Memorias desde un Congreso bajo sitio...
Cómo se vivió dentro del Congreso el estallido del 2001. Foto: Cedoc
Jorge Liotti, editor jefe de Política de PERFIL, era periodista acreditado en el Congreso cuando estallaron las protestas populares de hace una década. Fue testigo directo de escenas difíciles de creer en un país normal: legisladores espiando por las ventanas del palacio para ver si podían escabullirse, dirigentes experimentados desconcertados ante un protocolo inexistente y, en la calle, miles de ciudadanos enfurecidos, con la consigna de “políticos afuera”. El minuto a minuto previo a la renuncia de De la Rúa: “Lo mejor va a ser que te vayas”, le dijo el presidente del bloque radical.
“Huevón, ¿y ahora qué hacemos? ¿Vos cuándo venís a Buenos Aires? Ahora tenemos que hacernos cargo.” José Luis Gioja, entonces jefe de senadores peronistas, estaba desconcertado. Recorría celular en mano el Salón Azul del Congreso, tratando de dilucidar cómo actuar en esas horas críticas. Mucho más asustado parecía estar su interlocutor, Ramón Puerta, quien como presidente provisional del Senado debía asumir de urgencia la jefatura de Estado ante la renuncia de Fernando de la Rúa. Lo que era una habitual charla de amigos de bancada se había transformado en pocas horas en una conversación sobre el último hilo institucional del que colgaba el país. Entre los dos trataban de averiguar qué indicaba el protocolo mientras improvisaban una reunión de todo el PJ para tratar de resolver el problema más profundo: cómo frenar la desbordada protesta en las calles.
La crisis de 2001 fue la única ocasión en la que se pudo ver a los políticos genuinamente asustados. Los profesionales de la simulación esta vez temían de verdad que las hordas de ciudadanos enfurecidos los colgaran en la Plaza del Congreso sin siquiera sentir piedad. Nadie se hubiese arriesgado a defenderlos. Ni siquiera la Policía, que en esos días se aprestaba a encabezar una represión tan brutal que parecía más una amenaza que una garantía.
La noche anterior se había producido una escena simbólica en el segundo piso de la Cámara alta, donde está el sector del bloque peronista. La sala de reuniones estaba en penumbras. Las ventanas, todas cerradas, así como también las persianas de madera. Sólo una permanecía apenas entreabierta. Un puñado de legisladores, apiñados en un rincón, espiaba a través de ella la imagen que se podía ver del exterior: miles de personas gritando “que se vayan todos, que no quede ni uno solo”, mientras arrojaban piedras y botellas contra el palacio legislativo. Adentro había silencio y temor. No querían que los manifestantes descubrieran que detrás de esa ventana había senadores. Era una palabra prohibida desde que había estallado el escándalo de las coimas. “La gente está enojada de verdad”, atinó a describir lo obvio uno de los legisladores. La escena se prolongó varios minutos, no sólo por el estupor frente al cuadro que presenciaban, sino sencillamente porque no tenían manera de escapar de ese castillo de cristal.
Varios recordaban lo que había ocurrido pocas noches antes, al finalizar una de las maratónicas sesiones impuestas por el Fondo Monetario Internacional y su cara visible, Anne Krueger, para evitar una crisis inevitable. Cuando terminó el debate en el recinto, se encontraron con que la puerta principal del Senado, sobre Hipólito Yrigoyen, estaba cerrada y no podían salir. La policía les indicó que se dirigieran hacia una salida alternativa, sobre Combate de los Pozos. En un ancho pasillo contiguo, había unos 200 efectivos de seguridad con cascos y escudos. Allí se juntó personal administrativo, secretarios, senadores, periodistas, mozos del restaurante y técnicos de mantenimiento. Durante unos quince minutos estuvieron todos juntos, apretados, rodeados por la policía, a la espera del momento indicado para salir. Adentro había silencio, pero desde afuera se escuchaba, como una letanía, “que se vayan todos, que no quede ni uno solo”.
Repentinamente la policía empujó la puerta con fuerza y con los escudos trató de abrir paso. Todos los que estaban adentro salieron corriendo detrás de ella hacia la calle buscando perderse entre las oscuras calles y dispersarse para no ser identificados. Algunos aún recuerdan la imagen de Humberto Roggero, jefe de los diputados peronistas, y de Oscar Lamberto, un senador respetado por sus conocimientos de economía, corriendo hacia la calle Alsina, tratando de diluirse en el anonimato. Mientras resistía el embate policial, la gente enardecida insultaba a todos los que salían del Congreso, sin importar si se trataba de un ordenanza o de un ex presidente.
