interés en el Mercosur y ha avanzado
en el cumplimiento de la mayoría de esas normas. Con otros gobiernos en
Argentina y Brasil, ese plazo se hubiera estirado, pero la derecha que gobierna
ambos países, más que en la integración, está interesada en que Estados Unidos
pueda controlar en el corto plazo la principal reserva de petróleo del planeta.
Si se echa a un país que tiene un gobierno
de izquierda simplemente porque en los demás países, sobre todo en Argentina y
Brasil, sus gobiernos son de derecha, el Mercosur no tiene destino. Aunque los
gobiernos de Macri y Temer, a los que se sumó con entusiasmo el paraguayo
Horacio Cartés y, un poco a desgano, el uruguayo Tabaré Vazquez, buscaron una
excusa técnica para sostener esta decisión, han sentado un precedente letal
para la integración latinoamericana a partir de esta suspensión por motivos
políticos.
Los gobiernos populares y progresistas que
durante la década pasada impulsaron ese camino subrayaron siempre que la
coincidencia política de ese momento en la región era un factor favorable para
la integración, pero que no debía convertirse en requisito indispensable. Esos
gobiernos aceptaban el pluralismo, incluían la perspectiva de que participaran
jugadores de derecha.
Los que ahora controlan el Mercosur
demostraron que los gobiernos de derecha no toleran a otros gobiernos de
izquierda y que anteponen la afinidad ideológica a la integración regional. La
suspensión de Venezuela deja una conclusión peligrosa: si los gobiernos
populares y de izquierda aceptan el pluralismo y los de derecha no, quiere
decir que con la derecha la integración es imposible y que la única posibilidad
de transitar ese camino será en la medida que haya gobiernos populares. Pero
son razonamientos contagiados del que primó en la suspensión de Venezuela, y
que terminan por habilitar la intervención foránea en los asuntos internos
entre países vecinos. En vez de integrar, son líneas de acción que separan y
aíslan. El único proceso de integración posible es desde el pluralismo, lo que
debería ser aceptado por la derecha y defendido por el progresismo tibio que
muchas veces no lo hace por temor a la confrontación o porque cede rápidamente
a las presiones.
Es abominable imaginar que esta agresión a
Caracas se haya empollado en el homenaje a Fidel. La gran figura del jefe
revolucionario se convirtió en el paradigma de liderazgo en procesos populares.
Es quizás el más sobresaliente por su proyección mundial, pero todos los
movimientos emancipadores han proyectado referentes similares que son
despreciados, temidos y combatidos por la derecha y muy cuestionados por cierto
progresismo que lo visualiza como una suerte de alienación del individuo ante
la figura del líder.
Perón, el gran líder de masas en Argentina,
dijo que “la organización vence al tiempo”. Parece un contrasentido porque el
fuerte del peronismo no había sido tanto su organización como su liderazgo. Y
no tanto por el contenido que también aporta su carga, sino porque la figura de
ese liderazgo constituye una herramienta de unidad y confluencia popular que es
la única fuerza que tienen.
La gran disputa en el campo de lo cultural
y lo simbólico está dada entre un discurso que tiende a segmentar y aislar,
nada de asociación vecinal, de sindicatos, de participación política, nada de
pueblo, sólo individuos, nada de Nación, nada de Latinoamérica o integración
regional. Frente a otro discurso que busca defender, recrear, y construir
identidades desde la del vecino a la del trabajador, identidad de pueblo, de
Nación y latinoamericanismo, generar conciencias colectivas, de solidaridad y
comunitarias. El primero es el discurso que busca la opresión, desarmar
intereses populares, dividir y aislar para prevalecer. Uno que aísla frente a
otro que integra, uno que hace recelar del vecino o del compañero y del
extranjero, y otro que los incorpora. Uno que divide y excluye frente a otro
que unifica e incluye.
El discurso que profundiza en la
fragmentación de la sociedad, que es el discurso del poder económico, es
hegemónico a través de los grandes medios de comunicación que han instalado el
desprecio por la política, los gremios y la militancia juvenil, que han
estimulado el egoísmo para dividir y enfrentar a la sociedad en castas,
estamentos, jerarquías y categorías fantásmicas, y han tratado de destruir los
liderazgos populares con persecución y difamación. Ha sido así en la historia.
El arma principal de los movimientos populares es su resistencia a la
fragmentación, su masividad y su convocatoria, un rasgo que ha sido más
fluctuante que permanente. Son los lenguajes que movimientos emancipadores y
sectores del privilegio han enfrentado en la historia. El liderazgo que surge
en esos movimientos con sobrecarga de identificación y afecto, más respeto y
agradecimiento, surge de esa necesidad de convocar y unir por encima de
particularidades y diferencias instaladas y agrandadas por el discurso
fragmentador, disgregador y desculturizante. No es un fenómeno “primitivo” como
lo desprecia un sector del progresismo tibio, sino que por el contrario ha sido
la herramienta popular más importante para desnivelar esa relación de fuerzas
tan desfavorable.
En los doce años de gobiernos kirchneristas surgieron
liderazgos populares en todo América Latina: Lula, Evo, Correa y Chávez, que en
Argentina estuvieron referenciados por Néstor y Cristina Kirchner.
Cada uno de ellos tiene su particular relación con las
clases y personas que representan y mecanismos propios y diferentes de
articulación de esos liderazgos. Pero representan fuerzas movimientistas. Son
referentes de un magma social lleno de diferencias y particularidades que son
capaces de diluir por la convocatoria de ese liderazgo. Aunque en la historia
de los pueblos estos liderazgos, que se constituyen en grandes motorizadores
del progreso, no se producen fácilmente ni son tan comunes. La historia siempre
tiene la última palabra. Pero lo que ha demostrado hasta ahora es que la figura
de estos liderazgos como grandes emergentes de los movimientos sociales han
prevalecido sobre los ataques más destructivos e incluso sobre quienes no los
entendieron.
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