Todos los errores que le dan la razón a Uber…
La llegada del servicio de contactos usuarios-conductores
genera más polémicas de las que merece. Los errores del Estado, la equivocación
en el concepto y la falta de protección al usuario.
© Escrito
por Nicolás Lucca el miércoles 20/04/2016y publicado en el Diario Perfil y la Revista Noticias de la
Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Uber día cero. El sistema creado en 2009 por
los norteamericanos Garrett Camp y Travis Kalanick lleva su conflictiva
expansión a la Argentina e inicia su convocatoria a choferes que pongan sus
propios vehículos. En el primer día se inscriben más de 10 mil aspirantes. El
sindicato de peones de taxis porteño pone el grito en el cielo y afirma que se
trata de una competencia desleal, dado que las exigencias para utilizar Uber no
son las mismas que para estar detrás del volante de un taxi. La asociación de
propietarios de taxis se pliegan al reclamo por otros motivos aún más
económicos, dado que no todos los propietarios se encuentran tras un volate.
Las autoridades porteñas no saben bien qué hacer.
Uber
día 1.
Contra todos los pronósticos negativos, la empresa norteamericana inicia
sus operaciones a las 16.00 horas del martes 12 de abril. Una hora después,
los taxistas porteños adoptan como medida de fuerza el corte de varios puntos
neurálgicos de la ciudad de Buenos Aires. Fue la publicidad que necesitaba
Uber: entre la ausencia de coches y la bronca de los usuarios, se saturó el
servicio y costó conseguir vehículo.
Decidí
probar por mis propios medios cómo funciona el sistema que tanto revuelo
generó. Instalo una aplicación en un smartphone, completo tres datos –nombre,
celular, dirección de correo electrónico– agrego una tarjeta de crédito y el
sistema está listo para usarse. Escribo en la app la dirección de la redacción
y el destino al que querá llegar. Primer dato notable: mientras espero a que se
confirme el viaje, la aplicación me informa que el costo total estará entre los
59 y los 80 pesos, algo muy lejano de los 152 pesos promedio que aboné la
última vez que realicé idéntico viaje. Segundo dato notable: me ofrecen un auto
y un teléfono de contacto. Tercer dato notable: podía chequear desde el
teléfono el GPS del vehículo mientras se acercaba a nosotros con una precisión
asombrosa.
Mientras
viajaba, arribé a algunas conclusiones preliminares de por qué el sistema es
tan polémico. Básicamente, porque es extremadamente atractivo para el
consumidor y una competencia brutal y difícil de enfrentar para los taxistas.
Específicamente, para nuestros taxistas. El atractivo no es una cuestión snob:
estando en la segunda mitad de la segunda década del siglo XXI, que se pueda
utilizar un transporte sin disponer de dinero, siquiera de una tarjeta en un
bolsillo, suena a ciencia ficción para el argentino promedio, cuando recién en
este 2016 son contados los taxis que cuentan con sistema postnet para el pago
con tarjetas, algo que existe hace décadas en otros países del mundo.
En
la otra campana de la polémica, los taxistas tienen varias razones válidas para
quejarse, de las cuáles una en particular es la más fuerte: el sistema Uber es
ilegal y viola varias disposiciones de la normativa argentina para el
transporte de pasajeros, como los registros de conducir clase profesional, el
seguro especial para personas a bordo, entre otras. Incluso Juan José Méndez,
ministro de Transporte de la Ciudad de Buenos Aires, afirmó que la empresa es
ilegal y la Justicia de la Ciudad ordenó la inmediata suspensión de las
actividades de Uber, algo que no cayó bien entre los usuarios que se hicieron
adictos tras los primeros viajes.
El
problema es que Uber no es un servicio de transporte de pasajeros, no del modo
que lo conocemos, y está más cerca de funcionar como red social de citas que
cualquier otra cosa. O sea: un fulano quiere ir de un punto A al punto B. Otro
fulano está dispuesto a llevarlo. Uber se encargar de ponerlos en contacto a
cambio de una comisión del 25% del total del viaje.
La
presentación que efectuaron los taxistas ante la Justicia porteña tuvo como
resultado que la misma suspendiera de manera preventiva toda actividad de la
aplicación hasta que se dicte sentencia definitiva, la cual estará recién
después de que el Gobierno de la Ciudad informe si Uber se inscribió como
empresa prestadora de transporte, si está habilitada, y otras disposiciones que
demuestra que, o la Justicia atrasa en su cosmovisión de la actualidad
tecnológica, o piensa ajustar el derecho a una de las dos interpretaciones
posibles: que no es un contrato entre dos privados sino una empresa de
transporte, del mismo modo que Mercado Libre sería el hipermercado más grande
de latinoamérica.
En
lo particular, habría que remarcar que la queja de los taxistas está mal
encarada, si pretenden hacerla de buena fe: No tienen que exigir más
regulaciones a Uber, sino pedirle al Estado que desregule un poquito la
actividad de los taxis. Aproximadamente unas 100 mandatarias poseen el 25% del
total de las aproximadamente 38 mil licencias de taxis de la ciudad de Buenos
Aires. Del resto, buena parte está en manos de individuos que tienen un
promedio de tres licencias. Algunos manejan una de ellas, otros ni siquiera.
