Monólogo sin debate...
Norma Morandini.
La primera vez que escuché hablar
de Carta Abierta recordé la Carta 77 fundada por Vaclav Havel en el año que le
da nombre, el de 1977. Tenía de carta lo que tienen todas las epístolas, una
comunicación de ideas, sentimientos, sensaciones. Un género literario que Kafka
detestaba porque decía que las cartas eran un comercio de almas. El poeta portugués
Fernando Pessoa se burlaba e ironizaba, “¿quién no escribió alguna vez
ridículas cartas de amor?”. Pero cuando las cartas abandonan la intimidad, son
públicas, se autoproclaman abiertas, ya no se trata de comercio de almas, ni
menos aún de la cursilería que nos permitimos en la intimidad amorosa. Son
manifestaciones políticas, o sea: expresiones de la libertad.
Havel fue el portavoz del
movimiento que se conoció como Revolución del Terciopelo, que comenzó pidiendo
a los dirigentes comunistas que adhirieran a la Declaración Universal de los
Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Entonces, la invasión de las tropas de
Varsovia había impuesto un gobierno opresor y la Carta 77 hablaba por aquellos
que se sentían oprimidos pero enmudecían por temor a perder sus empleos. Havel
fue encarcelado, pero cuando la Carta 77 se convirtió en la expresión de esa
opresión, el régimen totalitario de Checoslovaquia cayó en la primavera austral
de 1989 y el escritor Vaclav Havel fue elegido ese mismo año presidente de la
República. Pocos autores de cartas escritas como manifiestos políticos llegaron
tan lejos. El pertenece a la generación de intelectuales, pensadores, que
pusieron sus vidas en riesgo por resistir los autoritarismos que recorren la
conturbada historia del siglo XX.
Las “cartas abiertas” también en
nuestro país tienen como autores a intelectuales, científicos, artistas,
hombres del pensamiento político que buscan influir sobre el espacio público de
las opiniones. Sólo que hoy los argentinos vivimos una situación inédita en
nuestra historia reciente, un período continuado de legalidad democrática. El
tiempo que media entre el pasado de terror y el ejercicio de la libertad puso
en escena fenómenos novedosos que nos increpan para su comprensión. Como que se
reproduzcan las desconfianzas y las separaciones de muchos de aquellos que en
el inicio de la democratización estuvimos unidos en la misma alegría de la
restauración. No porque creamos que debemos vivir amontonados sino porque en
nombre de la libertad se cancela su primera consecuencia, el derecho a la
opinión.
No hay prohibiciones directas,
pero la inhibición que provoca el verse expuesto en el lugar de la burla y la
descalificación desde los medios públicos termina actuando como una sutil
censura. Como si decir la verdad, lo que se piensa, no fuera un acto de
honestidad y sí una cuestión de coraje.
No debiera perturbar que
profesores universitarios, filósofos, periodistas y pensadores tengan simpatías
por un gobierno. Perturba, sí, el monólogo, la negación del otro y la ausencia
del debate como intercambio de ideas.
La confrontación no es un fin en
sí mismo. Ni la tolerancia una condescendencia piadosa sino la constatación de
que todos los seres humanos somos iguales y tenemos razones que no son una
única razón, infalible.
No se trata de volver a la
cultura de la unanimidad, sino de preguntarnos quién debe ser el destinatario
de nuestro privilegio de hablar por los otros. ¿Una persona a la que se sigue
tutelando porque no se cree en su capacidad de discernimiento y se le debe
decir cómo pensar? ¿O un ciudadano que tiene nuestros mismos derechos pero los
ignora y lo mínimo que debe esperar de sus intelectuales es que construyan un
espacio público en el que las ideas circulen, se intercambien, en beneficio del
nivel del debate? O sea, en beneficio de la sociedad que nos da fundamento, la
democracia.
© Escrito por Norma Morandini y publicado por el
Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el sábado 26 de Noviembre
de 2011.
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