"Entre nosotros
hay química en el escenario"...
Variedad de las obras. "No hay un tipo de material en nuestros
espectáculos. Los shows que hacemos en general tienen autores diversos,
épocas y estilos de todo tipo. Y esto es fantástico porque es también un
gran entrenamiento".
Marido y mujer en el
pasado, desde siempre han conformado una prolífica pareja artística, que ha
desarrollado obras inolvidables. Ahora vuelven con una renovada versión de uno
de sus clásicos, Mucho más que dos, inspirado en textos del uruguayo Mario
Benedetti.
Vuelve el maravilloso espectáculo en el que Nacha y Favero
convocaron a los públicos más diversos.
—¿Cuál fue la primera versión?
Nacha hace memoria:
—Me parece que fue en el Di Tella, pero era otra forma.
Cambió por completo.
—Era la famosa línea de la canción Te quiero, completa
Favero.
—Claro, fue en el Di Tella –insiste Nacha–. Pero ahí todavía
él (señala a Alberto) no estaba. Yo diría que tomó la forma que tiene hoy y que
se convirtió en un clásico nuestro en México. En el exilio. Fue (y sigue
siendo) un espectáculo “abrepuertas”. Un espectáculo que es como una llave
mágica que no falla en ninguna parte.
—Yo me acuerdo, como una especie de señal de supervivencia
del destino, de que cuando la Triple A los persiguió a ustedes hasta el
aeropuerto de Ezeiza, a vos, Nacha, se te cayó la valija y todo el contenido se
desparramó por el suelo. La vida de ustedes corría peligro.
—Pasaron tantas cosas –suspira Nacha–. Y esa salida ocurrió
dos veces porque nosotros volvimos al país (a pesar de las amenazas) y, en la
segunda oportunidad, en el mismo año, nos pusieron una bomba. Recuerdo muy bien
que la segunda vez un par de guardespaldas me sacó hasta el avión, uno de cada
brazo, sin siquiera tocar el piso. Pasé como flotando por el aeropuerto y
recuerdo muy bien a los amigos que se animaron a ir a despedirnos. Gente que
nos metía plata en los bolsillos para que pudiéramos irnos. Toda una cosa tremenda.
Los chicos saliendo de Ezeiza por otro lado porque la situación era muy
peligrosa. Tanto es así que recién nos reencontramos arriba del avión. Bueno,
en todo eso es posible que se me haya caído una valija.
—Volviendo, entonces, a “Mucho más que dos”, la versión que
vemos en el SHA no ha perdido nada a lo largo de los años.
—Bueno, hay ahora algunas variantes en el repertorio
–explica Favero–. Es tanto el material que tenemos que no vamos a hacer siempre
lo mismo, porque nos aburriríamos. Desde aquel tiempo hay algunas diferencias.
Por supuesto que hay Benedetti. La gente me pregunta “¿hay Benedetti?”.
Obviamente, sí. Pero no es todo Benedetti. Por ejemplo, hay un Benedetti que
tiene que ver con el último, el más universal. Tiene que ver con las Canciones
de amor y desamor, con las canciones del exilio y el reencuentro con la libertad.
Por eso te decía que es más universal que el de las letras de emergencia cuyos
versos eran para cantar, un material digamos más periodístico.
—Y en estos casos, siendo los dos tan talentosos, ¿quién
elige?
Hay un pequeño silencio y luego, Nacha:
—En general, ¡elijo yo! Y te diré que elijo muy
intuitivamente. Me gusta o no me gusta, más allá de los contenidos. Porque hay
cosas que pueden tener contenidos pero son espantosas. En cambio, hay otras que
aparentemente no tienen un contenido y son muy bellas. Y ése es su contenido.
La belleza es un contenido. De modo que yo me rijo por lo que me hace sentir el
material con el que vamos a trabajar. Si le encuentro alguna emoción, alguna
cosa que presiento que va a ser el momento importante. En general la primera
audición es la que no te engaña nunca. Después entra la mente, ¿viste?, pero
“sentir” un material hace que uno diga “poner esto en escena sería bueno”. En
esos casos se lo transmito a Alberto.
