lunes, 18 de enero de 2016

Buenas tardes, tristeza… @dealgunamanera...

Buenas tardes, tristeza…

Las palabras vuelven a las conversaciones, las artes, las esquinas y las plazas.

Las palabras no dan abasto con tanto dispositivo y dejan de ser ellas mismas. No les queda otra que recurrir a las nuevas máscaras: los emoticones.

© Escrito por María Álvarez el martes 12/01/2015 y publicado por el Diario Perfíl de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. 


Ayer fui a la plaza con una amiga y su hijo de cuatro años, Martín. El sol estaba bajando y el aire era fresco, esas tardes de enero en Buenos Aires son únicas. Apenas llegamos, Martín, con un afilado radar infantil, se sumó al festejo de un cumpleaños desconocido y se puso a jugar carreras y a patear todo tipo de pelotas. Nosotras, cada tanto, interrumpíamos los dilemas amorosos, laborales y domésticos para disfrutar con la pandilla de niños, que parecían amigos de toda la vida.

El sol bajó y el cumpleaños empezó a desconcentrarse ante un partido que terminó. Como pudo, cada padre convenció a su hijo y fueron saliendo del espacio verde enrejado. Martín volvió con la remera mojada y los cachetes rojos de felicidad, y se sentó en el banco. Nosotras seguimos hablando, buscando llegar a esas conclusiones teóricas, tan difíciles de seguir en la práctica, que de a poco se fueron diluyendo con la luz y nos dejaron a los tres en un silencio de motores y pájaros.

“Mamá… Estoy triste”, largó Martín de la nada, y rompió la magia de la tarde. Mi amiga le acarició la cabeza y buscó un pañuelo de papel para secarle el pelo transpirado. Los miré. La frase, además de romper la tarde, me había roto el corazón. Puse el foco en mi amiga con ojos aterrados de sorpresa, pregunta y preocupación. Ella me devolvió la mirada, todavía fregando al chico con papel, y me tranquilizó, sonriente: “Es la nueva moda, por todo dice estoy triste”.

Quedé un poco angustiada con la falsa alarma. Como siempre, quise saber un poco más. “¿Por qué estás triste, Martín?”. “Estoy triste”, repitió. “¿Pero sabés por qué? ¿Cómo es la tristeza?”, insistí. Puso los ojos grandes y se sentó para reflexionar. “Sí”, dijo firme, “como en la película”. Mi amiga, que había aprovechado esos minutos para seguir pensando en sus cosas, subtituló a su hijo y aclaró, despreocupada: “Intensamente”.

Ah, sí, Intensamente, la película de Disney que muchos críticos cuentan entre las mejores del año pasado. Esa que los padres defienden porque habla de sentimientos, en donde Alegría no puede ser si no hay familia, amigos, goles, una casa grande y linda. Como si la familia, por ejemplo, fuese una fuente de felicidad por default. Pero ojo que Tristeza también puede ayudar, siempre que no tire tan abajo.

Y por ahí andan Miedo, Ira y Asco, que no se dejan conocer demasiado ni entendemos bien qué pito tocan. Intensamente, sí, claro, esa película que le pone cara a las emociones.

Ahora me voy muy atrás en el tiempo. En los principios del teatro griego, los actores usaban máscaras para transformarse en personajes, anular las individualidades y evitar cualquier tipo de confusión. De ahí viene el símbolo de las dos caretas flotando: la tragedia y la comedia. Pasaron los años y los actores se fueron sacando las máscaras, aceptando el precio de la confusión y explorando las posibilidades del rostro humano. Así, el arte de la actuación dejó de ser binario y se volvió complejo, en el mejor sentido, expresando aquello que no se puede nombrar con una sola palabra como alegría o tristeza.

Las pobres palabras, esas que hoy no dan abasto con tanto dispositivo y dejan de ser ellas mismas para ser ppio, ok, tkm, xq?, ntp, salu2. Llenas de impotencia, mutiladas, no les queda otra que recurrir a las nuevas máscaras: los emoticones. Ellos vinieron a hacer el trabajo sucio y transmiten cerveza o corazón, bronca o tren, mientras las palabras vuelven a las conversaciones, las artes, las esquinas. Esas caritas nos remontan al pasado, cuando la sonrisa era lo bueno y la mueca lo malo. No hay que generar dudas, mejor lo plano, sin matiz o sutileza. Como si habláramos con números. Pulgar arriba, pulgar abajo, aplausos, músculos, uno o varios, besito, guiño.

Todo autoabastecido en una pequeña imagen: carita llorando. El emoticón vino a poner un límite, a cerrar. En cambio las palabras abren, son exigentes, confunden y demandan; las palabras escritas necesitan frases, las habladas necesitan un tono. En su mundo, no todo es tan simple como la tristeza o la alegría de los emoticones y la película de Disney. Esa que marcó tanto a Martín. Esa que le enseñó que el aburrimiento, el cansancio, las ganas de ver televisión o el hambre pueden llamarse simple y solamente Tristeza.







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