viernes, 13 de junio de 2008

Antártida, La vie en blanc…

Claudio Parica, enfundado como se debe. “Me acuerdo de que las botas de antes eran de lona y cuando las ponía a secar se despegaban todas. Un desastre”.

CLAUDIO PARICA, GEÓLOGO, EL ARGENTINO QUE MEJOR CONOCE LA ANTÁRTIDA

Es investigador, viajó por primera vez en 1985 y sobrevivió en una base fantasma comiendo alimentos que habían permanecido congelados durante veinte años. Desde entonces pasa cuatro meses anuales en carpa en lugares que nadie pisó, a 70 kilómetros del asentamiento más cercano, hasta con 30 grados bajo cero. Su visión sobre las alarmas que parten del continente blanco y un peligro real: el efecto de la visita de 30 mil turistas anuales, un poco pesados.

“Yo siento el mismo frío que vos, eh, no soy un héroe.” Los diez grados de Buenos Aires obligan a Claudio Parica a meter las manos en los bolsillos de su campera y a buscar algún bar para pedir un café con leche. Parece que veinte temporadas en la Antártida, muchas de ellas en carpa, no lo inmunizaron contra el invierno porteño. Si hace frío, Claudio se muere de frío.

De hecho, la primera vez que fue a la Antártida, en 1985, pasó cinco días sin dormir, a punto de congelación. Tenía 30 años, se había recibido de geólogo y formaba parte de un grupo de estudio integrado por salteños, españoles y un italiano que se lanzaba a hacer tareas científicas en el continente blanco. Se llamaban “Vulcantar”.

La idea era alojarse en la isla Decepción –una porción de tierra con forma de herradura y 13 km de diámetro en la zona de las Shetland– pero la base, que se suponía iba a servir como refugio, había sido abandonada en 1967 a causa de una erupción volcánica. Al llegar, se encontraron con la escena perfecta de una película de cine catástrofe: el hielo se había adueñado del edificio. Así que los científicos con fantasías de hacer grandes descubrimientos en ese territorio inexplorado, en principio le dieron al pico, a la pala y al hacha con todas sus fuerzas sólo para poder despejar la puerta.

Cuando Claudio logró entrar, sintió en el cuerpo el tiempo congelado. No era una metáfora: en las alacenas todavía había paquetes de azúcar cubana de 1959, mermeladas de la misma época y paquetes de harina de principios de los sesenta. Entonces pensó lo que habría pensado cualquiera que de pronto se encontrase en un lugar abandonado, en medio de un continente prácticamente deshabitado y con un grupo de compañeros que no pueden frenar el castañeo de sus dientes: “¿Qué hago acá?”.

–Nada alcanzaba para abrigarnos, las tres estufitas no daban abasto. Y eso que en verano esa zona es benigna. Pero mientras afuera hacía cinco grados, adentro, hacía dos.

Tampoco la indumentaria ayudaba. Pasarían varios años hasta que se inventara la tela goretek: en esos tiempos había que arreglarse con calzoncillos largos de algodón, suéteres abrigados y anoraks de lona que absorbían cada gota de nieve. “Me acuerdo de que las botas también eran de lona y cuando las ponía a secar se despegaban todas, un desastre.”

De a poco acondicionaron la base: recuperaron la cocina económica –que al principio funcionaba con el carbón mineral y la leña que habían dejado aquellos habitantes fantasma– y, confiados en las propiedades climáticas del lugar, también usaron el azúcar cubana y la mermelada (“estaba riquísima”) y se abandonaron a un viaje gastronómico por el tiempo.

–A partir de ese día aprendí a comer primero y a fijarme en la fecha de vencimiento después.

Para Claudio Parica, vivir en la Antártida implica dormir en carpa cuatro meses seguidos, en lugares que nunca nadie pisó antes, a 70 kilómetros de la base más cercana. Hay temperaturas de hasta 30 grados bajo cero y vientos de 140 kilómetros por hora.

FRESCO PA’ CHOMBA, PERO RELAJANTE.

A partir de esa primera experiencia, Claudio seguiría yendo cada año como investigador del Conicet y jefe de proyectos de estudios geológicos: cuatro meses en la Antártida, el resto en la ciudad, alternando la investigación con la docencia. Como lo hace en estos días, en los que dicta el curso de posgrado sobre Geología del Sector Antártico Argentino, en la Universidad de San Martín. Y reconoce que, un poco, extraña: “Es que allá te desestresás por completo, te sentís con más plenitud para hacer las cosas, pensás mucho mejor porque no tenés presiones”.

Extraña a la Antártida, aunque vivir allá implique dormir en carpa cuatro meses seguidos, en lugares que nunca nadie pisó antes, a 70 kilómetros de la base más cercana. Y soportar temperaturas de hasta 30 grados bajo cero, o temporales con vientos de 140 kilómetros por hora, rogando que nada se vuele, mientras el tiempo pasa con algún juego de cartas, alguna película en la notebook (“con el volumen al máximo, porque por el viento no se oye nada”) y conversaciones por radio con la familia, con otros compañeros, en las que se repiten frases del tipo “Acá hay un temporal de la gran siete. ¿Ustedes andan bien por allá?”.