—Y esto no ocurre sólo con Benedetti. En general, es así
–agrega Favero–. Nos ocurrió también con el material de Jorge de la Vega.
—Esto es algo de pura intuición –dice Nacha–. Y después
viene el “trabajo” en el que Alberto interviene y mejora mucho el material. Y
te explico por qué: Favero tiene algo que poseen muy pocos músicos. Aparte de
su formación musical extraordinaria tiene también instinto teatral. ¡Y eso no
se aprende! ¡Se desarrolla pero no se aprende! Si no se tiene, no se tiene. Te
estoy hablando del instinto del drama musical, de lo que cuenta la música.
Entonces, para lo que yo hago, eso es ideal.
—En otro reportaje que te hicimos recuerdo que
mencionábamos, por ejemplo que, en “Evita”, a diferencia de la versión de Lloyd
Weber, había una mayor cantidad de temas.
—Más melodías –corrige Nacha–. El de Alberto es un musical
lleno de melodías. Parece que, en cambio, Weber las ahorra. Sí, por aquello de
“¡pongo una para este musical y guardo otra para el musical que viene!”.
—A lo mejor yo tengo más melodías, pero él tiene más dólares
–se burla Favero.
—Suele ocurrir. Pero también, más allá de la vida, el hecho
de que ustedes hayan podido seguir trabajando juntos indica que parecería
existir una especie de radar entre los dos para poder definir los roles, ¿no?
—Yo diría de química –aclara Favero–. Hay una química en el
escenario. En una época se dio fuera del escenario y, ahora, de algún modo,
somos muy buenos compañeros y yo creo que se debe básicamente a una química
respecto del arte y del teatro. Nos entendemos bastante bien. Ella me entiende,
y viceversa. Hay como mucha experiencia, mucho camino recorrido y mucho
material ya hecho por nosotros. Y lo del camino recorrido vale en términos
estéticos.
—No hay solamente un tipo de material. Los hay disímiles
–tercia Nacha–, porque los shows que nosotros hacemos en general tienen autores
diversos y épocas y estilos de todo tipo. Y esto es fantástico porque es
también un gran entrenamiento. Pero para que eso no sea un mamarracho tiene que
haber un intérprete que sepa guiar por debajo y un músico que conozca todos los
estilos y sepa unirlos para que no parezca un festival de fin de curso.
—Y justamente hablando de alumnos y graduados, mientras te
esperábamos, Alberto, comentábamos con Nacha acerca de lo que ocurre con las
nuevas generaciones y el tango. Es algo tan extraño porque, así como para
nosotros era absolutamente natural bailar tango, estos chicos toman clases como
si se tratara de una materia más.
—Esto pasa con muchas expresiones artísticas. Son como
oleadas. El oleaje del mar. A veces se hunden y luego salen de nuevo. Las idas
y venidas del tango (en cuanto a si se pone o no de moda) son las mismas que
las que ocurren con otras cosas. Con el jazz pasa lo mismo. A veces parece que
desapareciera, y no es así. Las nuevas generaciones lo descubren, lo redescubren,
y esto ha pasado también aquí con el tango. Yo diría que viene pasando desde
hace unos diez o quince años.
—Vos comentabas, Nacha, que hay lugares en los que, de
pronto, te encontrás con 800 parejas en la pista.
—Sí, pero son lugares a los que hay que llegar muy tarde
–explica Nacha–. Tipo dos y media de la mañana. Y eso está que arde. Es
fantástico. Es lindo sentarse y mirar: de las 800 parejas que hay allí bailando
el mismo tango, ninguna lo baila igual. Y eso, te repito, es muy lindo de
mirar. Aunque uno no baile. Los ves pasar uno tras otro con el mismo ritmo y la
misma danza pero todos haciendo cosas diferentes.
—Bueno, Nacha, un poco lo que te hemos visto hacer como
directora, por ejemplo en “Tita”, cuando en los entreactos les indicabas a los
bailarines exactamente dónde debían buscar la luz, en qué punto del escenario
debían pararse, cómo debían moverse.
