El
cuadro del Raulito... (de Eduardo Sacheri)
Globo de mi Vida...
El
decidió, de entrada nomás, dejarlo en libertad. Tenía la idea de que los amores
no se imponen, ni siquiera se eligen. Pensaba que en todo caso eran los amores
los que optan, los que se le imponen a uno. Por eso, con cierta prescindencia
fatalista pensó que si tenía que ser, sería, y que si no, era inútil gastar
pólvora en chimangos.
No le
fue fácil, sin embargo. Sobre todo cuando en sus narices otros rivales se
lanzaron a tratar de convencerlo. Le costó sobreponerse, y aceptar sonriendo a
tíos y primos y cuñados y amigos y vecinos tentándolo al Raulito, ofreciéndole
camisetas y pelotas y gorritos, a cambio de promesas de fidelidad a sus propios
cuadros. Tampoco dijo nada cuando sorprendió a más de uno de esos buitres
futboleros enseñándole al chico los canutos de la cancha, instruyéndolo
subrepticiamente en las rivalidades históricas, ensalzando las hipotéticas
virtudes de los unos, y vilipendiando las supuestas taras infames de los otros.
El los
dejó. Un poco por esa resignación que era tan suya. Y otro poco porque a veces,
en sus días tristes, sospechaba que tal vez fuese mejor así, que la cadena de
afectos inexplicables se cortase con él, sin involucrar a su hijo. Que tal vez
el chico terminase siendo más feliz siendo hincha de algún grande, saliendo
campeón de vez en cuando, viendo la cancha llena, comprando El Gráfico con su
ídolo en la tapa. Si al fin y al cabo él venía sufriendo hacía... ¿cuánto? Más
de veinte años desde aquel campeonato. Y después la debacle. Hasta el descenso
había tenido que sufrir, hasta el descenso. Y a la vuelta, la desilusión grande
del 94. Justo en la última fecha, será de Dios, en la última fecha. Si faltaba
tan poquito, un empate y listo. Pero ni siquiera.
Por
eso, seguramente, aceptó con entereza que Raulito, desde los nueve, más o
menos, empezase a decir que era de River, «como el tío Hugo»; aunque en el
fondo más recóndito de su ser, él sintiese sinceros deseos de pasar al «tío
Hugo», lenta, dulcemente, por la picadora de carne y la máquina de hacer
chorizos.
Es que,
a solas consigo mismo, en el resto de los días, sabía que era todo grupo. Que
le hubiese encantado que Raulito saliese de los suyos. Que ahora que ya tenía
trece, ahora que era todo un hombrecito, habría sido lindo ir juntos a la
cancha. A la tarde, tempranito, en el tren y el 118, hablando de bueyes
perdidos, mirando el partido de tercera acodados en el escalón de arriba,
dejando pasar la vida.
Pero
igual no cambiaba de idea. No señor. Que si tenía que ser que fuese, y si no,
no. Igual, y por si acaso, cultivó su propia planta de leyendas mentirosas,
como para mantener viva su persistente esperanza. Y aunque le daba un poco de
vergüenza comparar al equipo del 73 con la Selección del 86, igual seguía
adelante, envalentonado en su propia pirotecnia falaz, enternecido en la
admiración dibujada en los ojos del Raulito.
Esa
tarde, la inolvidable, la definitiva, empezó como todas, con el mate y la radio
en la mesita de hierro del patio. El padre decidió prevenirlo de entrada:
–Mira,
Raulito, que hoy juegan contra nosotros. El hijo lo miró con curiosidad.
–¿Y qué
problema hay, pa?
El
padre, feliz en la sencillez del chico, terminó sonriendo:
–Tenés
razón, Raulito, ¿qué problema hay?
A los
veinte minutos penal para River. El chico lo miró al padre, como dudando. El lo
tranquilizó, a pesar de sí mismo:
–Gritálo
tranquilo, Raulito. Eso sí: si después hay un gol nuestro, no te enojés si yo
lo grito.
–No,
papá, si no me enojo –le aclaró, muy serio. Después gritó el gol, pero no
mucho. Fue un grito breve, un poco tímido. El padre lo palmeó.
–No
seas tonto, Raúl, gritálo todo lo que quieras.
–Así
está bien, pa –fue toda su respuesta. Al rato vino el dos a cero. Ahí el chico
lo miró primero, y después dio un par de aplausos, y eso fue todo.
–Che,
¿qué clase de hincha sos vos? ¿Así te enseñó tu tío Hugo a gritar los goles?
–No pa,
él los grita como loco. Como vos, los grita.
–Y
entonces gritá tranquilo, hijo. –Y después añadió, con un guiño:– Ojo que en el
segundo tiempo capaz que grito yo, ¿eh?