Días después, la protección policial no alcanzaría para eludir la sensación de vulnerabilidad que invadía a los políticos. Un grupo de manifestantes forzó la puerta principal del Congreso e ingresó rompiendo todo a su paso. Los legisladores sabían que eso era imposible de lograr sin la connivencia de alguien de adentro, que hubiera debilitado las trabas. La sensación de inseguridad se expandió aún más. Todos sabían los nombres de los posibles cómplices. Lo que no tenían en claro era a quién respondían. Había mucha desconfianza diseminada. No estaba claro qué fuerzas estaban lidiando sobre el caos social para quedarse con el poder.
En la planta baja. Eduardo Duhalde había ganado la elección a senador en la provincia de Buenos Aires sin mucho esfuerzo, a pesar de que su rival era Raúl Alfonsín. Había hecho una campaña austera, lejos de la parafernalia que había utilizado dos años antes para perder con De la Rúa. Llegó con bajo perfil al Senado, sin cargo ni honores. Pero había algo que llamaba la atención de varios. El salón de espera de su despacho estaba siempre atiborrado de gente.
Gobernadores, intendentes y militantes desfilaban por allí durante todo el día. Uno de los que bajaban habitualmente a la planta baja era Jorge Capitanich, a la postre jefe de Gabinete de Duhalde. “Es el pibe que vino por Chaco, es muy laburador”, lo presentaba Jorge Yoma, un viejo zorro de esos pasillos. Esa procesión incesante lucía incomprensible entonces. Sólo los acontecimientos posteriores le otorgaron sentido. Ahí se cocinó la transición. Ahí se tomaron las decisiones más importantes entre el 10 de diciembre, día en que Duhalde asumió como senador, y el 2 de enero, fecha en que juró como presidente.
En el peronismo todos hablaban con todos. Se encontraban ante la inédita situación de tener el poder servido en bandeja, pero sin haber resuelto el liderazgo interno. Toda la negociación se hizo en el Congreso, en una suerte de reunión en continuado durante todo el día. Duhalde, José Manuel de la Sota, Carlos Reutemann, Carlos Ruckauf, Néstor Kirchner, Ramón Puerta, Eduardo Camaño, Adolfo Rodríguez Saá, Rubén Marín, Humberto Roggero y Gioja eran actores decisivos.
Duhalde quería asumir, pero sólo si era para completar el mandato hasta 2003. Esta mirada generaba recelos entre los gobernadores grandes, que temían que el gran derrotado de dos años antes se transformara de pronto en el gran restaurador. Al mismo tiempo, no había nadie dispuesto a hacerse cargo por un par de meses sólo para guiar la transición, porque implicaba quemarse en el peor momento y dejarle servida la cena a otro. El único que aceptó fue Adolfo Rodríguez Saá. Fue un triunfo para los “federales”, que se oponían a los “bonaerenses”, aunque todo se daría vuelta en apenas una semana.
Otro ámbito agitado era el despacho de Carlos Maestro, quien presidía el bloque de la UCR. Cansado de dar explicaciones por un gobierno que sentía ajeno, el senador chubutense se había convertido en los últimos días de De la Rúa en un agudo vaticinador del apocalipsis. Los radicales acostumbraban reunirse en su oficina para intercambiar opiniones sobre cómo sería el final de De la Rúa. Hablaban con los peronistas para ver qué sabían. Alfonsín era el puente habitual, especialmente con Duhalde. Apenas José María García Arecha, histórico amigo del ex presidente, se mantenía convencido de que la crisis sería superada sin traumas.
El 20 de diciembre, poco después del mediodía, Maestro estaba reunido con todo el bloque radical y, como solía hacer, permitió el acceso de los periodistas. Había caras de circunspección y desazón.
La charla discurrió sin rumbo hasta que, casi con disimulo, Maestro tiró la bomba. Contó que acababa de hablar con De la Rúa para decirle que creía que no había nada más para hacer y que lo mejor para el país era que se fuera. Con cara de impotencia, anunció entonces que el presidente le dijo que renunciaría. Esa fue la primera noticia oficial de que el ciclo se había terminado. A los pocos minutos llegó la confirmación de Gobierno.
© Escrito por Jorge Liotti y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el sábado 3 de Diciembre de 2011.
Un país que estalló en mil pedazos...
Un análiis sobre el estallido de 19 y 20 de diciembre de 2001. Foto Cedoc
Un análisis sociológico de las causas que llevaron al estallido del 19 y 20 de diciembre de 2001 y a la pesadilla de los meses siguientes. La Argentina de clase media integrada, clase trabajadora protegida por organizaciones y leyes, pobreza acotada y movilidad social ascendente hacía años que estaba en gradual disolución, pero la crisis de 2001 concluyó ese proceso como un terremoto.
