Fantasmas y misterios del faro más solitario…
Muy cerca de las Islas Malvinas, el faro de Cabo
Blanco es uno de los más aislados de la Argentina. Viva acompañó a sus
cuidadores durante una guardia en condiciones extremas.
En la inmensidad de la Patagonia, ellos vivirán dentro de una luciérnaga.
Veinte días dura la misión, que consiste en lograr cada noche, con la luz de
una bombilla de 100 watts, dar una señal que atraviese la distancia de
múltiples horizontes de los que la vista humana es capaz de ver desde la orilla
del mar.
Es una prueba de supervivencia: sobre ese peñón no hay agua potable, ni
tendido eléctrico, ni señal de celular, ni wifi, igual que hace medio milenio,
cuando lo avistó el navegante portugués Hernando de Magallanes, el adelantado.
El faro de Cabo Blanco es uno de los más aislados de la Argentina. Está al
final del golfo San Jorge, en la provincia de Santa Cruz, allí donde la silueta
del país parece darle un rodillazo al Océano Atlántico. Y queda en línea recta
a sólo 535 kilómetros de las islas Malvinas.
Tan al sur ilumina que casi no comparte latitud con nada, apenas con un
pedacito de Chile y la línea donde termina Nueva Zelanda. Su mapa es símbolo de
confín, al punto que aparece bajo el compás de un capitán aventurero en la película La
ballena, sobre los hechos que inspiraron la novela Moby Dick.
No
es el Faro del Fin del Mundo que inspiró a Julio Verne, ni el que fotografían
turistas de catamarán sobre el Canal Beagle: el faro de Cabo Blanco está aún
más solo, a dos horas de camino pantanoso de la ciudad de Puerto Deseado y
aferrado al continente por un istmo de arena y piedra de 800 metros. Cuando los
hielos se derritan y crezca el nivel del mar, Cabo Blanco será una isla. O ya
nada.
El faro se empezó a construir en 1915 y ese año se encargó a Francia su
linterna inaugural. Pero el desarrollo de la Primera Guerra Mundial hizo que
los envíos se retrasaran y que los síntomas de aislamiento se empezaran a
notar. Puede decirse que el faro de Cabo Blanco cumple ahora cien años de soledad.
El
objetivo de abastecerlo de energía solar y mantenerlo operativo durante las
tormentas de viento o nieve está a cargo de dos hombres del Servicio de
Hidrografía Naval, que en las tres semanas que lo cuidan protagonizan momentos
singulares, entre ronquidos de lobos marinos y el vuelo de cormoranes.
Es
una experiencia extrema, que dos enviados de Viva comparten desde el minuto
cero.
Cambio
de guardia.
Es
bruma lo que hace ver el contorno del cabo principal Lucas Sanagua como una
sombra espectral. Su esposa le acaba de acercar la caña de pescar al Apostadero
Naval de Puerto Deseado, donde se prepara para la partida. Es que si los
víveres que lleva al faro se le acaban, tendrá que arrimarse al collar de
espuma blanca que dibuja el mar y lanzar la línea salvadora.
Lucas tiene 36 años y está por cumplir los mil días en distintos faros: es su
guardia número 50, de 20 días cada una. Estuvo en los de Quequén, Punta
Mogotes, Querandí, Río Negro, San Jorge y éste, al que considera “el más
solitario e inhóspito”. Lucas parece un protagonista de la película Días de
pesca, de Carlos Sorín, filmada en Deseado, sobre un hombre que viaja al sur
para enfrentar a su propia soledad.
Lo
ayuda a cargar el remolque Cristian Ubeda, un cabo segundo de 24 años que lleva
un telescopio, quizá para constatar si algún otro joven de su edad, en las
costas de algún mar aún no descubierto, cuida del faro universal.
Salen
a las 8 en una camioneta de doble tracción, que toma la ruta nacional 281 y
dobla hacia la derecha, por la ruta provincial 14. Ya no es bruma lo que flota
en el ambiente, es niebla total. El ripio rebota contra la protección de
alambre que cubre el parabrisas, hasta que se acaba. Ya no es ripio lo que
sustenta el camino, es arcilla blanda, que la garúa moja y convierte en pantano.
Queda
más de una hora de camino. Hay que atravesar pequeñas lagunas, guardaganados,
tramos carentes de señal. No hay nadie a la vista. El huellón engaña, luce
firme, invita a pasar, pero es una ciénaga. La camioneta colea, por momentos
navega. Empieza a aclarar. Un hueco en la humedad condensada del aire permite
ver la huida de una manada de guanacos. Una encrucijada sugiere doblar otra vez
a la derecha, por la ruta provincial 91.
Ovejas
gordas de lana corren y saltan para huir de las miradas. Parecen nubes
empujadas por el viento. Se divisa una enorme salina, de granos gruesos y
esplendor vencido. Allí actuó Facón Grande, uno de los líderes de La
Patagonia Rebelde fusilados
en la represión de las huelgas rurales extendidas entre 1920 y 1921. Y allí
trabajaron los habitantes de un pueblo que se asentó al pie del faro, hasta que
la refrigeración de la carne ovina se hizo industrial y la sal, que antes la
conservaba, dejó de ser negocio.
