El Odio...
Sí, el tema de estas líneas es el odio. Planteado
así, de manera tan seca y contundente, quizás y ante todo deba reconocerse que
es más propio de cientistas sociales que de un simple periodista u opinólogo.
Pero, precisamente porque uno es esto último, registra que su razonamiento
respecto del clima político y social de la Argentina desemboca en algo que ya
excede a la mera observación periodística.
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Escrito por Eduardo Aliverti y publicado en el Diario Página/12 de la Ciudad
Autónoma de Buenos Aires el lunes 22 de Febrero de 2010.
Hay
–es probable– una única cosa con la que muy difícilmente no nos pongamos todos
de acuerdo, si se parte de una básica honestidad intelectual. Con cuantos
méritos y deficiencias quieran reconocérsele e imputarle, desde 2003 el
kirchnerismo reintrodujo el valor de la política, como ámbito en el que decidir
la economía y como herramienta para poner en discusión los dogmas impuestos por
el neoliberalismo. Ambos dispositivos habían desaparecido casi desde el mismo
comienzo del menemismo, continuaron evaporados durante la gestión de la Alianza
y, obviamente, el interregno del Padrino no estaba en actitud ni aptitud para
alterarlos.
Fueron
trece años o más (si se toman los últimos del gobierno de Alfonsín, cuando
quedó al arbitrio de las “fuerzas del mercado”) de un vaciamiento político
portentoso. El país fue rematado bajo las leyes del Consenso de Washington y la
rata, con una audacia que es menester admitirle, se limitó a aplicar el
ordenamiento que, por cierto, estaba en línea con la corriente mundial.
También
de la mano con algunos aires de cambio en ese estándar, y así se concediera que
no quedaba otra chance tras la devastación, la etapa arrancada hace siete años
volvió a familiarizarnos con algunos de los significados que se creían
prehistóricos: intervención del Estado en la economía a efectos de ciertas
reparaciones sociales; apuesta al mercado interno como motor o batería de los
negocios; reactivación industrial; firmeza en las relaciones con varios de los
núcleos duros del establishment. Y a esa suma hay que agregar algo a lo cual,
como adelanto de alguna hipótesis, parecería que debe dársele una relevancia
enorme.
Son
las acciones y gestos en el escenario definido como estrictamente político,
desde un lugar de recategorización simbólica: impulso de los juicios a los
genocidas; transformación de la Corte Suprema; enfriamiento subrayado con la
cúpula de la Iglesia Católica; Madres y Abuelas resaltadas como orgullo
nacional y entrando a la Casa Rosada antes que los CEO de las multinacionales;
militancia de los ’70 en posiciones de poder.
En
definitiva, y –para ampliar– aun cuando se otorgara que este bagaje provino de
circunstancias de época, sobreactuaciones, conciencia culposa o cuanto quisiera
argüirse para restarles cualidades a sus ejecutores, nadie, con sinceridad,
puede refutar que se trató de un “reingreso” de la política. Las grandes
patronales de la economía ya no eran lo único habilitado para decir y mandar.
Hasta
acá llegamos. Adelante de esta coincidencia que a derecha e izquierda podría
presumirse generalizada, no hay ninguna otra. Se pudre todo. Pero se pudre de
dos formas diferentes. Una que podría considerarse “natural”. Y otra que es el
motivo de nuestros desvelos. O bien, de una ratificación que no quisiéramos
encontrar.
La
primera nace en el entendimiento de la política como un espacio de disputa de
intereses y necesidades de clase y sector. Por lo tanto, es un terreno de
conflicto permanente, que ondula entre la crispación y la tranquilidad relativa
según sean el volumen y la calidad de los actores que forcejean.
Este
Gobierno, está claro, afectó algunos intereses muy importantes. Seguramente
menos que los aspirables desde una perspectiva de izquierda clásica, pero eso
no invalida lo anterior. Tres de esos enfrentamientos en particular, debido al
tamaño de los bandos conmovidos, representan un quiebre fatal en el modo con
que la clase dominante visualiza al oficialismo.
Las
retenciones agropecuarias, la reestatización del sistema jubilatorio y la ley
de medios audiovisuales. Ese combo aunó la furia. Una mano en el bolsillo del
“campo”; otra en uno de los negociados públicos más espeluznantes que
sobrevivían de los ’90, y otra en el del grupo comunicacional más grande del
país, con el bonus track de haberle quitado la televisación del fútbol. De
vuelta: no vienen al caso las motivaciones que el kirchnerismo tenga o haya
tenido y no por no ser apasionante y hasta necesario discutirlas, sino porque no
son aquí el objeto de estudio. Es irrebatible que ese trío de medidas –y
algunas acompañantes– desató sobre el Gobierno el ataque más fanático de que se
tenga memoria.
Hay
que retroceder hasta el segundo mandato de Perón, o al de Illía, para encontrar
–tal vez– algo semejante. Potenciados por el papel aplastante que adquirieron,
los medios de comunicación son un vehículo primordial de esa ira. El firmante
confiesa que sólo la obligación profesional lo mueve a continuar prestando
atención puntillosa a la mayoría de los diarios, programas radiofónicos,
noticieros televisivos.
