El balance que nadie
hizo (y que a nadie importa)…
Ahora que el gobierno
nacional entendió que con buena onda y alegría se puede animar un
cumpleaños pero que a los políticos les gusta más otro tipo de partuza, es
más sencillo de realizar el balance del primer año de gestión de Mauricio Macri
al frente de la presidencia argentina.
© Escrito en el Blog Relato del Presente de Nicolás Lucca
el miércoles 14/12/2016 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma
de Buenos Aires.
Que sea sencillo no
quiere decir que alguien tenga ganas de hacerlo: no es el laburo lo que cuesta,
sino el hecho de tener que reconocer que son poquitos los colegas que han
mantenido el decoro y la altura periodística a lo largo del año. El resto,
reemplazó a los encuestadores en el fino arte de hablar sin saber, sin
prepararse, sin entender y, de manera principal, sin reconocer errores. De más
está decir que hay contadas excepciones en este grupo también: los que
rosquearon a cuatro manos.
El principal escollo
periodístico superado tras la salida del kirchnerismo fue el acceso a los
funcionarios. La necesaria renovación de los medios quedó para otra oportunidad
en buena parte gracias a que, nuevamente, la vieja escuela tuvo habilitada su
histórica metodología laboral: levantar el teléfono, golpear una puerta, tomar
un café. Los que tuvimos que adaptarnos a ejercer el periodismo sin nadie que
te atienda el teléfono sin mandarte a la puta que te parió, no vemos nada que
revolucione el laburo más allá de la cuestión humana.
De un modo que los
psicólogos no se han animado a abordar, todavía abunda el análisis político de
lo que sucede en la segunda mitad de la segunda década del siglo XXI con
parámetros ideológicos del milenio pasado. Son los que siguen hablando de
izquierdas, derechas, neoliberalismo, conservadurismo y demás conceptos en un
país en el que siempre se hace lo que pinta y las ideologías son la marca
impresa en el envoltorio.
Para qué analizar por
qué la lucha contra la corrupción interna la realiza mucho mejor una diputada
en sus ratos libres que la oficina destinada a tales fines si es más fácil
culpar al cuco. Muchos explican la corrupción de un gobierno progre como un
aprovechamiento de una ideología noble; de igual modo, también creen que la corrupción
de un gobierno no progre es innata a la derecha.
Desde Europa –ese
continente donde la democracia llegó un siglo después que en América pero al
que buscamos siempre como ejemplo– siempre bajó la idea de que el populismo es
sinónimo de derecha. Durante el kirchnerismo colapsaron las neuronas al ver un
discurso de izquierda con un accionar social fascistoide, un enriquecimiento
obsceno para una casta exclusivísima y terminaron dando por sentado que se
trató de un desvío ideológico. Ante este dilema, se morían de ganas de tener un
tipo que encarne todo lo que ellos ven como lo malo del mundo: alguien que
tiene plata mediante ese sistema tan abstracto que consiste en capitalizar el
dinero.
Podemos acusar a los
del gobierno de pelotudo emocional, de boludos alegres, de inocentes políticos,
de faltos de timing –no vean el video de Pato Bullrich haciendo trencito en el
ministerio de Seguridad, repito: no lo vean– y de fanáticos de Osho, pero de
ahí a dibujar conceptos populistas sólo porque cumplieron con un punto del
manual del enemigo, es como mucho. El populismo se nutre del nacionalismo, la
magnificencia, el fundacionalismo y la retórica. Afirmar que es populista un
gobierno al que se le tiene que rogar que deje de abrazar a los cactus, es
reducir el problema a su mínima expresión.
Podría decirse que los
primeros beneficiados directos de la gestión Cambiemos son los fabricantes de
camisas celestes, no así los que se dedican a elaborar corbatas o sacos. El
problema de la falta de corbata es que muchas veces terminan haciendo
esperpentos que nadie en su sano juicio llega a comprender. Es el síndrome
Kicillof: como el pelo de Sansón pero alojado en ese retazo de seda que cubre
los botones de la camisa y cierra el cuello.