Con el tiempo incorporaron algunos lujos. “En general cada uno tiene su carpa y su catre porque si no al quinto día nadie soporta las medias sucias del otro: mi premisa es que para trabajar bien, hay que estar cómodo. En el último tiempo incluso incorporamos un termotanque eléctrico para la ducha.”

Si bien él lo cuenta como cualquiera hablaría de su vida diaria, también están los momentos en los que la hostilidad del lugar deja en claro por qué la Antártida no tiene ningún interés para los buitres de bienes raíces: lo que en la ciudad es una simple anécdota, allí puede convertirse en una situación límite. Así fue como alguna vez Claudio debió convertirse en cirujano de guerra y puso en práctica sus conocimientos de primeros auxilios, aprendidos en sus años de bañero de club.

–Una vez un búlgaro, que había venido a trabajar con nosotros, se lastimó el brazo. El hombre no era muy afecto a bañarse. Se le infectó, no le avisó a nadie y cuando le vimos el brazo, tenía una terrible inflamación. Estábamos en medio de la nada así que hice de tripas corazón, lo abrí con un bisturí, le limpié la infección, y volví a hacer lo mismo al día siguiente. La verdad, en ningún momento me tembló el pulso. Me acuerdo que se llamaba Christo.

Así, con algún que otro sobresalto, la vida de Claudio y sus compañeros suele transcurrir entre el estudio de las rocas, del comportamiento de los volcanes, de la temperatura del agua. Cuestiones que se pueden enumerar así, con sencillez, pero que de explicarlas exigirían un curso de geología para principiantes. De hecho, Claudio menciona isótopos, vidrios no cristalizados y demás cuestiones, y explica que sus investigaciones abarcan dos líneas: la geológica, que ahonda en la geoquímica, la geocronología y en ciertos casos en la paleontobotánica; y la del análisis ambiental, a través del uso de técnicas isotópicas (similares a las del Carbono 14 pero con un mayor alcance en el tiempo).

Enseguida mira y sabe que del otro lado eso que acaba de explicar suena a chino básico y prefiere contar de los restos fósiles de dinosaurios –similares a los de la Patagonia– que se encuentran a menudo y que cuyos hallazgos muy pocas veces se publican en la prensa (“por culpa nuestra, que no lo difundimos”).

También rememora aquella vez en la que dieron con una cueva en la que se refugiaban los famosos foqueros del Río de la Plata que aparecían en Buenos Aires con pieles de focas sin decir de dónde las traían, aquellos que llegaron a la Antártida en 1817, unos años antes de su descubrimiento oficial.

–En la isla Livingston, durante la campaña de 1995, encontramos los primeros asentamientos de estos grupos: había pipas, zapatos, ropa, herramientas, marmitas y construcciones primitivas hechas con piedras y cuero. Sin duda el dinero tiene cara de hereje porque las condiciones de vida eran muy precarias. Pero lo cierto es que venían una o dos temporadas, diezmaban la población, hacían masacres, y después volvían a los 10 años. En Buenos Aires aparecían registros de 50 mil cueros de focas que todos creían que venían de la Patagonia. Pero en realidad eran de la Antártida.

Fuer
on depredadores y no aventureros, entonces, los primeros que pisaron el continente blanco. Y pasarían varios años hasta que la Antártida se declarara continente de paz. “En la Argentina, el paradigma de soberanía por conocimiento tuvo su mayor impulso a partir de los 80 con la gestión de Carlos Rinaldi, el primer civil a cargo del Instituto Antártico. Se dejó de lado la ocupación meramente militar y se hizo hincapié en la necesidad de conocer y de investigar, que es lo que se hace hoy. Por eso es importante desarrollar investigaciones en la Antártida: si la soberanía se funda en el conocimiento, el que no conoce es un mero inquilino”, dice Claudio.

Mientras el Tratado Antártico y el Protocolo de Madrid sigan vigentes, este preciado territorio no corre riesgo. “Esas notas alarmistas de que la Antártida está en la mira son sólo especulaciones para ver cómo caen en la comunidad global”, asegura Parica.

EL ÚLTIMO CONTINENTE.

Si bien se dice que el marino James Cook dedujo la existencia de la Antártida en 1773, fue el inglés William Smith uno de los primeros en avistar este territorio –en rigor, la isla Livingston en las Shetland del Sur– en 1819. Smith era foquero, al igual que Nathaniel Palmer, un estadounidense que reclamó su título de descubridor para esa época. También está documentado que Fabian von Bellingshausen, un capitán alemán al servicio del zar de Rusia, y Edward Bransfield, de la armada británica, llegaron a la zona en forma casi simultánea. Esto significa que no existe el Colón de la Antártida: los honores son compartidos.

