¿Amor
y paz?...
La
precaria salud que apartó a Cristina Fernández del
proscenio fue una prueba del cielo (quizás un signo producido por su reconciliación
con Bergoglio). En octubre, le permitió esquivar la noche de los resultados
electorales y, ahora, le permite emitir órdenes para que sus ministros las
cumplan y, si algo falla, se hagan responsables y renuncien. Pero el miércoles Córdoba fue saqueada. Veloz de reflejos, la
Presidenta saltó sobre esa oportunidad, pensó qué le convenía, y abandonó al
pueblo de la ciudad de Córdoba a lo que estaba sucediendo. Capitanich recibió
la orden, tan despiadada como irresponsable, de no enviar a la Gendarmería. Que
se entienda: no fue De la Sota el abandonado, fue el pueblo de Córdoba.
Conviene
volver al home movie de Olivos, con el que la Presidenta anunció su regreso. El
18 de noviembre se mostró a su pueblo con dos simpáticos animalitos. Se ha
escrito mucho sobre el estilo de ese retorno. Sin embargo, hay algo que no se
subrayó. El home movie de Olivos no es un relato, sino la puesta en escena de una
posición presidencial respecto de los ciudadanos, que se llama, sencillamente,
paternalismo. Cristina Fernández no habló de cómo continuaría su gobierno ni de
ningún tema político. Este silencio implica: “Ustedes deben confiar en mí, que
puedo interpretar mejor sus necesidades y deseos, porque los conozco como nadie
puede conocerlos”.
Para
comunicar esto bastó que la Presidenta mostrara un despliegue de virtudes
maternales (la forma femenina, modosa y televisiva del celebrity-paternalismo),
con un perro en la falda, con un peluche plantado cerca, con una hija detrás de
la cámara.
Ofreció la imagen restaurada de su cuerpo como prueba de que ella estaba todavía allí, para tranquilidad de su pueblo. Sin palabras, a ese pueblo le dijo: “Miren el perrito, miren el pingüinito, miren mi camisita blanca que pone fin al luto; hoy es un día nuevo para mí y para ustedes”. Su especulativo silencio nos transmitía: “Ustedes no necesitan saber lo que yo haré esta misma tarde. Todo lo que ustedes necesitan es confiar en que yo esté acá”. No se precisa más para definir una interpelación paternalista.
Ofreció la imagen restaurada de su cuerpo como prueba de que ella estaba todavía allí, para tranquilidad de su pueblo. Sin palabras, a ese pueblo le dijo: “Miren el perrito, miren el pingüinito, miren mi camisita blanca que pone fin al luto; hoy es un día nuevo para mí y para ustedes”. Su especulativo silencio nos transmitía: “Ustedes no necesitan saber lo que yo haré esta misma tarde. Todo lo que ustedes necesitan es confiar en que yo esté acá”. No se precisa más para definir una interpelación paternalista.
Muchos
creen que el discurso hogareño fue pobrísimo. ¿De verdad? Me parece que armó
una nueva escena: Cristina Fernández pasa
más tiempo en Olivos que en la Rosada, no porque le indiquen
que no viaje en helicóptero, sino porque le conviene a ella establecer una
distancia. Lo adverso que suceda será atribuido a sus ministros y secretarios.
Serán, como suelen serlo en muchas democracias, fusibles. La Presidenta, en
cambio, avanza hacia el plano más iluminado pero menos comprometido de la
escenografía. Allí donde sopla el viento o cae la lluvia, Cristina Fernández no
estará porque tiene que cuidar su salud, meditar para bajar el estrés y otros
diversos etcéteras.
Por ahora la Presidenta eligió el hands-off. Como Menem
(que en eso imitó a Bush padre), designó un vocero ejecutor: en los 90 era
Corach; en la segunda década de este siglo, Jorge Capitanich. Sólo los
diferencia que Corach no
ambicionaba la presidencia que Capitanich desea. Eso significa
que Menem tuvo más horas para jugar al golf y andar por el mundo que las que
Cristina Fernández tendrá para los ejercicios antiestrés.
Cristina
está haciendo menos que antes. ¿Y con qué reemplaza lo que hace menos? Con su
presencia, con la diseñada y fotografiada presencia de su cuerpo que,
mostrándose floreciente, prueba el triunfo de la salud y, en consecuencia, que
la Nación ha salido de peligro. Cuerpo real y Nación son uno solo. Durante la
Segunda Guerra Mundial, Winston Churchill gobernaba Gran Bretaña como primer
ministro. Con estudiada periodicidad, sacaba a la familia real a pasear por las
calles de Londres, sobre todo, después de los bombardeos nazis. El rey, la
reina madre y las princesitas eran los cuerpos indispensables para animar el
patriotismo.
Hoy
el cuerpo de Cristina es indispensable a una causa probablemente algo menor: su
propio futuro. Por ahora, con sabiduría muy tradicional, se ha mostrado en los
juramentos de sus ministros (como un monarca constitucional) y haciendo mohínes
en el balcón que da al Patio de las Palmeras: ¡cuánto los quiero y cuánto los
extraño!
El
estilo paternalista puede resultar insultante a quienes defienden el principio
de autonomía de los ciudadanos. La Argentina tiene larga experiencia en
paternalismo oligárquico y paternalismo populista (militar, de elite criolla,
popular, religioso). No vamos a escandalizarnos a esta altura, cuando surgen
nuevos dirigentes que practican la demagogia repitiendo el contenido más obvio
de los deseos atribuidos a la gente: eso también es populismo paternalista. Los
ciudadanos creen y delegan. Por eso, el pintoresco home movie de la menor de
los Kirchner merece volver a verse. Todavía no se ha dicho lo suficiente.
A
no distraerse: un perrito bolivariano y un pingüinito del PRO son sólo juguetes
de una representación paternalista. Por lo demás, ella sigue siendo la misma. La noche de
los saqueos reacondicionó una vieja máxima del general
Perón: “Al enemigo (como De la Sota), ni la Gendarmería”. Y si el que sufre
violencia es el pueblo de Córdoba, confiemos en que Dios lo ilumine y se dé
cuenta de que no le conviene votar antikirchneristas.
Esa
es nuestra Cristina, la que demuestra que no hay enfermedad ni terapia capaces
de cambiar un temperamento.
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