Cómo reinventarse una
y otra vez...
A mediados de los años ’50, el bandoneonista volvió de París lleno de
ideas y con la decisión para llevarlas a cabo.
A veinte años de su
muerte, la música de Astor Piazolla lo sigue resistiendo todo. El repaso de los
múltiples giros que practicó en una carrera signada por un espíritu
inconformista da pruebas de lo que significa el bandoneonista en el panorama de
la música argentina del siglo XX. Este año habrá ediciones para redescubrir.
Veinte años no es nada, cantaba Gardel. Y ésa era la cifra
que Astor Piazzolla, el bandoneonista que a los 13 años había aparecido en un
breve papel junto al cantante en El día que me quieras, había elegido en 1964
para la temprana retrospectiva discográfica 20 años de vanguardia con sus
conjuntos. Y fue hace dos décadas, el 4 de julio de 1992, cuando Piazzolla
falleció tras una larga agonía. Esta vez, ese período sí ha significado algo.
Aun cuando muchas cosas sigan siendo más o menos iguales, está claro que a
Piazzolla y al valor de su música ya no lo discute nadie. Y aún más: para
muchos no hay, para nombrar a Buenos Aires –e incluso al tango–, un sonido
mejor que el que el marplatense construyó a lo largo de un conflictivo medio
siglo, desde que a los 20 años ingresó como instrumentista en la Orquesta de
Aníbal Troilo hasta su último sexteto pasando por sus propias orquestas y,
desde ya, por sus geniales quintetos.
Inquieto y preocupado por registrar los latidos de su época,
Piazzolla no tuvo un solo estilo, ni siquiera una biografía. Si no existiera el
derrotero que comenzó en 1955 con el Octeto Buenos Aires, si no hubiera más que
aquel orquestador que a los 22 años comenzó a arreglar para Troilo, que a los
24 dirigió la orquesta que acompañaba a Francisco Fiorentino, que un año
después formó la propia –grabando 16 discos de 78 rpm para Odeón, entre
septiembre de 1946 y diciembre de 1948–, y que entre 1950 y 1953 compuso para
las principales orquestas del momento –Troilo, Fresedo, Francini-Pontier y Basso–
alcanzaría para considerarlo un nombre fundamental del tango. Sus arreglos de
“Inspiración” o, ya en 1951, de “Responso”, para Troilo, sus versiones de
“Chiclana”, “Taconeando” o “Quejas de bandoneón”, con la Orquesta 1946-48, y
piezas propias como “El desbande” (lo primero propio que grabó), “Se armó”,
“Villeguita”, “Para lucirse”, “Prepárense”, “Contratiempo”, “Triunfal” y “Lo
que vendrá” están entre lo mejor del tango de los ’40 y ’50.
Pero ése era un género con el que Piazzolla estaba en
crisis. Lo conocía como nadie, admiraba a muchos de sus músicos pero
despreciaba su conformismo y falta de horizontes. Decía que con sus colegas no
había de qué hablar. Y, si bien gozaba del respeto de los más prestigiosos,
había otros que no cesaban de hostigarlo. Y la Argentina no era –ni lo sería
después– un lugar caracterizado por la tolerancia. La renovación de una música
como el tango –y ya su orquesta, aunque claramente anclada allí, proponía una
mirada distinta– tomaba los atributos de la traición a la patria. Y lo que en
otras partes (las polémicas sobre el be-bop en los Estados Unidos, por ejemplo)
no pasaba de la discusión estética, en Buenos Aires acababa frecuentemente a
las trompadas. En 1953, Piazzolla, que luego de estudiar con Alberto Ginastera
había ganado un concurso de composición organizado por el gobierno –el concurso
tomó el nombre de Fabien Zevitzky, director de la Sinfónica de Indianápolis que
el año anterior había conducido a la Orquesta del Estado y al que se
comprometió para que dirigiera un concierto, en la Facultad de Derecho, con las
obras premiadas–, decidió viajar a París y allí llegó a tomar diez lecciones
con la prestigiosa Nadia Boulanger. Quería convertirse en compositor clásico,
pero el resultado de su periplo fue paradójico. La vieja maestra le recomendó
que se dedicara al tango.
La experiencia parisina resultó fundamental para el
nacimiento del segundo Piazzolla. Por un lado, grabó una serie de discos, para
los sellos Festival, Vogue y Barclay, donde por primera vez prescindió del molde
de la orquesta de tango (aun con agregados como el oboe, tal como había
sucedido en la grabación de “Dedé”, en 1951), colocando al bandoneón como
solista absoluto, junto a un piano y una orquesta de cuerdas. Y por otro,
porque el dueño de uno de los sellos para los que realizó estos registros,
Charles Delaunay, de Vogue, le hizo escuchar otros discos grabados por él,
entre ellos los que documentaban las actuaciones del cuarteto de Gerry Mulligan
en la Salle Pleyel, poco tiempo antes de que el bandoneonista llegara a París,
y el del sexteto de Oscar Pettiford. Una grabación que tuvo una influencia
notable en el octeto que Piazzolla crearía al volver a Buenos Aires. Allí había
un cello (tocado por Pettiford) y estaba, además, la guitarra eléctrica de Tal Farlow,
en un papel solista que resultaba sumamente novedoso. El regreso a la Argentina
nada tuvo que ver con aquel de Cobián a Bahía Blanca. El bandoneonista no
volvió vencido, a pesar de la decepción con Boulanger, sino lleno de ideas y
con la decisión para llevarlas a cabo. Creó el revolucionario Octeto Buenos
Aires, donde incluía otro bandoneón, tocado por Leopoldo Federico, dos violines
(el virtuoso Enrique Mario Francini y Hugo Baralis, quien había sido solista en
su Orquesta 1946-48), el piano de Atilio Stampone, el cello de José Bragato, la
guitarra eléctrica de Horacio Malvicino (reclutado en el Bop Club) y el
contrabajo de Hamlet Greco, luego reemplazado por Juan Vasallo, y con el que
grabó un disco de duración media para Allegro (Tango progresivo) y un LP para
Disc Jockey (Tango Moderno). Y, paralelamente, con la misma conformación de sus
discos parisinos, grabó cuatro temas para el sello TK (“Azabache”, “Negracha”,
“Sensiblero” y “Lo que vendrá”), dos para Odeón (“Vanguardista” y “Marrón y
azul”) y dos LP, Lo que vendrá, registrado en Montevideo para Antar-Telefunken,
y Tango en Hi-Fi, para Music-Hall. Allí el violín solista era el de Vardaro y
había temas notables como “Melancólico Buenos Aires” (en el segundo disco) y
“Tres minutos con la realidad”, uno de los experimentos más modernistas de
Piazzolla, que aparecía en ambos discos aunque en la versión montevideana tenía
percusión, lo que ponía más en evidencia su filiación bartokiana.