No
es ya una cuestión de intolerancia ideológica sino de repugnancia,
literalmente, por la impudicia con que se tergiversa la información, con que se
inventa, con que se apela a cualquier recurso, con que se bastardea a la
actividad periodística hasta el punto de sentir vergüenza ajena. Todo abonado,
claro está, por el hecho de que uno pertenece a este ambiente hace ya muchos
años, y entonces conoce los bueyes y no puede creer, no quiere creer, que
caigan tan bajo colegas que hasta ayer nomás abrevaban en el ideario de la
rigurosidad profesional.
Ni
siquiera hablamos de que eran progresistas. La semana pasada se pudo leer que
los K son susceptibles de ser comparados con Galtieri. Se pudo escuchar que hay
olor a 2001. Hay un límite, carajo, para seguir afirmando lo que el interés del
medio requiere. Gente de renombre, además, que no se va a quedar sin trabajo.
Gente –no toda, desde ya– de la que uno sabe que no piensa políticamente lo que
está diciendo, a menos que haya mentido toda su vida.
Sin
embargo, más allá de estas disquisiciones, todavía estamos en el campo de
batalla “natural” de la lucha política; es decir, aquel en el que la
profundidad o percepción de unas medidas gubernamentales, y del tono
oficialista en general, dividieron las aguas con virulencia. Son colisiones con
saña entre factores de poder, los grandes medios forman parte implícita de la
oposición (como alternativamente ocurre en casi todo el mundo) y no habría de qué
asombrarse ni temer.
Pero
las cosas se complican cuando nos salimos de la esfera de esos tanques
chocadores, y pasamos a lo que el convencionalismo denomina “la gente” común. Y
específicamente la clase media, no sólo de Buenos Aires, cuyas vastas porciones
–junto con muchas populares del conurbano bonaerense– fueron las que el 28-J
produjeron la derrota electoral del kirchnerismo. ¿Hay sincronía entre la
situación económica de los sectores medios y su bronca ya pareciera que
crónica?
Por
fuera de la escalada inflacionaria de las últimas semanas, tanto en el
repaso del total de la gestión como de la coyuntura, los números dan a favor.
En cotejo con lo que ocurría en 2003, cuando calculado en ingresos de bolsillo
pasó a ser pobre el 50 por ciento del país, o con las marquesinas de esta
temporada veraniega, en la que se batieron todos los records de movimiento
turístico y consumo, suena inconcebible que el grueso de la clase media pueda
decir que está peor o que le va decididamente mal. Pero eso sería lo que en
buena medida expresaron las urnas, y lo que en forma monotemática señalan los
medios.
Veamos
las graduaciones con que se manifiesta ese disconformismo. Porque podría
conferirse la licencia de que, justamente por ir mejor las cosas en lo
económico, la “gente” se permite atender otros aspectos en los que el
oficialismo queda muy mal parado, o apto para las acusaciones. Ya se sabe:
autoritarismo, sospechas de corrupción, desprecio por el consenso, ausencia de
vocación federalista, capitalismo de amigotes y tanto más por el estilo.
Nada
distinto, sin ir más lejos, a lo que recién sobre su final se le endilgó a
Menem y su harén de mafiosos. ¿Qué habrá sucedido para que, de aquel tiempo a
hoy, y a escalas tan similares de bonanza económica real o presunta, éstos sean
el Gobierno montonero, la puta guerrillera, la grasa que se enchastra de
maquillaje, los blogs rebosantes de felicidad por la carótida de Kirchner, los
ladrones de Santa Cruz, la degenerada que usa carteras de 5 mil dólares, la
instalación mediática de que no llegan al 2011, el olor al 2001, el uso del
avión presidencial para viajes particulares? ¿Cómo es que la avispa de uno
sirvió para que se cagaran todos de la risa y las cirugías de la otra son el
símbolo de a qué se dedica esta yegua mientras el campo se nos muere? ¿Cómo es
que cuando perpetraron el desfalco de la jubilación privada nos habíamos
alineado con la modernidad, y cuando se volvió al Estado es para que estos
chorros sigan comprándose El Calafate? Pero sobre todo, ¿cómo es que todo eso
lo dice tanta gente a la que en plata le va mejor?
Uno
sospecharía principalmente de los medios. De sus maniobras. De que es un
escenario que montan. Pues no. Por mucho que haya de eso, de lo que en verdad
sospecha es de que el odio generado en las clases altas, por la afectación de
algunos de sus símbolos intocables, ha reinstalado entre la media el temor de
que todo se vaya al diablo y pueda perder algunas de las parcelas pequebú que
se le terminaron yendo irremediablemente ahí, al diablo, cada vez que
gobernaron los tipos a los que les hace el coro.
Debería
ser increíble, pero más de 50 años después parece que volvió el “Viva el
Cáncer” con que los antepasados de estos miserables festejaron la muerte de
Eva.
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