Se
sentía en paz, dueño de una felicidad sencilla y robusta. Casi ni se acordaba
de que iban perdiendo. Empezaba a pensar que tal vez no fuese tan terrible que
su hijo fuese de River. A lo mejor iban a poder ir a la cancha igual,
turnándose un domingo cada uno, si el fixture ayudaba.
El
segundo tiempo siguió por el trillado sendero de la tragedia. Un contraataque y
tres a cero. El pibe ni siquiera hizo un gesto cuando el relator vociferó la
novedad a voz en cuello.
–Che,
Raulito, ¿estás dormido, vos? –El padre lo palmeó con afecto.
–No,
papi. –Zarandeaba las piernas cruzadas debajo del asiento, y tenía los dedos
cruzados en el regazo, como cuando pensaba en cosas complicadas. Luego
aventuró:– No sé, me da un poco de lástima.
El
padre se rió con ganas.
–Dejáte
de jorobar, Raúl, y disfrutálo. Total, un partido más, uno menos... Aparte,
cuidado, pibe –bromeó–, mirá que a lo mejor todavía se lo empatamos.
Para colmo,
y como dándole la razón, al ratito vino el tres a uno. El padre lanzó un
gritito contenido, tenso, como el que habrían dado los jugadores, saludándose
apenas entre ellos, disputándole la pelota a un arquero con ganas de enfriar la
cosa, corriendo hacia el medio campo para ganar tiempo. El hijo lo miró sin
tristeza. Cuando sus ojos se cruzaron, ambos sonrieron.
–Te
dije, pibe, ojo con nosotros. Mirá que somos bravos.
Por lo
que decían en la radio, el partido se estaba poniendo bueno.
–Escuchá,
Raulito, escuchá: los tenemos en un arco.
Pero el
aviso era inútil. El chico seguía el relato concentrado, serio. Acompañaba las
jugadas trascendentes con patadas en el aire, como jugando él también su parte
del asunto.
El
padre sonrió. Cómo son los pibes. Se posesionan de tal modo que se sienten
ellos mismos protagonistas del partido. En realidad, no sólo los pibes: un par
de semanas atrás él mismo había hecho trizas el termo en un esfuerzo supremo
por despejar al córner un disparo bajo que iba a sobrar fatalmente al arquero.
A los
treinta, más o menos, tiro de esquina sobre el área de River. El chico seguía
enchufadísimo. Hasta balanceaba ligeramente el cuerpo de un lado a otro, como
todo buen cabeceador, esperando el momento de correr un par de metros y
madrugar al marcador y pegar el salto y conectar el frentazo. Pero había algo
que al padre no le cerraba, algo en el modo en que estaba parado, algo en la
expresión de sus ojos negros.
El
corazón le dio un vuelco cuando comprendió: el pibe se estaba perfilando de
atacante, no de zaguero. El movimiento era para zafarse de algún marcador
pegajoso, los ojos tenían el fuego de vení bola vení que te mando a guardar. El
brazo derecho se alzaba en el gesto que se le hace al siete de ponéla acá, justito
acá por lo que más quieras.
El
relato se suspendió en una nota aguda, una de esas notas que se alargan, que
perduran en el aire, mientras el relator decide si tiene que gritar o decir que
pasó cerca. Igual no hizo falta, porque la hinchada, detrás de ese arco, lo
gritó primero, y el relator en todo caso se encaramó después a ese alarido. El
padre lo gritó con ganas, entusiasmado. Tres a uno es una cosa. Pero tres a dos
es otra bien distinta, y entonces...
Tuvo
que interrumpirse de golpe en sus divagaciones. Porque a sus pies, al costado
de la mesita, de rodillas, de cara al cielo, gritando como si lo estuviesen
desollando, con los brazos extendidos y las palmas abiertas, mezclando los
chillidos de su voz de nene y los ronquidos incipientes de su madurez en
ciernes, estaba el pibe, el pibe ya sin vueltas, ya sin chance alguna de
retorno, ya inoculado para siempre con el veneno dulce del amor perpetuo, ya
ajeno para siempre a cualquier otra camiseta, más allá de cualquier dolor y de
todas las glorias, dando al cielo el primer alarido franco de su vida.
El
padre se lo quedó mirando, impávido, hasta que el pibe se quedó sin voz y
volvió a sentarse. Tuvo miedo de pronunciar palabra, como si cualquier cosa que
dijese conllevara el riesgo de destruir ese hechizo de epopeya. El pibe, igual,
no lo miraba. Estaba ciego a cualquier cosa que no fuese esa cancha, ese arco
de sus desdichas, ese reloj fugaz y traicionero, ese relato interminable de
centros llovidos al área y despejes agónicos. Sobre todo eso el padre pensó
después, porque en ese momento, agobiado en la constatación de su pequeño
milagro íntimo, apenas le quedaba tiempo de mirarlo al pibe, de comérselo con
los ojos, de grabárselo para siempre en el recoveco más recóndito de su alma.