Nacha no advierte lo sorprendente que resulta verla bailar
incesantemente a lo largo de una obra y luego dirigir a cada personaje.
—Sí. Vos sabés que los actores tienen mucha dificultad para
“sentir” la luz. Y se corren del spot todo el tiempo. A mí eso me resulta muy
raro porque la luz “se siente”. Y la luz no es solamente para que te vean. La
luz te ayuda si está bien puesta. Si está puesta por alguien que entiende lo
que está pasando en la escena. Ayuda a tu sentimiento porque el color de la
luz, la intensidad de la luz, con cuántos segundos entra y con cuántos se va,
tiene un ritmo. Tiene un sentimiento y un sentido. Entonces cuando la ignorás y
alguien se preocupó tanto por hacerlo así y resulta que vos te parás a diez
centímetros del lugar indicado, uno se dice “¿para qué trabajé tanto?”. Pero la
luz no solamente te ilumina. La luz es la que termina de unirlo todo. Cuando se
“pone” la luz, después todas las disciplinas convergen en una. Es la que
unifica todo, la gran coherente. Como el oleaje del agua que todo lo mezcla.
Bueno, la luz es eso. Todo está por separado antes de “ponerla”: la
escenografía por un lado, los actores por el otro, el vestuario. Pero cuando
viene la luz se produce la unión de todo eso y lo hace florecer y ser lo que
es. Entonces, repito, para mí el valor de la luz es enorme en el escenario. Y
cuando no se la aprecia y el actor se pone donde no se lo ve, bueno, yo no puedo
entenderlo –termina riéndose.
—Y en la música, Alberto, ¿cómo es esto? Alguna vez que
hemos estado cerca del escenario pudimos observar que vos cantabas todo el
tiempo junto con la obra.
—Ahhh, ésa es una costumbre que tengo. Sí, sí. Voy cantando
con la gente. Sobre todo con el “ensamble”. No con el solista, claro. Aunque
también en Sweeney cantaba la parte del solista. Eso ayuda a la música y
también a la intención que tienen los que están cantando en el escenario, fuera
del foso. No es como algo que va por otro lado como si fuera autista. El
director dirige y los demás cantan. Absolutamente, no.
—Toda música puede ser cantada –añade Nacha–.
—Esto también ayuda a la gente que está en el foso –explica
Favero–. Ellos no ven el escenario pero me ven a mí que estoy cantando el tema
de Octubre del 45 y tienen así una noción más clara del sentimiento que deben
tener.
—¿No hay una pantalla en el foso?
—No. Y aun en salas sofisticadas donde las tienen, la
pantalla no refleja las tres dimensiones de un espectáculo –dice Alberto.
—La verdad es que es una desgracia que los músicos no vean
lo que está pasando arriba –reflexiona Nacha–. Fijate que cuando vos recordabas
que en Tita la orquesta estaba a un costado de la platea, eso significó que el
espectador pudo participar y que, en efecto, la relación musical fue mucho más
rica y evolucionó mucho más que en otros espectáculos. No hicieron falta
demasiadas explicaciones porque los músicos (casi todas mujeres) veían lo que
estaba pasando en el escenario. Este es también un problema del teatro de ópera
y del teatro en general. Deberían estar más conectados.
—¿Y cómo eran las cosas en el Di Tella?
—Y, los músicos nos movíamos como podíamos –recuerda
Alberto–. Era un páramo.
—Lo que pasa –agrega Nacha– es que cuando hay “algo” el
espectáculo surge igual. Haya o no mil músicos, miles de luces o un vestuario
imponente. O nada. Se puede conmover igual si hay un verdadero artista o
alguien que sabe escuchar. Te parás sobre esta mesa y el fenómeno se produce.
Después lo adornás, lo embellecés todo lo que se pueda, pero si antes no estuvo
el talento del artista en el escenario y el talento del que mira desde abajo,
no hay luz que lo arregle. Ni orquesta sinfónica ni superproducción que lo
logre. Tiene que estar el “alma” de lo que se va a contar. Una verdad estética.
Recién después viene la decoración. Y si no está la decoración, igualmente
estará la verdad.