Tomada. Una Buenos Aires apocalíptica tras el estallido del 19 y 20 de diciembre se acostumbró, lentamente, a convivir con el piquete como forma de protesta cotidiana, que sobrevivió a los momentos más duros de la crisis. Foro: Cedoc
La sintética expresión la expuso un taxista, hace pocos días, hablando de aquel fatídico final de año de 2001: “Fue un diciembre muy raro. Ya habían puesto el corralito, después renunció De la Rúa, recuerdo el día en que Racing salió campeón; se venía algo muy feo”.
Hay distintas versiones de la cadena de causas y efectos que desembocaron en el desastre (yo he expuesto la mía en distintas publicaciones) y en todas entran dos eslabones decisivos: los cacerolazos y los piquetes, confiscación de depósitos en los bancos y pobreza de quienes no tenían nada que depositar, la protesta de la clase media y la de los de abajo. Dos sectores sociales que tienen habitualmente pocos vínculos directos –excepto el servicio doméstico, que la clase media suele contratar y la clase baja provee– convergieron, sin proponérselo, para ayudar a precipitar la caída de un gobierno y profundizar una de las crisis políticas más agudas de nuestra historia. Rápidamente, el sector político fue acomodándose a las circunstancias; pocos lloraron sobre la sangre derramada y la vida institucional del país logró enderezarse pero uno de los saldos que dejó la crisis fue la pérdida de confianza de la sociedad en sus dirigentes y sus organizaciones políticas.
Una crisis devastadora. Lo que se veía venir ya estaba allí. Fue una crisis total de la economía. El impacto sobre el sistema productivo fue dramático; el impacto social, devastador: niveles de desempleo abismales, gente modesta convertida en pobre, gente pobre convertida en hambrienta, la economía de millones de hogares destruida. La sociedad en la que la Argentina sabía reconocerse, una sociedad de clase media integrada, clase trabajadora protegida por organizaciones y leyes, pobreza acotada, movilidad social ascendente, hacía años que estaba en gradual disolución, pero la crisis de 2001 concluyó ese proceso como un terremoto. También se hicieron añicos los sueños que aún podían quedar en pie de una Argentina que veinte años antes había abrazado la democratización del país como un camino a la inserción en el mundo moderno y de una política económica de la que se esperaba que sentase las bases de un salto competitivo que también modernizaría el país. La crisis no dejó nada en pie, ni en el plano de las estructuras ni en el de las expectativas; sólo un sistema político desprestigiado, en el que la sociedad ya no confiaba pero en el que, finalmente, depositó los restos de legitimidad que aún podía conferir para salir adelante.
A aquel diciembre “rarísimo” le siguieron dos meses de pesadilla. Después, la indignación de caceroleros y piqueteros fue cediendo lugar al sentido adaptativo del argentino. No había poder adquisitivo y apareció y creció rápidamente el mercado del trueque. No había canales de participación política y surgieron asambleas y foros barriales. Los sindicatos no se ocupaban de los pobres y aparecieron los piqueteros. Y la economía, lentamente, se fue recomponiendo, tras una masiva devaluación del salario real y la desesperación de millones de personas sin trabajo dispuestas a hacer algo por monedas. Los cartoneros fueron otro legado de la crisis que llegó para quedarse.
Hay un indicador cuantitativo muy expresivo para trazar la ruta de las bajas y subas de la economía argentina: el salario real del servicio doméstico. En los primeros meses de 2002, el salario real de una empleada doméstica en la Ciudad de Buenos Aires estaba en un punto histórico bajísimo, en el orden de unos cien dólares mensuales; pocos meses antes llegaba, en las capas más pudientes de la clase media alta, a niveles que podían medirse en cifras cercanas a los cuatro dígitos en dólares.
El bendito dólar. El dólar, claro, era una medida, y la mayor señal del desastre se llamó “pesificación asimétrica”. Todo el mundo, en la Argentina, mide los bienes relevantes de su vida en dólares. Todo el mundo sabe cuánto gana y cuánto le cuestan, en dolares, las cosas que aspira a comprar. Algunos colegas que viven analizando una realidad que construyen en su imaginación, cuando hablan de los pobres y creen que todavía se aplica aquella ironía de Perón “¿quién ha visto un dólar en su vida?”, deberían registrar, por lo menos, que los pobres que vienen de países limítrofes necesitan dólares para alimentar a sus familias, que para eso vienen a la Argentina. La “pesificación asimétrica” fue el símbolo más elocuente de la destrucción de valor (y también fue, de paso, la confirmación, como si alguna hiciese falta, de que en la Argentina lo sensato es estar cubierto en dólares, no para hacer grandes negocios o sostener un nivel de vida millonario sino para vivir como cualquier persona normal de clase media aspira a vivir. En 2001 se salvaron, hasta cierto punto, los que no quedaron atrapados en el corralito.