En 1958 llegó otro viaje. De nuevo Nueva York, donde
Piazzolla había vivido en su infancia, y el sueño de trabajar allí con un
proyecto del que después renegaría pero cuyos resultados estuvieron lejos de
tal escarnio. Además de algunos arreglos para grupos y cantantes latinos
(Fernando Lamas, José Duval, The Di Mara Sisters, Machito), el bandoneonista
creó por primera vez un quinteto (en rigor un sexteto, ya que a su instrumento,
vibráfono, guitarra eléctrica, piano y contrabajo, se agregaba percusión) en el
que mezclaba temas propios con versiones de clásicos del jazz. Más allá de las
congas, que en esa época eran vistas por cierto público fino –en el que se
contaba Piazzolla– cono signo suficiente de oprobio, en ese grupo se sumaba, al
manejo experto de los contracantos y al swing que siempre había tenido, una
nueva contención en la escritura. Y un sonido que, con la incorporación del
violín en lugar del vibráfono, caracterizaría a la creación más extraordinaria
y duradera. Ese quinteto que fundó al regresar a Buenos Aires y al que, con
algunos cambios de integrantes y a pesar de varias idas, siempre volvería.
En el comienzo se sucedieron tres violinistas, Symsa (Simón)
Bajour, Elvino Vardaro y Antonio Agri, que permaneció incluso hasta la primera
formación del grupo eléctrico de 1975-1977. A Malvicino lo sucedió Oscar López
Ruiz, que integró también el Noneto de 1972-1973 y la primera formación del
nuevo quinteto de fines de 1978. Durante el primer período se alternaron dos
pianistas, Jaime Gosis y Osvaldo Manzi, y el contrabajista fue Kicho Díaz, que
había tocado en la orquesta de Troilo. En 1964 hubo un breve octeto con flauta
y percusión, una formación a la que volvería en 1968, para la “operita” María
de Buenos Aires, que compuso junto a Ferrer, con quien también creó, un año
después, dos de sus piezas más exitosas, “Balada para un loco” y “Chiquilín de
Bachín”. Después del noneto, Piazzolla se mudó a Italia, donde comenzó a grabar
con un formato más cercano al jazz rock (el solo de órgano eléctrico en la
versión de “Adiós Nonino” incluida en Libertango, el de piano eléctrico en
“Whisky”, en la Suite Troileana). En esa época formó su grupo electrónico, que
hacia fines de la década abandonó para volver a su viejo amor, esta vez con
Fernando Suárez Paz (que había integrado la primera formación del Sexteto
Mayor) en violín, Pablo Ziegler en piano y Héctor Console en contrabajo. López
Ruiz fue el primer guitarrista y, en un movimiento simétrico al de los
comienzos, lo reemplazó Malvicino.
Luego llegó el sexteto, con cello en lugar del violín, el
agregado de otro bandoneón y un impensado Gerardo Gandini en piano. Sin dejar
ningún disco de estudio completado y con varios cambios de integrantes en
apenas un año de existencia, queda de este grupo, no obstante, un sonido espeso
y oscuro, nuevos arreglos de viejos temas, como “Buenos Aires Hora 0” y “Tres
minutos con la realidad”, y unos cuantos estrenos. Pero, dicen los que lo
conocían, Piazzolla no era el mismo. Había tenido un infarto de miocardio en
1973 y en 1988, antes de formar el sexteto, le habían realizado una operación
de cuádruple by pass. El 5 de agosto de 1990, en su casa de París, tuvo un
infarto cerebral. Lo trasladaron a Buenos Aires una semana después. Contaba su
hijo Daniel –que además había sido su músico, tocando el sintetizador a
mediados de los ’70–, que reaccionaba cuando escuchaba música y, durante los
dos años hasta su muerte, se ocupó de que siempre estuviera sonando la que él
prefería. “La muerte del ángel”, “Romance del diablo”, “Calambre”, “Tristezas
de un Doble A”, “Invierno porteño”, “Milonga del ángel”, “Revolucionario”,
“Soledad”, “Contemporáneo” y, claro, “Adiós Nonino” son apenas algunas obras
que transformaron para siempre el campo de la música artística de tradición
popular. Veinte años después, el Conservatorio Superior de Música de Buenos Aires
y el aeropuerto de Mar del Plata, su ciudad natal, llevan su nombre. Son muchas
más, sin embargo, las marcas de su música.
© Escrito por Diego
Fischerman y publicado por el Diario Página/12 de la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires el miércoles 4 de Julio de 2012.
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