Ya que hablamos de
Kichi: he visto sujetos prometer desde la oposición cosas que no pueden cumplir
desde el poder, pero lo que never in the puta life había visto es a un banana
exigir desde la oposición cosas de las que se cagó de risa desde el poder, y
encima pifiarle en los números. Es la famosa diferencia entre culpa y dolo del
derecho penal. En el caso de la culpa, el hecho ocurre por negligencia o
imprudencia. No sabían, boquearon, pensaron que podían y no pudieron, etcétera.
Ahora, levantar la bandera luego de haber sido capo de la Anses y jefe de
gabinete –como en el caso del compañero Sergio Tomás–, o de haber sido ministro
de Economía –tovarich Axel–, sólo es posible de analizar desde el cinismo o la
psiquiatría.
Básicamente, la cámara
de diputados es una colección de pacientes psiquiátricos –recomiendo buscar
algún video al azar de Sandra Mendoza, cualquiera sirve– y golpes de suerte. Y
mientras sigamos con este sistema político, veremos muchos golpes de suerte:
nadie sabe a quién está metiendo en el Congreso más allá del primer y segundo
nombre de una lista electoral.
Tal es el caso de María Teresa García, diputada
por la provincia de Buenos Aires destacada por haber presentado el proyecto de
declaración de interés general de un evento en Córdoba, o por haber repudiado
la salida de Argentina de un canal venezolano. En sintonía con García viene su
compañero provincial Leonardo Grosso, que si no tienen idea de quién es,
obedece a que ocupó el puesto número 13 de la lista de candidatos a diputados
en las últimas elecciones.
Su labor parlamentaria
está plagada de declaraciones de preocupación por Dilma Rousseff, Hebe de
Bonafini y una muestra de respeto por las instituciones republicanas cuando
pidió que se declare de interés parlamentario una sentencia judicial que aún no
se había dictado. Lo bueno es que estos analfabestias pasan desapercibidos
gracias al mérito de grandes luminarias como Facundo Moyano, quien no tiene
problemas en afirmar que un veto presidencial es un atentado institucional
cuando, casualmente, es una facultad institucional facilitada por la
Constitución Nacional. Imaginemos los que podemos esperar de quienes no tenemos
la más puta idea de quiénes son.
Causa gracia verlos
serios ante las cámaras de tevé, con cara mezcla de tristes y enojados con la
vida, cuando unos minutos atrás los vimos cagarse de risa, abrazados en el
recinto. ¿Cómo creerles que lo que hicieron fue por nosotros y no por berrinche
de malcriado que se quedó sin juguete o por interés hiperpersonalísimo en la
previa del año electoral?
Unos días después zanjaron
la duda: afirmaron que “sólo es posible frenar” la modificación si el Gobierno
arma una mesa de diálogo que incluya a la oposición y a los sindicatos. No les
importan ni los trabajadores, ni el bolsillo de “lajente”, sólo querían
sentarse cerca del calor del poder. Se ve que el café no tiene el mismo gusto
fuera de la Rosada o que Boudou no dejó ni los sobrecitos de edulcorante en su
paso por el Congreso.
No podemos pretender
otra cosa de la inmensa mayoría de nuestra clase política. Si algo no cambió en
la historia de occidente es a qué llamamos ciudadano: el individuo que se alza
más allá de sus particularidades y se vuelve capaz de privilegiar –o al menos
tolerar– el interés común de una sociedad. Antiguamente se educaba al individuo
para que salga de su mundo y vea la constelación de particularidades que
conforman el universo que lo rodea.
Los antiguos griegos,
padres extraños de eso que impunemente aún llamamos democracia, enseñaban a
argumentar, pero no para ganar por placer, sino para aproximarse a la verdad.
Por contraposición, consideraban que no contaba con educación quien se
comportaba de manera caprichosa y que sólo buscaba su bien propio. Ya que tanto
hablamos de democracia, podríamos comenzar por dimensionar cuántos de nuestros
representantes están a la altura de las circunstancias si siquiera nos animamos
a afirmar que califican para ser ciudadanos.
