La aventura de
Amadito se acerca a su fin…
El
vicepresidente se convirtió en la cara de la corrupción K en el fin del ciclo.
Cada vez la tiene más complicada.
Máximo y su tropa de La Cámpora le bajaron el pulgar y el vice vivió otra
semana negra.
Pobre Amado Boudou. Cristina
lo hizo vicepresidente porque, para extrañeza de sus incondicionales, le
parecía simpático. Por razones no muy claras, creía que el roquero que, como un
ángel del infierno yanqui vestido de cuero negro lustroso, quemaba kilómetros a
bordo de una Harley Davidson atronadora, sería el hombre indicado para
enfervorizar a adolescentes hartos de los personajes grises que pululaban a su
alrededor.
Boudou, que con toda
seguridad tomo la decisión presidencial por evidencia de que aprobaba su
conducta, no pensó en modificarla. En vez de conformarse con lo ya conseguido,
fue por más.
Al elegir a Boudou para guardar
sus espaldas y fingir ser presidente durante sus ausencias esporádicas,
Cristina cometió un error que no puede sino lamentar. Pronto se enteraría de
que ni siquiera la legión de jóvenes reclutados para garantizarle la eternidad
quería al neoliberal metamorfoseado en kirchnerista exuberante. Máximo y su
tropa de La Cámpora le bajaron el pulgar.
Acertaban: para desconcierto
de los fieles y, hay que suponerlo, de la mismísima Cristina, Boudou, el
vicepresidente más votado de la historia del país, se las arregló para
desplazar a Ricardo Jaime de su lugar como el emblemático número uno del elenco
gubernamental. Tal y como están las cosas, al vice le espera un porvenir muy
pero muy ingrato.
Amado está en apuros desde
que la gente comenzó a preguntarse si la Presidenta estaba por “soltarle la
mano”, pero su protectora es reacia a hacerlo por varios motivos. Uno es que no
le gustaría confesar que cometió un error apenas comprensible al elegirlo para
ser su compañero de fórmula sin prestar atención a las advertencias de miembros
de su pequeño entorno familiar.
Otro es que le gustaría aún
menos entregar la cabeza del ex favorito a los talibanes opositores que, luego
de felicitarse por el triunfo, vendrían por la suya. Así y todo, por si acaso
Cristina está preparándose anímicamente para tal eventualidad, de ahí la
decisión de remplazar a la tucumana Beatriz Rojkés de Alperovich por el ex
gobernador santiagueño Gerardo Zamora, un radical de ADN kirchnerista, como
segundo en la línea de sucesión presidencial. Desde su punto de vista, es mejor
que un radical encabece la cola de lo que sería tener que preocuparse por la
proximidad al trono de un senador peronista.
Además de la hostilidad de
muchos kirchneristas que ven en él un aventurero oportunista que, con malas
artes, se las ingenió para engatusar a Cristina, una señora que, según parece,
toma en cuenta los méritos estéticos de sus colaboradores principales, Amado
tiene en contra el clima político. Como siempre sucede al acercarse a la puerta
de salida el “gobierno más corrupto de la historia” de turno, se ha iniciado la
temporada de caza.
Opositores de todos los
pelajes, abogados, jueces y otros sienten que ha llegado la hora de tomar en
serio asuntos que hasta hace poco les parecían anecdóticos. La anticuada
maquinaría judicial está funcionando con mayor rapidez que antes. Causas, entre
ellas las que involucran a Amado, que en otro momento se hubieran tramitado con
lentitud exasperante, avanzan a una velocidad inacostumbrada. Si tienen suerte,
algunos juristas se erigirán en héroes cívicos.
Al negarse la Corte de
Casación porteña a sobreseerlo en el caso de la imprenta Ciccone, Amado quedó a
un paso de ser llamado a indagatoria por el juez federal Ariel Lijo. ¿Bastaría
como para ahorrarle tamaña humillación su condición de vicepresidente?
Parecería que no, aunque, como siempre ocurre cuando de un tema legal se trata,
las opiniones de los constitucionalistas están divididas.
Asimismo, si bien es factible
que la Corte Suprema opte por ayudarlo por razones institucionales, dando a
entender sus integrantes que a su juicio no le convendría en absoluto al país
que el vicepresidente marchara preso, los especialistas en la materia no creen
que estaría dispuesta a arriesgarse defendiendo a un personaje tan polémico.
Mientras tanto, distintos
líderes opositores están esforzándose por convencer a los demás, comenzando con
aquellos kirchneristas que están alejándose subrepticiamente de un proyecto sin
un futuro claro, de que por ser insostenible la posición en que Boudou se
encuentra le corresponde pedir licencia.
Según los más caritativos,
sería de su interés abandonar por un rato su trabajo vicepresidencial para
concentrarse en eliminar todos aquellos malentendidos maliciosos –entre ellos,
el ocasionado por la huida de un testigo que dice temer por su vida–, de los
que es víctima y, una vez terminada la tarea así supuesta, volver al Gobierno
con su honra a salvo.