Un cartel avisa: “El ripio, el hielo y la nieve son peligrosos”. Pero los
cañadones verdes indican que ya se está cerca. Un giro, un volantazo en zigzag,
una curva como la de Ascari y ahí se ve el faro. Ahí está, en la frontera
de la Argentina con el resto del mundo, quizá hasta de la Atlántida, seguro de
tiempos color sepia en los que pasaban corsarios, cazadores de ballenas,
Charles Darwin y Robert Fitz Roy.
La
vieja guardia espera sobre el peñón. Saludan entusiasmados, están a punto de
volver a casa. Uno alza los brazos como Rocky al hacer cumbre en las escaleras
del Museo de Arte de Filadelfia. El otro aceita un malacate que será clave para
la operación de bajar la basura acumulada y subir los víveres y equipaje de los
dos que se van a quedar.
Con
un alambre-carril inclinado 36 grados, una canasta de acero y la camioneta que
avanza para hacer fuerza y vuelve marcha atrás, suben valijas, tubos de gas,
bidones de agua, baterías, combustible para dos generadores de emergencia,
comida de cuatro changuitos. Todo supervisado por Benito, el perro callejero
que no ha visto una calle en su vida, más rápido que las liebres, porque las
caza, y luchador de igual a igual contra los zorros colorados.
Falta
el agua que se necesita para el baño, el termotanque de uso racionado y la
cocina. Como no hay napas, hay que ir a buscarla a una estancia, para llenar
las tres cisternas que abastecen la casa.
Ahora
sí: dos llegan y dos se van. Hay que subir 115 peldaños de cemento resbaladizo,
una baranda imperfecta, una virgen, a los costados el mar. Cuando llegan los
nuevos, los viejos les pasan las novedades: todo tranquilo, el faro anda, los
navegantes se guiaron a la perfección, el banco de baterías está cargado,
quedaron paquetes de fideos sin tocar.
Ya
no hay bruma, tampoco niebla, pero el viento sopla y, de repente, los cuatro
quedan envueltos en una nube. Y el faro es tragado por la tiniebla.
Leyendas
de fantasmas.
Dentro
de la casa, hay una máquina de escribir Remington, una botella de whisky y una
ventana al mar. Falta el espíritu de Hemingway para armar un relato de ficción
magistral, una novela que traspase los límites de la realidad. Sobran, en
cambio, narraciones increíbles sobre lo que pasa allí durante los segundos
intermitentes en los que el faro descansa y manda la oscuridad.
Se dice que hay fantasmas que merodean, es especial el de
un furriel, un administrativo que tuvo la Armada en la década del ‘50 y
apareció agonizante junto al teclado. Su compañero en esa guardia fue a buscar
ayuda y cuando volvió, ya no había nada que hacer.
Recopiladores de historias, marinos y turistas perdidos afirman que la máquina
escribe sola, que en la quietud de la noche se empiezan a accionar las teclas y
que el alma en pena tiene algo que transmitir.
La
Remington está entera, tiene su cinta negra entintada en posición y su rodillo
con marcas de las últimas letras que alguna vez fueron elegidas. Durante la
estadía de los enviados de Viva, no emitió sonidos, pero sí su leyenda.
El faro tiene a sus pies un cementerio con ocho cruces
sin nombre, que nadie visita ni adorna con flores. Una de las tumbas está
acorralada por barrotes de acero, como si fuera la cuna de un bebé. Fuera del
perímetro de piedras blancas hay una cruz más, desterrada del conjunto, al
cobijo de unas rocas.
Fotos antiguas muestran que el camposanto estuvo en peores condiciones, hasta
que los serenos del faro lo arreglaron, lo pintaron a y apuntalaron las maderas
que recuerdan la crucifixión. Hoy, igual, una apareció tumbada.
No hay placas, ni fechas, ni fotos de los que allí
descansan. Pero sí respeto, porque han ocurrido cosas extrañas. Cuentan que un
pescador, atascado en el barro, subió los escalones del peñón para agradecer la
ayuda de un hombre que acababa de entrar a la casa.
¿De qué hombre habla? –le preguntó el suboficial a cargo.
–Del que acaba de entrar, el señor de bigotes, vestido de blanco –respondió.
–Es que acá no hay nadie más que yo…
Y no había nadie más. O tal vez sí.
Un hombre de bigotes cuidó del faro un siglo atrás, cuando iluminaba con
mecheros, pequeña hoguera que imitaba la técnica del Faro de Alejandría. Y un
hombre de bigotes suele asomarse por las ventanas, dicen los relatos, antes de
esfumarse.
Una
novela de misterio, Dónde enterré a Fabiana Orquera, de Cristian
Perfumo, fue situada en esta zona.
Hace
dos años, se constituyó en la base el Club Cabo Blanco Pesca y Rugby Club, una
iniciativa para recordar a los antiguos habitantes del lugar y soñar con el
regreso de los descendientes. El acta constitutiva fue escrita a mano en el
Libro de Visitas del faro y establece como rito, antes de los partidos,
“guardar un minuto de silencio en memoria de los viejos pobladores y en honor
de las almas que fueron enterradas en el cementerio de Cabo Blanco”. La cancha
está justo al lado.
