jueves, 8 de diciembre de 2011

Narciso Ibañez Menta... De Alguna Manera...

El niño que fumaba en escena...

Narciso Ibañez Menta. En su imagen definitiva, la del terror televisivo.

Un gran trabajo de investigación guarda un libro sobre la infancia de Narciso Ibáñez Menta, cuando se lo conocía como "Narcisín": sus actuaciones ya eran furor.

Hay un personaje de culto envuelto en el mismo paquete que Vincent Price y Pepe Biondi; el discípulo escondido de Lon Chaney, el creador de máscaras, el de la voz espectral, el que ganó admiradores por ser el único en tomarse en serio el terror televisivo: ese Narciso Ibáñez Menta no será invocado esta vez y su espíritu podrá descansar en paz. Hay otro, en cambio, no ignorado, pero sí poco difundido, el del actor y director de teatro; el que trajo a la Argentina en 1950, a un año de su estreno, La muerte de un viajante , de Arthur Miller; el que dirigió y compartió cartel con un joven llamado Alfredo Alcón, en Las manos sucias , de Jean Paul Sartre, en 1956; el que se fue amargado del país, en 1963, cuando un boicot en el Teatro San Martín le impidió estrenar Ricardo III , inoculándole una gran frustración de su carrera.

Pero hay, por lo menos, uno más; uno al que llamaban “Narcisín”, un niño prodigio que apareció en el primer número de Billiken, que fumaba en el escenario y tenía autores que escribían para él; sobre ese del que nada se sabe, hay un libro que lo dice todo: Narciso Ibañez Menta: esencialmente, un hombre de teatro. Volumen 1: De “niño Ibáñez” a “pibe Narcisín” . “Busco el detalle no para que se note, sino para que no moleste su falta”: señalado como un perfeccionista obsesivo, ni imaginaba que cuarenta años después sería el protagonista de una biografía tan exhaustiva en precisiones como la realizada por Graciela Beatriz Restelli, investigadora del Instituto Nacional de Musicología Carlos Vega, estudiante de teatro y admiradora desde la adolescencia de Ibáñez Menta.

Desde 1969 la chica acumulaba cualquier recorte, nota o fotografía donde apareciera ese señor culpable de que los adultos repitieran en plan chistoso “¿queda alguien en los camarines?”, olvidado guiño de aquel récord de audiencia del 9, El fantasma de la ópera , en 1960. Ella dice que fue una casualidad la que la condujo hasta él: a través de la amiga de una amiga de la escuela secundaria comenzó el envío de cartas, al que siguieron llamados telefónicos y una fluida comunicación con esa ignota admiradora. “En persona, por primera vez, lo vi el 25 de agosto de 1992, en el programa de Mirtha Legrand cuando le festejaron los 80 años y me presentó como su biógrafa. ‘Nadie sabe tanto de mí como tú’. ‘Me conoces desde que nací’. ‘Tienes que ser mi biógrafa oficial’, siempre me decía. Y su mujer me invitó a la casa, en Madrid, cuando se puso ya muy enfermo.

Fue cuando murió, en 2004, que me dije que tenía que hacer algo con todo eso.” Y lo que hizo Restelli fue sumar nuevas fuentes a su tesoro de documentos: un minucioso rastrillaje día a día de carteleras, críticas, crónicas y programas de mano, tarjetas de invitación, caricaturas, cartas, libretas de anotaciones y una enorme cantidad de fotografías, sin exagerar, increíbles. A todo ese monstruo de papeles y recuerdos lo ordenó en seis etapas de las cuales, sólo las dos primeras, integran el volumen 1 de 579 páginas. La primera, de 1912 a 1923, se remonta hasta sus padres, Narciso Ibáñez y Consuelo Menta, artistas de una compañía de zarzuela, opereta y verso. Debutó a los tres años y para diferenciarlo del padre, un empresario lo bautizó “Narcisín”; en 1919, en la misma semana en que cumplía siete años, Buenos Aires lo vio actuar, cantar y bailar en el entonces teatro de la Comedia en la obra Los granujas , a la que siguieron El príncipe Cañamón, El pibe del corralón y La ilusión de un canillita , de Carlos Romeo.

“El recuerdo de esa época no era grato para él”, cuenta Restelli. “Era una tortura para un chico. Desde la una de la tarde hasta la una de la mañana, con hasta cinco y seis funciones diarias. Era el ‘fenómeno Narcisín’, querido por la elite y por los sectores populares.” La segunda etapa va de 1923 a 1930: la familia vuelve a España y sale de gira por Cuba y México hasta llegar al Centro asturiano de Tampa, en Florida, y a los teatros hispanos de la periferia de Nueva York. En esa ciudad, el adolescente se deslumbrará con el Drácula de Bela Lugosi, en el teatro Fulton. La adultez y otro teatro lo esperaban cuando en 1933 regresó a la Argentina. Pero esa historia formará parte del segundo volumen que Restelli está escribiendo junto a Darío Lavia y que ambos sueñan con publicar el año próximo, para el centenario del artista.

© Escrito por Leni González y publicado por la Revista Ñ de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el martes 7 de Diciembre de 2011.

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