Entre risas recuerdan la precariedad de medios que jamás
opacó el maravilloso Di Tella.
—Había sólo un piano vertical pero las luces eran buenas…
Claro, las manejaba Roberto Villanueva que era un capo –recuerda Alberto.
—Un hijo tuyo, Nacha, hoy hace luces, ¿no es cierto?
—Sí, Ariel Del Mastro. Y también dirige.
—Hace un momento, fuera de micrófono, comentábamos que la
oferta, hoy en día, es quizás demasiado grande como para que la gente se
concentre, por ejemplo, en los libros y en un determinado género musical.
—Lo que tenía el Di Tella –dice Alberto– es algo que no debe
dejar de existir nunca: la experimentación. Y por esto no debe entenderse estar
haciendo cosas raras en un laboratorio de química sino en arte. Es decir la
relación de la obra con el artista y con el público. Esto ocupa un lugar muy
especial. Es lo mismo que la jam session en jazz. O sea que es un lugar en el
que uno experimentaba sus ideas, intercambiaba con los colegas todo lo que
estaba ocurriendo, y como eso se aprende sólo a través del contacto con el público y
no en la sala de ensayo, el Di Tella fue fundamental en ese sentido.
—¿Por eso ahora en Clásica y Moderna estás tocando “West
Side Store” de Leonard Bernstein?
—Sí, hace ya muchos años que lo elegí, cuando en 1966 hice
también Porgy and Bess de Gershwin. Hacía ya cuatro años que West Side Store se
había estrenado aquí. Me impresionó mucho la película y también la música. La
forma en la que estaba escrita. La dramaturgia. Aquella forma de representar a
Shakespeare (Romeo y Julieta). Bueno, reuní las dos obras en un ciclo y ahora
lo que estoy haciendo es volver a revisar ese baúl. Y no son recuerdos. Fijate
que ya son clásicos. Es como las sinfonías de Beethoven. Nos acompañan durante
toda nuestra vida y cuando desaparecemos esas obras siguen porque eso es la
cultura. Además me gusta mucho volver a tocar en Clásica y Moderna. Tiene lo
suyo. Es un lugar muy bonito y allí se logran una intimidad y un contacto con
el público que no son habituales.
—Nacha, hay algo que nos contaron: ¿es cierto que vas a
volver a la revista?
—Sí. Siempre me ha atraído la revista. ¡O soy yo la que
atraigo a la revista! No sé por qué. Lo cierto es que voy a reemplazar a Estela
Raval y voy a hacer lo que hago siempre: mis tres o cuatro números que se
llaman “de cortina”. La primera vez los hicimos con Favero en el Maipo. Hace
ya… Fue un viaje rarísimo: del Di Tella al Maipo sin escalas. Estábamos
haciendo Anastasia querida y, de repente, nos llamó Amadori.
—Era justamente la época de apogeo de Balada para un loco de
Piazzolla y la revista se llamaba El Maipo está piantao, explica Favero.
Evidentemente no habían llegado a un acuerdo con Amelita Baltar, que era quien
debería haberlo hecho por haber popularizado la canción y, bueno, nos llamaron
a nosotros. Seguramente por “piantaos”.
—Sí –añade Nacha–, no sabés lo que era la cara del público
cuando nos vio. Era como un shock psicosomático, números que no tenían nada que
ver. Y la verdad es que nuestros números “de cortina” resultaron un éxito tan grande que los cómicos que estaban en el Maipo nos
odiaron de tal manera que nos hicieron la vida imposible (¡Dios los tenga en la
gloria!) y lograron que, finalmente, nos echaran. Nos echaron a través de
denuncias en la censura. Nos citó un coronel que, textualmente, nos dijo esto:
“En la ciudad siempre debe haber una cloaca. Está bien que hagan este espectáculo
en el Di Tella pero en el Maipo, un teatro popular y familiar, no es posible”.
¡Y nos rajaron!
—Imaginate, con la revista de Adolfo Stray –recuerda Favero.
—Hasta los 18 años no te dejaban entrar, aseguramos.
—Bueno, pero ahí nos enteramos también de que éramos parte
de la cloaca –sigue riéndose Nacha.
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