Luego se sucederían, durante años, los aventureros, militares, estudiosos y foqueros de diversos países dispuestos a avanzar cada vez más al sur. Y con ellos, los reclamos de soberanía sobre la tierra Antártica: Inglaterra, obviamente, fue la primera en hacerlo en 1908, seguida por Nueva Zelanda y Francia. Unos años antes, en 1904, la Argentina ya había comprado una estación meteorológica instalada por un escocés, que se convertiría en la base Orcadas, reconocida como la primera ocupación permanente en el territorio. Chile también había hecho lo suyo en la misma zona: en 1906 autorizó la explotación industrial, agrícola y pesquera y les encomendó a dos chilenos el resguardo de los intereses soberanos.

Los reclamos de soberanía entre estos tres países seguirían hasta mediados del siglo XX. Entre 1957 y 1958, unos 30 mil científicos y técnicos de 66 países cooperaron en una serie de estudios sobre el planeta. Se lo llamó el Año Geofísico Internacional y dio origen a la idea de destinar un territorio internacional para el conocimiento. El 1 de diciembre de 1959 se firmó el Tratado Antártico, por el cual las naciones intervinientes –Argentina, Australia, Bélgica, Chile, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Irlanda del Norte, Japón Noruega, Nueva Zelanda, Rusia y la actual República Sudafricana– se comprometían a conservar a la Antártida como continente de paz, destinado a la investigación y la protección del medio ambiente. Además, quedaron suspendidos todos los reclamos de soberanía. Finalmente en 1991, en Madrid, se amplió la protección al medio ambiente y se prohibió la explotación de recursos minerales.

Por el momento, los problemas de soberanía no pueden discutirse, por más de que Inglaterra cada tanto agite algún reclamo y de que el territorio argentino no cuente con el reconocimiento de la comunidad mundial. Tampoco está en cuestión la explotación de recursos naturales, más allá de que a veces se desate la alarma de que las supuestas reservas minerales y el agua de la Antártida están en la mira. “Lo cierto es que mientras el Tratado Antártico y el Protocolo de Madrid sigan vigentes, la Antártida no corre riesgo y, por ahora, lo van a estar por muchísimos años más. Esas notas alarmistas de que la Antártida está en la mira son sólo especulaciones para ver cómo caen en la comunidad global”, asegura Parica. Por el momento, entonces, una de las preocupaciones más inmediatas está relacionada directamente con esas personas con suficiente tiempo, plata y ánimo para lanzarse, por placer, en dirección al gélido culo del mundo. Sí, el problema son los turistas antárticos.

Antes del incendio y la evacuación de sus 296 tripulantes, el buque Almirante Irízar surcó los mares helados del continente blanco.

ANTÁRTIDA FASHION.

Cuando no está en carpa, Claudio vive en una base. Vive tan bien, dice, que los domingos, si el día está lindo, hace un asado con sus compañeros. Y, a veces, lo comen afuera. Pero, además de geólogo y ocasional parrillero, Claudio debe desempeñarse como anfitrión y recibir a los 1.500 turistas que pasan por la base Cámara cada temporada.

–Lo primero que hacen es tocarte. No sé por qué pero te tocan y te miran como si fueras el hombre de las nieves. Y después dicen cosas insólitas como “Acá no hay shopping”, o bajan a la playa y preguntan a qué nivel del mar estamos. También nos piden que les mostremos nuestros proyectos, así que siempre tenemos preparado un microscopio con un corte de roca para que vean algo.

Hasta fines de los noventa, el turismo se limitaba a dos barquitos que solían llegar con alguna bandera de Bahamas o de alguna otra isla no muy exigente con el pago de impuestos. No desembarcaban más que 500 personas por año. Pero en las dos últimas décadas, la Antártida se puso de moda: se calcula que durante 2008 recibirá unos 30 mil visitantes, esos que están dispuestos a pagar, como mínimo, unos cinco mil dólares por la travesía. Hace unos meses, uno de los investigadores consultivos del Tratado Atlántico, el indio U. R. Rao, alertó: “La intervención humana en forma de turismo está afectando el ecosistema”. Claudio prefiere no sonar alarmista pero coincide en la necesidad de regular el turismo o, al menos, de rotar los lugares que se visitan. “La pingüinera de la isla Medialuna, por ejemplo, cada día está más chica. Y eso lo veo yo con mis propios ojos.”

Mientras tanto, de noviembre a abril, los turistas seguirán pasando. Y Claudio y sus compañeros les ofrecerán té con galletitas, y posarán para las fotos, y agradecerán algunos regalos valiosísimos, como un poco de verdura fresca. “Lo más reconfortante, en estos casos, es saber que en la Antártida no hace falta el pasaporte, ni saber de dónde es cada uno, ni preguntarle nada a nadie. Es realmente una tierra de paz.”

La Antártida regala paisajes inesperados. Una base casi enterrada por la nieve contrasta con el sol incandescente en el horizonte.

© Fernanda Nicolin. Publicado en el Diario Crítica Digital de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, el viernes 12 de Julio de 2008

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