La Bandera…
Para el 20 de junio de 1974, los alumnos de
los grados entre tercero y séptimo, del colegio Cornelio Saavedra, sobre la
calle Sarmiento, entre Castelli y Paso, debían presentar en el acto una bandera
colectiva, ya fuera confeccionada o elegida por ellos mismos. Llamaré Paleque
al compañero de mi curso que consiguió esa bandera gigantesca, de tres metros,
de paño. Nosotros éramos de tercero. Creo que si todos los del curso nos
hubiéramos parado uno encima de los hombros del otro, como los hermanos Malerva
de Carlitos Balá, no hubiéramos empardado la bandera en vertical.
Aparentemente, el rumor nunca fue confirmado, el destino final de la bandera
había sido el Mundial del 74 en Alemania, pero el padre responsable del
pabellón había huido de la casa, y no precisamente hacia Alemania, sino hacia el
barrio de Villa Ballester, donde lo aguardaba, tampoco un mundial, sino una
mujer algunas décadas menor. Como soldado que huye sin honor, había dejado la
bandera en casa. Paleque trajo la bandera en una bolsa aparte. Eramos,
estábamos seguros, los campeones morales del evento; aunque no se tratara de
una competencia. ¿Quién podía presentar una bandera más grande, más refinada,
más ondulante? Cada curso pasaría por el escenario exponiendo su bandera al
público y recibiendo el aplauso respectivo. Yo estaba seguro de que se pondrían
de pie y vitorearían cuando nos tocara; casi sentía que tenía alguna
responsabilidad en el prodigio que nos había regalado Paleque, aunque ni él
mismo podía cobrar esa notoriedad: nuestro honor no era más que el resultado de
una tragedia sentimental.
Pero cuando llegó el momento de subir al
escenario y tomar la parte que me tocaba del extenso pabellón, acompañados,
como todos los demás cursos, por el disco de pasta de la Marcha a la Bandera,
mi tacto descubrió que esa no era la nuestra. La bandera de Paleque era gruesa
como una manta y amable a las manos; valía tanto para exponerla como para
taparse. Se la sentía acolchada y cálida. Esta era una especie de tela de
cortina vieja, áspera, irritante; hacía como ruido de tiza contra pizarrón. Y
su extensión no llegaba a cuatro alumnos, por lo que debimos fruncirnos y así y
todo le quedaron algunos tajos. A Paleque le caían las lágrimas.
Apenas unos instantes más tarde, con la misma
melodía, que ahora nos sonaba oprobiosa, vimos a los de quinto usufructuar nuestra
bandera. Lo que sentí entonces sólo volví a padecerlo cuando en mi adultez
descubrí algún que otro canalla plagiándome un texto. ¿Pero qué podíamos hacer?
¿Subir al escenario, romper el acto? Lo más probable era que nos mandaran a
todos a dirección, y luego los muchachos de once años nos rompieran la cara.
Teníamos ocho años. ¿Quién le había robado la bandera a Paleque? Algo que no me
olvido es que la bandera tenía en su esquina derecha superior un sello que
decía: “Telares Ramsés”. El amor jugó otro papel en este drama. Al terminar el
acto, Paleque se había dirigido al maestro de nuestro curso; un malvado que le
había pegado a algunos alumnos y no resolvió nada. La madre, recién abandonada,
no tenía fuerzas para ocuparse del caso. Malena, hermana de un compañero, ella
misma en el quinto grado opuesto al del ladrón, tramó al lunes siguiente la
estratagema de las mujeres sabias y consiguió el secreto: la bandera robada
estaba todavía dentro del colegio, en un arcón con llave donde los de quinto
guardaban sus equipos y pelotas de fútbol del campeonato intercolegial. Estas
cosas no son de un día para el otro: una semana tardó nuestra aliada en
arreglar el plan. El viernes 28 de junio, en un cónclave secreto en el último
recreo de la tarde, nos anticipó nuestro contraataque: el siguiente lunes,
primero de julio, también en el último recreo de la tarde, conseguiría una
audiencia furtiva con su “enamorado” en el recinto del arcón, en una
subdivisión de la cocina colegial, retirarían una de las pelotas, y el “afortunado”
le mostraría sus habilidades en mantener el esférico en el aire con un pie.
Debíamos estar preparados para irrumpir violentamente por lo menos diez varones
de nuestro grado, recuperar raudamente la bandera y huir al aula, en la
esperanza de que sonara el timbre de clases antes de que pudieran darnos
alcance.
Ese primero de julio concurrimos a clase
decididos, con nuestras zapatillas más veloces y ropa comando, incoherente para
ese día lluvioso y frío: pantalones cortos, abrigos ágiles. Se acercaba el
último recreo. Los responsables del Operativo Recupero ardíamos de impaciencia,
expectativa y temor. Pero nuestra voluntad nos hacía grandes. Llegó el timbre
del último recreo, pero la célebre frase de la única verdad se tornó la de la
última verdad de todos los seres humanos: la directora anunció en el patio que
debíamos concentrarnos cada uno en su aula y aguardar a que nuestros padres
vinieran a retirarnos; había muerto el presidente Juan Domingo Perón. Ya no
recuerdo si sobrevinieron las vacaciones de invierno. Si Malena de verdad se
enamoró del ladrón y abandonó nuestra patriada. Pero sí que no recuperamos esa
bandera.
Cuatro años después, me colé en la final de
Argentina Holanda en el Monumental. Ya tenía doce años y me sumergí bajo una
bandera que llevaban como una camilla unas seis personas de apariencia
confiable. Pasé los molinetes como polizón. Antes de erguirme para observar
esas plateas imponentes y quedarme duro como Calamaro en el Estadio Azteca,
eché un vistazo a la bandera que me había servido de refugio, y el sello se
mantenía como recién impuesto: “Telares Ramsés”.
© Escrito por Marcelo Birmajer el sábado 22/06/2013 y publicado por
el Diario Clarín de la ciudad Autónoma de Buenos Aires.
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