Modelo y habla…
Incomparables, por cierto...
Una sola de las interesantes y muy bien escritas columnas
del filósofo Ricardo Forster en la revista Veintitres alcanza para conformar un
glosario de época.
En la de la semana pasada, titulada “La impostura y la
obsesión”, usó la palabra “mediático” ocho veces; “realidad”, seis; “poder” y
“retórica”, cinco veces cada una; “ficcional/ficcionalización/ficción”,
“impostura” y “relato”, cuatro veces cada una; “discurso/discursiva” y
“matriz”, tres veces cada una; y utilizó dos veces las palabras “estéticas/esteticismo”,
“horadar”, “sentido”, “simulacro”, “espectacularización/espectáculo”,
“espesura”, “hegemonías/hegemonismo”, “popular”, “virtual” y “corporativo”.
También usó las palabras “deconstruir”, “concentración”,
“acumulación”, “emancipadora”, “enunciación”, “conceptualización”,
“destituyentes”, “semblantes”, “esmerilar”, “dominación”, “paradigma”,
“desvanecimiento” y “manipulación”.
Tuvo combinaciones de palabras que se reiteraron como
“espesor de la realidad”, además de, una vez, “espesa trama”. Palabras que se
combinaron recurrentemente como “matriz emancipadora”, “matriz popular” y
“matriz hegemónica”. Como “espectacularización discursiva”, “munición
discursiva”, “discursividad vacía”. O como “abstracción mediática”,
“corporación mediática”, “dispositivo mediático” y “artillería mediática”.
También hizo combinaciones resonantes como “evanescencias lingüísticas”,
“espectros corporativos”, “relatos virtuales”, “pavor atávico”, “lugar de
enunciación” y “obstáculo epistemológico”.
Todos estos términos en una sola columna de mil ochocientas
palabras.
Sobre los “juegos de lenguaje”, en su libro La filosofía y
el espejo de la naturaleza, Richard Rorty escribió: “Los problemas filosóficos
aparecen o cambian de forma como consecuencia de la adopción de nuevas suposiciones
o vocabularios”. Además, que estos “pseudoproblemas” son “producto de la
adopción inconsciente de suposiciones incorporadas al vocabulario en el que se
formulaba el problema”. También Rudolf Carnap, otro filósofo analítico, se
refirió a los “abusos del lenguaje” en la creación de “pseudoproblemas” y a la
necesidad de acordar un marco lingüístico adecuado para el debate de verdaderos
problemas. Y un inspirador de ambos, Ludwig Wittgenstein, decía que “toda una
nube de la filosofía se condensa en una gotita de gramática”.
No se trata de una originalidad del kirchnerismo. Cada época
tiene una jerga que utiliza para apoyar la idea de que sus creencias son
incuestionables. Son fruto de una seguridad subjetiva acerca de lo que es
verdadero y lo que es falso.
En los ’90 también había un glosario que pretendía
establecer una relación entre conocimiento y justificación, o sea una conexión
entre la verdad de la creencia y aquello en lo que se funda. Aquél tenía una
“matriz” económica y su jerga estaba poblada de palabras como “apertura”,
“desregulación”, “libre comercio”, “brecha tecnológica”, “homo economicus”,
“fin de la historia”, “management”, “endeudamiento”, “grupo”, “conglomerado”,
“holding”, “flexibilización”, “Ebitda”, “productividad”, “competitividad”,
“pragmatismo”, “eficiencia”, “calificación de riesgo” y “riesgo país”.
Probablemente dentro de unos años tengamos otro jefe de
Gabinete y otro ministro de Economía que en otra Cumbre de las Américas, como
la que se celebró el jueves pasado en el Hotel Alvear y tuvo a Abal Medina y
Lorenzino como oradores, se rían y critiquen el abuso de palabras como “relato”
o “mediático” que se hizo durante la década kirchnerista.
Ambos marcos lingüísticos trataron de reducir toda la
realidad a su sola especialidad. En los ’90 se quiso reducir la política a la
economía, y en los últimos años, la economía a la sociología. Cada ciencia
tiene una perspectiva interesante y esclarecedora de la realidad pero la sola
aspiración “hegemónica” conduce el intento en la dirección del “simulacro”.
Esa euforia reduccionista no es sólo patrimonio argentino,
pero en nuestro país se da con mayor intensidad. En Brasil también hubo una
década neoliberal y un período actual de revalorización de la intervención del
Estado. Pero en Brasil ninguno de los dos “paradigmas” alcanzó a ser excluyente
o inflexible.
Nadie podría discutir que después del enorme empobrecimiento
que dejó la crisis de 2002 la Argentina precisaba de una política económica que
apelara a la demanda agregada. Y es comprensible que durante los primeros años
post implosión esa demanda agregada se orientara al consumo y no a
infraestructura, que en gran medida había sido modernizada en los ’90. Pero
durante estos últimos años hubiera sido más útil que esa demanda agregada hubiera
ido en mayor medida a reponer la infraestructura ya gastada que a incentivar el
consumo con inflación, como se hizo en 2011, por ser un año electoral, y muy
probablemente se vuelva a hacer el próximo por las elecciones de 2013.
No es lo mismo hacer keynesianismo construyendo redes de
autopistas que financiando televisores de plasma en cuotas fijas a cuatro años
con tasa de interés negativa.
En la serie El mundo en crisis, que realiza el historiador y
economista Emilio Ocampo y publicó el diario Ambito Financiero, Raghuram Rajan,
uno de los cinco economistas más influyentes del mundo según The Economist,
dijo: “Lo correcto sería utilizar ese beneficio (alto precio de las materias
primas) para desarrollar capacidades que permitan a la gente ser productiva”
(...) el problema es que los políticos “penalizan demasiado a aquellos
proyectos que desarrollan capacidades a largo plazo y priorizan proyectos
visibles y de más corto plazo.
La preocupación es que el boom de las
commodities sea dilapidado en vez de alcanzar el objetivo de convertir esos
recursos en el capital humano y la infraestructura necesarios para un
crecimiento sostenible a largo plazo. (...) El boom de los recursos naturales
en el corto plazo, y mientras los beneficios se distribuyen en la economía,
lleva a cierto bienestar, pero a largo plazo crea problemas porque hace que la
economía no sea competitiva en aquellas áreas no relacionadas con los recursos
naturales, y eso a la larga lleva a menor crecimiento”.
Quizás, aunque resulte una blasfemia, deberíamos incorporar
a nuestro marco lingüístico actual un poco más de terminología económica para
no cometer el mismo exceso de los años ’90 pero al revés. Lo que sería igual de
grave.
© Escrito por Jorge
Fontevecchia y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires el viernes 24 de Agosto de 2012.
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