Torreros
en acción.
Los
destellos del faro son una señal de primera importancia náutica. Orientan a los
navegantes, como las estrellas, cuando los instrumentos modernos dejan de funcionar.
“Nuestro objetivo número uno es mantenerlo activo, controlar los paneles
fotovoltaicos y que las baterías carguen y mantengan su autonomía de 10 o 15
días.
Un
amigo, capitán de un pesquero, tiene GPS en el barco y lo último en tecnología
satelital de navegación, pero él siempre me dice que hasta que no ve el faro a
su derecha, no regresa tranquilo a Puerto Deseado”, resalta Lucas Sanagua, ex
jugador de las divisiones inferiores de Aldosivi de Mar del Plata, equipo
conocido como El Tiburón.
Es
hora de subir los 95 escalones interiores que tiene la torre, un viaje circular
de la oscuridad hacia la luz. Lucas y Cristian quitan allí el salitre del lente
óptico, con una gamuza y alcohol.
El
cabo principal se mete dentro de esa armadura de vidrio para cambiar la
lamparita, alemana, de doble filamento. Si se quema uno, el otro sigue
funcionando. El ayudante mira desde afuera de la coraza transparente y lo que
ve detrás de Lucas es el mar al revés, en el lugar donde, sin ese lente en el
medio, tendría que verse el cielo. Es el efecto de visión invertida.
Cada dos días limpian el óptico, que se cubre de sal porque el viento destruyó
siete de los 10 vidrios de la cúpula, ventanales cóncavos de una pulgada de
espesor que faltan reponer. Hay bombillas en stock. Cuando se acaben, serán
reemplazadas por lámparas LED.
En
15 minutos, el ojo del faro mira otra vez impecable las crestas blancas del
Atlántico, que van hacia Malvinas y vuelven con desolación. Alto en la torre,
los guardias se asoman un instante al balcón oxidado. Y más alto aún aparece
trepado el fotógrafo, sostenido por un arnés y sus piernas en una antena
abandonada de hierro. Entre los 115 escalones del peñón y los 95 adicionales
del faro, están a 67 metros sobre el nivel del mar. Son personas en medio de la
Patagonia, a merced del viento, con la sensación térmica bajo cero, flotando a
la altura del Obelisco, en una escena que no hubiera imaginado ni la escritora
Virginia Woolf.
Al
bajar, una estufa prendida, chocolates y barritas de cereal restablecen los
movimientos de las manos moradas. La casa es enorme, para 20 personas, pero la
mayoría de las habitaciones están heladas y semivacías. En una sala hay mesa de
ping pong; en otra, el juego del sapo. Hay una mesa larga para diez comensales,
pero sólo suelen comer dos. Los otros ocho, en todo caso, son invisibles.
Hay
un cuarto de herramientas, un baño en buenas condiciones, una sala de máquinas
y un lugar para la cucha de Benito. También, un transmisor de frecuencias de
radio utilizado en la guerra de 1982, tan antiguo que parece parte del tablero
de comandos de la serie El túnel del tiempo. En un armario se guardan
libros de espías y novelas policiales. La clave está en Rebecca, de Ken Follett, y El
misterioso señor Brown, de Agatha Christie, son dos de los consultados.
Se
ve allí un ajedrez, el juego que jugaban los dos fareros de la novela La piel
fría, de Albert Sánchez Piñol, mientras temían ser devorados por bestias de la
noche salidas del fondo del mar.
En
los estantes queda un hueco para guardar la máquina de escribir. Es la
habitación del furriel.
A
la botella de whisky le queda un sorbo más breve que lo que resta de esta
crónica, pero de eso no hay que echarle la culpa ni a los torreros ni a los
fantasmas. De eso, doy fe.
Formas.
Desde
esta cima se ve el amanecer, el atardecer y miles de siluetas efímeras en la
Tierra y en el cielo. Ahora son las nubes las que dibujan ejércitos de ovejas,
castillos medievales, lluvias negras en el horizonte, nevadas blancas hacia el
sur.
El
faro se hace cómplice del Sol y marca la hora con su sombra. Entre las rocas
puntiagudas se perfila el rostro de un indio, una lanza, estalactitas y
lagunas. El guano de las aves pinta de blanco y bautiza el cabo. Cavernas de la
costa muestran al navegante cejas y unicornios, varicelas suaves y agujeros de
un queso gruyere.
Hasta
el mar hace lo suyo, cuando se mete entre las piedras y busca un hueco para
expulsar su chorro hacia arriba, como las ballenas. A ese lugar, las guías
turísticas lo conocen como El Sifón.
Bajar por última vez del faro significa volver a meterse en la neblina. Faltan
39 escalones. En las paredes descascaradas, se dibuja una forma inesperada. Hay
testigos. Es el rostro de un hombre. Con bigotes.
© Escrito por Pablo Calvo el domingo 20/09/2015 por y publicado en la
Revista Viva de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
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