En medio de ese
peregrinaje al edén de la normalidad encarado por el Gobierno padecemos las
muestras más visibles del gradualismo. Podríamos haber llegado extenuados,
reventados, aunque rápido, pero optamos por un gradualismo tibio que no quedó
bien con nadie: los principales beneficiados por el mantenimiento de políticas
asistencialistas son los mismos que quieren empalarlos en la Plaza de Mayo. En
la meta de cruzar el desierto en 40 días y que el Gobierno tuviera casi dos
años de relax hasta las elecciones, nos tocó la interpretación antigua del
evangelio y le estamos pegando a la caminata por cuarenta años con una lata de
sardinas para calmar la sed.
El escollo del
hipergradualismo es que si la temperatura baja de 40 grados a 38, voy a seguir
chivando como Máximo en un gimnasio. O en tribunales. No pretendo que bajemos a
5 grados bajo cero y nos caguemos muriendo de una neumonía fiscal, pero algún
punto medio tiene que haber para sentir algo de fresco.
Massa aprovechó el
boleo de Ganancias para reposicionarse dentro de lo que él quiere: liderar a la
oposición. Vio la oportunidad y la aprovechó. Luego le mandó una cartita
abierta a Mauri pidiéndole de sentarse a dialogar, explicándole que le pegó por
su culpa, que no quiso lastimarlo pero que lo obligó. Mientras el diputado está
a un paso de colgar un pasacalles sobre Balcarce 50, hay que reconocer que el
caso es imbatible: nadie quiere pagar ese mecanismo utilizado para
empernar hasta la médula al que no tiene cómo evadir –no porque no lo
desee, sino porque está en blanco– mientras nota que el déficit fiscal son los
padres: 30 mil millones de pesos destinados a “tener las fiestas en paz”
calmando a quienes ahora quieren más. Si hubieran utilizado la mitad de ese
dinero para levantar a las familias que duermen en las calles, son gobierno
hasta el 2550, o hasta que Cristina deje de pasear por Comodoro Py, lo que
ocurra primero.
Sin embargo, el karma
político de ganancias que tanto le jugó a favor al kirchnerismo hoy no tiene
por qué funcionar de otro modo: vivimos en un país tan pobre que, con los
salarios actuales, el margen de afectados es una porción que no mueve el
amperímetro electoral. Por si fuera poco, lejos de unificar, Massa terminó por
trasladar la grieta al corazón del peronismo, que a esta altura tendría que
agradecer la existencia de la izquierda para no quedar cómo el partido récord
en atomización: los gobernadores se calentaron para la mierda con el proyecto
opositor, con la única excepción de Mario Das Neves. Por un lado quedó la
mayoría del sindicalismo junto a los legisladores, por el otro los mandatarios
provinciales. Los que ya tienen el Poder vs. los Wannabe.
El macrismo debería
agradecer que Massa se mandó la voltereta aglutinadora de un mega Frente PJ
–Frente Para Joder– y aprender de una vez por todas lo que le vienen marcando
desde hace exactamente 366 días: que necesitan basar sus acciones más en la
triste realidad y menos en Claudio María Domínguez.
En este contexto,
podemos imaginar cómo resultará el debate legislativo por la regulación de los
alquileres, un tema que afectará a millones de ciudadanos, pero en el que
cualquier regulación es peor que el problema: quién en su sano juicio pondrá a
alquilar una propiedad si no tiene la garantía jurídica de cobrar lo que desea
cobrar.
Lo sorprendente es
que, quien no culpó a Massa de traidor, tildó a Macri de inocente o prepotente
–todo depende de la firma– por no haber pedido a los gobernadores que sus
diputados no dieran quorum, por no haber levantado la sesión extraordinaria o
por no haberse sentado a negociar lo que no le interesaba sacar de otra forma.
O sea, cuestionan al Poder Ejecutivo que pregona el legalismo que no haya
apelado a las trampas de la política vernácula. Redondeando: que la culpa es de
Presidencia por haber usado una pollera demasiado corta.
Con este panorama,
creer que llegará la lluvia de inversiones alguna vez es como fantasear con los
abdominales para el verano mientras calmamos la angustia con una grande de
provolone con fainá.
Mercoledí. Lo único
que podría pasarse en limpio es que se comprobó que en Argentina sí se puede
gobernar desde un escritorio. Desde arriba de un escritorio. Con un palo en la
mano y un fajo de billetes en la otra.
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