Cosita...
Amado Boudou, Hugo Moyano y Daniel Scioli.
Todos son lo que eran. Todos saben lo que sabían. Serán lo que son. Sabrán lo que saben. Así, nada cambia. El país sigue abocado a la repelente tarea de catar sustancias indigeribles. Más de lo mismo. Nueve años después de haber llegado al poder, el Gobierno promete la revalorización del ferrocarril. No titubea ni tartamudea, como si hubiera desembarcado ayer, como si otro hubiese sido el gobierno que fogoneó el negocio del transporte por ruta, descuidando y terminando de empobrecer la ya escuálida red ferroviaria que recibió al asumir.
Moyano
tampoco trepida: ahora (y sólo ahora) esos “exiliados en el Sur” durante los
años militares son unos usureros que se hicieron ricos mientras la militancia
moría en las mazmorras castrenses. Ambas partes hablan como si hubiesen nacido
ayer. Antiguos de toda antigüedad, operan con criterios arcaicos. Ignoran que,
ahora mismo y más que nunca, todo queda registrado y es sencilla y fácilmente
recuperable. Ya no es un tema de memoria o caprichos de la nostalgia. La
tecnología más despiadada digitaliza y resucita archivos. Las palabras
regresan. Las fotos denuncian. Debe estar desesperadamente flaca de voluntad esta
sociedad argentina para hacerse la que no ve.
La
Presidenta confesaba que le dan “cosita” los chanchos, horas después de que
ella se llevara puestos la ley y el orden al sacar a la policía de la calle
sólo para arruinarles la fiesta a Moyano y sus raleados cofrades. ¿Cómo es que
saca a la policía de la calle? ¿Cómo es que prepotea a los jueces pidiendo que
la procesen? ¿Cómo es que declara duelo nacional por los gendarmes muertos en
Chubut esta semana, cuando no hubo similar pesar estatal para las víctimas
fatales del desastre ferroviario de Once en febrero? Es un vacío descomunal:
por default, a la Argentina ya no se le mueve un pelo por nada. Las expresiones
de rechazo y protesta existen, claro. Pero son parciales, limitadas,
relativamente anónimas o, al menos, incapaces de generar un replanteo total del
estado de cosas.
Lo de los
chanchos es fenomenal. Imperturbable como sólo pueden serlo quienes han asumido
de modo terminal su condición de infalibles, Cristina Fernández se pega un
salto aéreo a una población de San Luis para seguir con su cháchara porcina y
mojarle la oreja a la dirigencia nucleada en torno de Moyano. No explica (¿para
qué?) por qué ni su marido ni ella pusieron los pies en San Luis desde 2003,
única provincia rigurosamente ninguneada por ser gobernada por el raro
peronismo de los hermanos Rodríguez Saá, quienes –pecado capital– nunca le
pidieron plata a la Casa Rosada. La leyenda de las ejecuciones hipotecarias en
las que se afanaban los treintañeros Kirchner de los años 80 es difusa, pero es
evidente que siempre constituyó su abigarrado músculo dominante la opción de
prestar para dominar, entregar algo para conducir todo, con o sin 1050.
Amnesia y
amnistía son vocablos de raíces comunes y se patentizan en la carga de la
artillería moyanista contra una gestión que compartieron y de la que el jefe
sindical se benefició mientras pudo. Si a la Presidenta le encanta extasiarse
con los fastos de un pasado mítico y sobredimensionado (Felipe Varela, la
vuelta de Obligado), el jefe sindical no suena en un pentagrama demasiado
diferente. En su cascoteado discurso del miércoles volvió a embelesarse con los
años 40 del siglo XX y con las cosas que Perón les “dio” a los trabajadores.
Si, como lúcidamente apunta Matilde Sánchez, el camionero y sus seguidores
practican una “crispación viril” (Clarín, 28 de junio), desde el Gobierno se
siguen infatuando con la letanía retro-progresista. Ahí anda la Presidenta
abrazándose y besándose con cada retoño de los años 70 que encuentre, para
insistir en que sólo trata de serle fiel a sus compañeros de esa época y a su
marido muerto el 27 de octubre de 2010. A esa muerte, acaecida hace ya veinte
meses, ella la sigue evocando con un luto de estirpe tradicional, como si en
ese caso la coqueta y siempre producida primera ciudadana de este país se
comportara como una de esas mujeres de negro eterno que se ven, por ejemplo, en
las imágenes sicilianas de El Padrino II.
Epoca de
ligerezas insoportables: hasta los verbos fallan, porque se los usa mal, para
decir lo que ni corresponde insinuar ante las damas. “Quieren voltear a
Cristina”, declara Héctor Timerman, ex director del diario procesista La Tarde
y el canciller argentino más políticamente devaluado de los últimos 29 años, en
su vano intento de asociar lo que ocurrió en Paraguay con la protesta de una
jornada de huelga parcial. Exageraciones, paroxismo, mandobles retóricos y,
sobre todo (nunca falla), la reiteración de los más arcaicos mecanismos.
Constatar
este vacío no recauda rating, no mide, no altera amperímetros. La pobreza de la
oferta opositora se relaciona y potencia con la endeblez de la demanda social.
El denominador común del columnista promedio en diarios y revistas fustiga a
los hasta ahora fallidos candidatos a ser opción, pero no se subraya el raquitismo
de la demanda. Todo sucede como si esta noble, virtuosa y meritoria sociedad
fuese diariamente frustrada por una dirigencia política oblicua, mediocre y
atolondrada. Es el vacío esencial del cuerpo político argentino lo que plaga de
oscuridad el diagnóstico de lo que ocurre.
Del poder
actual pocos cambios se pueden aguardar ya. La Presidenta ya ha ratificado
hasta el hastío a quienes la obedecen en silencio que cambiar no está en sus
proyectos. No lo hizo en 2007, cuando su marido la puso en funciones. No lo
hizo en 2011, cuando la ceremonia presidencial fue un trámite hogareño. Este
poder K no renueva de manera sana y fuerte sus cuadros. Los tritura de a poco
mientras los deja en funciones como mamotretos inanimados, castigados de por
vida. Cambiar es un pecado en el modo de pensar de un sistema de poder que
maquilla su archi-conservadurismo esencial disfrazándolo de audacia
transgresora. El cambio, en serio, le da “cosita” a la Presidenta de la
Argentina.
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