martes, 28 de agosto de 2012

Monólogo sin debate... De Alguna Manera...


Monólogo sin debate...

Norma Morandini.
 
La primera vez que escuché hablar de Carta Abierta recordé la Carta 77 fundada por Vaclav Havel en el año que le da nombre, el de 1977. Tenía de carta lo que tienen todas las epístolas, una comunicación de ideas, sentimientos, sensaciones. Un género literario que Kafka detestaba porque decía que las cartas eran un comercio de almas. El poeta portugués Fernando Pessoa se burlaba e ironizaba, “¿quién no escribió alguna vez ridículas cartas de amor?”. Pero cuando las cartas abandonan la intimidad, son públicas, se autoproclaman abiertas, ya no se trata de comercio de almas, ni menos aún de la cursilería que nos permitimos en la intimidad amorosa. Son manifestaciones políticas, o sea: expresiones de la libertad.

Havel fue el portavoz del movimiento que se conoció como Revolución del Terciopelo, que comenzó pidiendo a los dirigentes comunistas que adhirieran a la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Entonces, la invasión de las tropas de Varsovia había impuesto un gobierno opresor y la Carta 77 hablaba por aquellos que se sentían oprimidos pero enmudecían por temor a perder sus empleos. Havel fue encarcelado, pero cuando la Carta 77 se convirtió en la expresión de esa opresión, el régimen totalitario de Checoslovaquia cayó en la primavera austral de 1989 y el escritor Vaclav Havel fue elegido ese mismo año presidente de la República. Pocos autores de cartas escritas como manifiestos políticos llegaron tan lejos. El pertenece a la generación de intelectuales, pensadores, que pusieron sus vidas en riesgo por resistir los autoritarismos que recorren la conturbada historia del siglo XX.

Las “cartas abiertas” también en nuestro país tienen como autores a intelectuales, científicos, artistas, hombres del pensamiento político que buscan influir sobre el espacio público de las opiniones. Sólo que hoy los argentinos vivimos una situación inédita en nuestra historia reciente, un período continuado de legalidad democrática. El tiempo que media entre el pasado de terror y el ejercicio de la libertad puso en escena fenómenos novedosos que nos increpan para su comprensión. Como que se reproduzcan las desconfianzas y las separaciones de muchos de aquellos que en el inicio de la democratización estuvimos unidos en la misma alegría de la restauración. No porque creamos que debemos vivir amontonados sino porque en nombre de la libertad se cancela su primera consecuencia, el derecho a la opinión.

No hay prohibiciones directas, pero la inhibición que provoca el verse expuesto en el lugar de la burla y la descalificación desde los medios públicos termina actuando como una sutil censura. Como si decir la verdad, lo que se piensa, no fuera un acto de honestidad y sí una cuestión de coraje.

No debiera perturbar que profesores universitarios, filósofos, periodistas y pensadores tengan simpatías por un gobierno. Perturba, sí, el monólogo, la negación del otro y la ausencia del debate como intercambio de ideas.

La confrontación no es un fin en sí mismo. Ni la tolerancia una condescendencia piadosa sino la constatación de que todos los seres humanos somos iguales y tenemos razones que no son una única razón, infalible.

No se trata de volver a la cultura de la unanimidad, sino de preguntarnos quién debe ser el destinatario de nuestro privilegio de hablar por los otros. ¿Una persona a la que se sigue tutelando porque no se cree en su capacidad de discernimiento y se le debe decir cómo pensar? ¿O un ciudadano que tiene nuestros mismos derechos pero los ignora y lo mínimo que debe esperar de sus intelectuales es que construyan un espacio público en el que las ideas circulen, se intercambien, en beneficio del nivel del debate? O sea, en beneficio de la sociedad que nos da fundamento, la democracia.

© Escrito por Norma Morandini y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el sábado 26 de Noviembre de 2011.




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