Entonces, podría decirse que el problema pasa por una cuestión monetaria que
apunta a conservar el monopolio de un sistema que ya poseen y que no perderían
nunca, ya que Uber no es un servicio público de pasajeros.
Ante
la acusación solidaria y nacionalista de que Uber se lleva la plata del país
sin hacer nada –en referencia al 25% de los viajes que se gira a la casa
matriz– cabría preguntarse qué esperaban de una multinacional. La visión de la
película entera dirá que el 75% restante entra en circulación en el mercado
interno, ya que la persona que cobra esa tarifa –probablemente desocupado o
agobiado por las deudas, nadie sale a trabajar en horarios extremos si no tiene
necesidad– automáticamente la volcará al
mercado interno y el Estado recaudará a través de la vía más sencilla que
siempre lo ha hecho, que no es otra cosa que el IVA en cada producto que compre
el conductor.
Por
el otro lado, de los cientos de controles que tienen los dueños de licencias de
taxis, estamos seguros que nadie controla qué hace con el dinero que factura de
modo informal al cobrar alrededor de mil pesos el alquiler diario, violentando
la tradicional norma que dicta que la ganancia del taxímetro se reparte
proporcionalmente. ¿La gasta? ¿Compra dólares? ¿La gira a Panamá? ¿La guarda
bajo el colchón?
También
pareciera que nadie dimensiona el impacto económico de la guerra contra Uber.
Luego de pregonar la vuelta al mundo, prohibimos a una empresa que trae una
solución laboral alternativa a 35 mil personas en sólo quince días, y
terminamos allanándolos, persiguiéndolos, y clausurándolos. Indirectamente,
Uber también contribuye a la reactivación económica de la mano del gasto en
combustibles, la venta de automóviles –no más de 7 años de antigüedad–, el
funcionamiento de los talleres mecánicos, electricistas, gomerías,
lubricentros, casas de repuestos, etcétera.
Factor
cultural. Cuando desde las autoridades baja el mensaje de que el taxista es
parte fundamental de nuestra cultura, se revientan varias realidades históricas
tanto universales como vernáculas.
Nadie
se imagina utilizar el telégrafo en 2016, ni comunicarse mediante palomas
mensajeras, viajar a caballo, iluminarse con velas, ni calefaccionarse con leña
en una gran urbe. En un aspecto más local, el taxista es parte de la cultura
del mismo modo que lo fue el aguatero cuando no contábamos con red de agua
corriente, a quien todavía se recuerda en los actos escolares. Incluso más
cerca en el tiempo, fueron los propios taxistas los que, en tiempos de crisis
económica, decidieron modificar el sistema de viaje y subir a varios pasajeros
que se dirigieran más o menos hacia el mismo destino, a quienes se les cobraba
mucho más barato por el sólo hecho de compartir el viaje. Sí, el colectivo
porteño surgió de la cabeza de los taxis de antaño.
La
realidad de los taxis demuestran la firme voluntad de no querer competir en una
economía de mercado sin hacer trampa. Le escapan a cualquier avance tecnológico
que implique una mejora en la comodidad y seguridad del pasajero –salvo la
buena voluntad del dueño del vehículo– aumentan las tarifas dos veces al año
sin importar de cuánto fue la inflación, ni cuánto aumentaron los salarios; y
aplican diferencia de costo en el horario nocturno aprovechándose de la
preocupación por la inseguridad. El usuario es cautivo de una suerte de
monopolio en el transporte puerta a puerta y podrían beneficiarse si la
competencia obligara a los taxis a mejorar sus servicios para no perder. Sin ir
más lejos, en Londres, Uber no es competencia para ningún taxi, ya que allí
todavía funcionan como un servicio realmente diferencial, con mayores
comodidades que los autos particulares.
Es
un misterio cuál es la suerte que correrá Uber en Argentina, aunque la próxima
llegada de otros servicios similares como Cabify, parecen marcar que el
conflicto llegó para quedarse si es que los taxistas no encuentran una vuelta
de tuerca para solucionar el problema que es de ellos, no de los usuarios. Y
que las autoridades también deberían entender lo mismo, ya que, coincidirá
estimado lector, que el monopolio de la represión de ilícitos en una sociedad
organizada, pertenece al Estado. Y aplicando la misma lógica que dice que es
ilegal que un ciudadano no autorizado por el Estado transporte a otro
individuo, que taxistas priven ilegítimamente de la libertad de circulación a
otros civiles ante la mirada pasiva de las autoridades que, lejos de intervenir
para normalizar el estado de derecho, actúan con temor y secuestran los
vehículos.
Los
usuarios, mientras tanto, vemos cómo el Estado no sólo carga contra nosotros al
impedirnos elegir, sino que siquiera puede explicar por qué los taxistas siguen
cortando las calles, atentando contra sus propios empleos al no brindar
servicios de transporte de pasajeros, esos que temen que Uber les quite pero
que no se preocupan en cuidar.
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