¿Es lo que realmente piensan?
Es probable que no; como Boudou, sabrán muy bien que si se dejara conmover por
quienes insinúan que sería astuto de su parte pedir licencia, sus compañeros no
le permitirían regresar. Para ellos, su mera presencia en el Gobierno es fruto
de uno de los caprichos menos explicables de Cristina; lo que quieren es que se
borre, que se vaya para siempre.
A juzgar por las encuestas de
opinión, para la mayoría Boudou resume en su persona una proporción notable de
los vicios que son considerados típicos de las zonas menos salubres del
submundo político nacional. Adelantándose a la Justicia, muchos dan por
descontado que es un mentiroso serial, un traficante de influencias resuelto a
enriquecerse en tiempo récord con la ayuda de testaferros de trayectoria
dudosa.
Puede que exageren, que de no
haber sido por su forma desfachatada, menemista, de actuar en público, a pocos
les hubieran molestado sus presuntas actividades ilícitas; al fin y al cabo, la
forma heterodoxa en la que Néstor Kirchner agregó más dólares a su patrimonio
ya abultado no lo perjudicó a ojos de quienes siguen creyéndolo un auténtico
prócer. Parecería que ser un peronista nato aún acarrea privilegios con los que
compañeros de ruta de procedencia liberal, como María Julia Alsogaray y Boudou,
solo pueden soñar.
A aquellos kirchneristas
progres que imaginan que Cristina encabeza una especie de revolución popular,
la saga protagonizada por el vice plantea un problema que en buena lógica
debería atormentarlos. ¿Cómo incorporar las peripecias novelescas de un hombre
tan distinto de los demás compañeros al “relato” épico? No les es del todo
sencillo.
Para los demás, lo que ha
sucedido es más preocupante de lo que supondrán los que, a pesar de todos los
reveses, se aferran a la convicción de que el matrimonio patagónico procuraba
hacer algo positivo para el país. Tendrán que preguntarse: ¿cómo fue posible
que Boudou lograra trepar hasta la cima del poder, a un latido nada más de la
presidencia de la Nación, con la aquiescencia complaciente del movimiento
mayoritario y del 54 por ciento del electorado? La respuesta dista de ser
reconfortante: porque así lo quiso una sola persona, Cristina, la dueña
absoluta del destino nacional.
Criticar a la Presidenta por
una decisión que resultó ser cómicamente arbitraria sería fácil si el sistema
político fuera monárquico porque en tal caso todo dependería de la voluntad del
jefe supremo, pero en teoría la Argentina es una república en la que el poder
del mandatario es limitado por la Constitución. En realidad, claro está, las
instituciones no funcionan porque, mientras se da la sensación de que la
economía anda bien, a la mayoría no le interesan los detalles. Es solo cuando
los problemas comienzan a multiplicarse que la opinión pública cambia de manera
drástica.
De repente, millones de
personas se manifiestan horrorizadas por la corrupción que durante años habían
consentido. Y, por enésima vez, se difunde la esperanza, entre quienes se
preocupan por tales cosas, de que el país esté en vísperas de un renacimiento
moral, que nunca más habrá presidentes que actúen como autócratas. Tales etapas
suelen ser agradables, pero para que brinden resultados concretos sería
necesario que más políticos, muchos más, recuperaran el amor propio. Si la
“década ganada” nos ha enseñado algo, esto es que una democracia no puede
funcionar con una clase política dominada por obsecuentes serviles.
Un día, la Presidenta tendrá
que rendir cuentas ante la Justicia a menos que la facción más poderosa de la
clase política decida amnistiarla. Podría argüirse, pues, que Boudou y Cristina
son víctimas de las circunstancias. Por ser la Argentina un país de cultura
caudillista, de instituciones débiles y un sistema judicial maleable, los
políticos pasajeramente exitosos se ven rodeados de tentaciones que para muchos
son irresistibles.
Suelen creerse impunes,
blindados contra cualquier adversidad concebible por sus fueros y por la
complicidad de otros que, de tener la oportunidad, no vacilarían en emularlos.
Corren riesgos que, de reflexionar un poquito, les parecerían excesivos, pero
daría la impresión que son congénitamente incapaces de aprender de la experiencia
triste de sus antecesores que, por lo común, atribuyen a sus presuntos errores
ideológicos.
Para Cristina y sus
incondicionales, el pecado más ignominioso de los menemistas no fue robar sino
apostar al “neoliberalismo”. Puesto que a diferencia de quienes ganaron la
década de los noventa del siglo pasado, ellos eran nacionales y populares,
suponían que no tendrían por qué preocuparse.
©
Escrito por Jaime Neilson el Viernes 23/05/2014 y publicado en la Revista Noticias
de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
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