Y la Argentina salió de la crisis. La estabilidad del peso fue un aspecto central de la política de Kirchner, acompañada de la creación de empleo y la mejora del salario real de los que tienen trabajo. Eso llevó a la valorización de la propiedad de quienes tienen propiedades y a tornar accesibles los bienes que aspiraban a comprar los que pueden comprar algo, incluyendo la comida de cada día. Tipo de cambio estable, nivel de ocupación creciente, salarios en alza: parece una fórmula explosiva, pero fue la fórmula exitosa que aplicó el kirchnerismo y que la sociedad avaló decididamente –y que, contra muchos pronósticos agoreros, no explotó.
Las reservas productivas de la Argentina. ¿Cómo pudo salirse de la crisis en forma tan lineal y verdaderamente rápida? Desde luego, existieron factores externos favorables, muy favorables. Esos factores inciden directamente en la recuperación de la economía siempre y cuando existan sectores productivos en condiciones de aprovecharlos. En la Argentina ese sector es el agro. El ciclo mundial favorable se traduce en un boom en la Argentina porque los productores agroindustriales están preparados para altos niveles de productividad. La competitividad del sector agroindustrial argentino, su disposición a invertir y a mejorar sus prácticas productivas son una bendición para toda la sociedad, no sólo para los productores, y la sociedad lo bendice, como bien se vio cuando el Gobierno nacional decidió, incomprensiblemente, definir a ese sector como su enemigo.
Pero en la salida de la crisis hubo mucho más que el precio de la soja. El agro genera divisas pero no es un gran creador de empleo. El empleo se recuperó por dos factores decisivos que el Gobierno supo manejar adecuadamente reforzando incentivos tanto por el lado de la oferta como por el de la demanda: uno, la dotación de capital físico acumulada en la década anterior –que la crisis había tornado en buena medida ocioso–; otro, la industriosidad del argentino medio. Ese argentino medio es un animal político que protesta mucho y participa poco –y, agreguemos, que a pesar de eso vota con convicción cada vez que es convocado a votar– y es económicamente un animal trabajador e ingenioso. Injusto el estereotipo frecuente que define a ese argentino medio como haragán; la verdad es que trabaja más horas por semanas que el europeo medio que hoy se encuentra sin trabajo y tan indignado como puede estar frecuentemente el argentino. El empresario pyme medio, el trabajador medio, y desde luego las empresas grandes, hicieron cada uno lo suyo para sacar a la Argentina de la crisis, sabiendo ver dónde estaban las oportunidades y respondiendo a ellas con más espíritu productivo que especulativo –contra lo que también los estereotipos suelen proponer.
… y la protesta. La Argentina salió de la crisis, creció en un ciclo largo a tasas “chinas” (chinas en el mundo de hoy, desde luego. Imaginemos si Perón hubiese querido crecer a tasas chinas en su tiempo); y la gente siguió protestando. Piqueteros que se arrogan la representación de los pobres, sindicalistas de las más variadas actividades, desde docentes que ganan poco hasta petroleros que ganan bien pero aspiran a más, productores agropecuarios, vecinos de Gualeguaychú, vecinos de proyectos mineros en los Andes, vecinos de una avenida a la que se le cambia la dirección del tránsito, estudiantes, maestros… todos protestan ocasionalmente. Porque no encuentran otros canales de participación, no hay otro eco a su voz que el que surge de la protesta en la vía pública o el voto cada dos años.
La crisis de 2001 dejó instalada la lógica de la protesta como una forma de hacer política sin necesidad de estar “politizado”, sin tener nada que ver con organizaciones o grupos políticos. El mercado del trueque duró poco, lo que duró la crisis en su fase álgida. Las asambleas barriales duraron poquísimo, se agotaron en sí mismas por inefectivas y por carecer de pautas previsibles para quienes tomaban parte. El concepto de la protesta, la semilla de la indignación siempre proclive a germinar, perduró.
Las recientes elecciones presidenciales han demostrado varias cosas: una de ellas, que un ciclo de crecimiento económico rinde buenos dividendos políticos, el crecimiento es un bien colectivo que debe ser cuidado por los gobernantes y valorado por los opositores; también, que otro de esos sueños que algunos todavía cultivamos, el del resurgimiento de partidos políticos participativos y representativos, está muy lejos de hacerse realidad; y otra, que gran parte de la sociedad sigue sintiéndose no representada, más allá de a quién haya votado.Por eso, es posible que la protesta sea el legado de la crisis de 2001 que continúe teniendo un lugar entre nosotros, que siga siendo una herramienta disponible para muchos argentinos que no encuentran a su disposición otros medios para hacer oír su voz en el espacio público.
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