En eso
estaba cuando, ya en el descuento, River jugó mal al off–side y el nueve se
escapó con pelota dominada. El relato radial se trepó de nuevo a uno de esos
agudos oraculares. El pibe se puso de pie, incapaz ya de tolerar la tensión de
la jugada. Con el rugido de la hinchada de fondo, padre e hijo contuvieron el
aliento, con el alma pendiendo de ese nueve que entraba al área a liquidar el
pleito, que punteaba la pelota por encima del arquero, buscando el segundo
palo. El relato se cortó de pronto, y cuando continuó ya lo hizo en un tono
menor, para explicar lo inexplicable: la pelota besando el travesaño y yendo a
morir al techo de la red, ya inútil, ya sin sentido, ya con el arbitro pitando
el final.
El
padre se volvió a mirarlo. El chico estaba rojo de la bronca, con los ojos muy
abiertos de tan incrédulos, con los puños apretados de impotencia. Pensó
primero en decir algo, como para tratar de mitigar ese dolor en carne viva.
Pero lo disuadió la certeza de que era mejor así, porque así eran siempre las
cosas, y las cosas no podían estar mal, si así eran siempre. Los labios del
chico se torcieron en una mueca, y por fin se lanzó en un llanto desbocado. Ya
era grande. Lo suficiente como para querer llorar a solas. Por eso se levantó
de pronto y corrió hasta su pieza. El padre escuchó el portazo, y no necesitó
verlo para saberlo derrumbado sobre su cama, confuso, dolido, ignorante de qué
debe hacer uno con el dolor y con la rabia.
El
padre lo supo llorando a mares, y se regocijó en esas lágrimas. Porque uno
puede decir que es de muchos cuadros. Uno puede cambiar de idea varias veces.
Sobre todo si abundan los tíos y los primos grandes, dispuestos a comprar con
pelotas y camisetas la fidelidad de un corazón novato. Pero una vez que uno
llora por un cuadro, la cosa está terminada. Ya no hay vuelta. No hay caso. De
la alegría se puede volver, tal vez. Pero no de las lágrimas. Porque cuando uno
sufre por su Cuadro, tiene un agujero inentendible en las entrañas. Y no se lo
llena nada. O mejor dicho, sólo se le llena con una cosa: con ganar el domingo
que viene. De manera que asunto concluido. La suerte está echada. Nosotros acá,
el resto enfrente. Algunos más amigos, otros menos. Pero de este lado nosotros,
los de acá, los que no tenemos en común, tal vez, victoria alguna, pero que compartimos
las lágrimas de un montón de derrotas.
Cuando
su mujer salió al patio, extrañada de que su marido siguiese al sereno en el
atardecer frío del otoño, lo encontró llorando a él también, pero unas lágrimas
gordas, densas, de esas que abren surcos pegajosos en su camino, de esas que
uno llora cuando está demasiado feliz como para sencillamente reírse.
–¿Se
puede saber qué les pasa? –preguntó la mujer, confundida. El la miró, sin
preocuparse siquiera de ocultar sus lágrimas–: Hace rato que el Raulito entró a
su pieza y dio un portazo, y me dice que no quiere que entre, y se lo escucha
llorar y llorar como loco. Y ahora salgo y te veo a vos también moqueando. ¿Me
querés explicar qué cuernos pasa?
El
hombre la consideró con benevolencia. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Intentar
explicarle? ¿Cómo? Se conformó con mirarla, mientras seguía sintiendo el fluir
del tiempo en el gotero de cristal de ese momento indestructible.
–Seguro
que le ganaron a River y vos lo cachaste al chico, ¿no? Seguro que te la
agarraste con el nene, ¿no? –Ella lo miraba con gesto de severo
reproche.–Semejante grandulón, ¿no te da vergüenza?
–No,
Graciela, no le hice nada. Si River ganó tres a dos. Al chico no le dije nada,
te juro –respondió con calma, desde la cima de su paz reconquistada.
–Pero
entonces no entiendo nada. ¿Me decís que ganó River, y el nene está llorando
como loco encerrado en la pieza?
–Sí,
Graciela. Ganó River. Pero el pibe no es de River, Graciela. –Y se sintió
reconciliado con la vida, eufórico, agradecido, emocionado; dueño legítimo y
absoluto de las palabras que iba a pronunciar. Después se incorporó, porque
cosas así se dicen de parado:
–Lo que
pasa es que el Raulito es de Huracán, Graciela. ¡De Huracán!
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