domingo, 4 de junio de 2017

De Oderbrecht a Ducler… @dealgunamanera…

Pruebas y misterios… 
Haciendo votos. Cristina Fernández / Mauricio Macri. Dibujo: Pablo Temes.

El pasado no deja de aparecer y será influyente hasta en las urnas. Interna judicial recargada.

El caso Odebrecht es la piedra del escándalo del momento. Es una faceta más de la corrupción que golpea a la Argentina. El problema de fondo sigue siendo el principio de leniência incluido dentro del acuerdo entre Odebrecht y la Justicia de Brasil, que básicamente otorga inmunidad penal para los ejecutivos de la empresa en el país vecino que hayan declarado sobre los sobornos en la Argentina, pese a que también hubieran cometido el delito de pagar coimas. La ley argentina no permite acuerdos con esos beneficios para los arrepentidos.

En el comunicado que los fiscales enviaron desde Brasil, sólo se refuerza esta idea de cooperación. Esta circunstancia ha hecho recrudecer el enfrentamiento entre el Gobierno y la procuradora general de la Nación, Alejandra Gils Carbó. Mauricio Macri en persona ha acusado a la procuradora, de indiscutible militancia kirchnerista, de no difundir los nombres de los involucrados en los hechos bajo investigación a fin de proteger a los ex funcionarios del kirchnerato.

Desde la Procuraduría contraatacan señalando que si difundieran esos nombres incumplirían los requerimientos de sus pares brasileños. Es una disputa de suma cero que, de persistir, tendrá una sola consecuencia: la impunidad.

Justicia interna. 

En esa misma dimensión –la de la impunidad– orbita el caso del camarista federal Eduardo Freiler. Hace rato que Freiler debería haber dejado de ser juez. Su enriquecimiento es injustificable y su comportamiento, no ya como juez sino como simple ciudadano, es absolutamente indecoroso. El voto del consejero Jorge Candis, académico simpatizante de Justicia Legítima, lo salvó del juicio político. Sin embargo, el caso va más allá del voto de este miembro kirchnerista del Consejo de la Magistratura. Fuentes judiciales afirman que no tiene sentido seguir cargando las tintas contra el consejero Candis, ya que institucionalmente resulta mucho más grave el apoyo de algunos jueces (en especial la jueza y consejera Gabriela Vázquez, aliada incondicional del FpV). Los críticos del entorno de Freiler en la Justicia Federal sostienen que son varios los jueces y fiscales de Comodoro Py que por lo bajo operaron para salvarlo, quizás como una reacción corporativa ante un futuro intento por parte del Ejecutivo de sanear los juzgados federales.

Camino a las urnas. 

Mientras tanto, el clima electoral se va recalentando. Florencio Randazzo insiste en que no se bajará por nada del mundo y el 10 de junio dará a conocer algunas de sus ideas en materia de economía y seguridad, incluyendo una autocrítica a la inflación y la inseguridad en la provincia de Buenos Aires durante los 12 años del kirchnerato. Mientras tanto, los más acérrimos defensores de CFK siguen de cerca los pasos de todos, incluidos los propios y los aliados. Cuentan fuentes cercanas al entorno de los acólitos de la ex presidenta que no sólo Julián Alvarez fue blanco de críticas en la semana que pasó. El propio Axel Kicillof estaría cuestionado por sus encuentros con referentes de otros espacios. En la mayoría de los casos ni siquiera existieron, pero el solo rumor sirvió para poner nerviosos a Máximo y los suyos.

“Hay una implosión en La Cámpora cada vez que se analiza con seriedad la posibilidad de que La Jefa no compita”, señala un reconocido dirigente K, quien agrega que “quienes conocen su estado de ánimo aseguran que CFK está fuerte y convencida, pero con muy pocas ganas de entrar en la lógica de una campaña que le demandaría al menos algunas apariciones y recorridas públicas. Está cansada, visiblemente molesta con las fugas de su espacio y prefiere evitar el roce callejero con la gente común”.

Misterio Ducler. 

La inesperada muerte de Aldo Ducler ha introducido en el paisaje político un hecho sorpresivo que estaba fuera de la agenda del presente. Es que ya nadie se ocupaba del oscuro caso de los fondos de Santa Cruz depositados fuera del país por decisión del entonces gobernador Néstor Kirchner. Nunca hubo una explicación clara, sustentada en documentación fehaciente, de lo que fue ese hecho escandaloso. Recuérdese que durante los años del menemato la provincia embolsó US$ 654 millones en 1993 por regalías petroleras con la Nación, y US$ 1.100 millones al venderse YPF a Repsol en 1999. Los resúmenes de una cuenta abierta en el Morgan Stanley –entidad que actúa como banco de inversiones y agente de bolsa– de Nueva York, donde se había depositado una parte de ese dinero, eran recibidos en Mercado Abierto, la financiera de Ducler, que funcionaba en avenida Corrientes 415, sexto piso. Se sabía que Ducler había manejado esos fondos. Lo que no se sabía era que la turbia historia de los fondos de Santa Cruz tendría hoy alguna vigencia judicial.

La falta de justicia tiene esa consecuencia: los hechos delictivos caen en el olvido. El ex titular de Mercado Abierto había declarado el martes ante la Unidad Fiscal de Investigaciones (UFI) que tenía documentación para aportar en relación con el caso. Juan Manuel, el hijo de Aldo Ducler, ha hecho saber en estas horas que su padre estaba amenazado, por lo que había pedido custodia. Lo más significativo de lo expuesto por Ducler en la fiscalía es que aseguró tener el correspondiente respaldo documentario. De ser así, estaríamos ante un caso de altísimo voltaje político que complica a CFK.

Cadena mortal. 

La muerte de Ducler se inviste de la impronta de otras muertes ligadas a la corrupción ocurridas en la historia de los últimos años en nuestro país. Cómo no recordar la muerte del brigadier Juan José Etchegoyen –el 13 de diciembre de 1990–, denunciante de las irregularidades en la Aduana, o la de Marcelo Cattáneo, vinculado al escándalo IBM-Banco Nación, que el 4 de octubre de 1998 apareció ahorcado en un descampado aledaño a la Ciudad Universitaria, o la del ex fiscal Alberto Nisman, cuya investigación está a punto de dar un vuelco copernicano. En una de las escenas de la película El padrino, Michael Corleone (Al Pacino) dice: “Si hay algo seguro en esta vida, si la historia nos ha enseñado algo, es que se puede matar a cualquiera”. La historia argentina le da la razón.

Producción periodística: Santiago Serra.



sábado, 3 de junio de 2017

Roberto De Vicenzo. Q.E.P.D. @dealgunamanera...

Se fue uno de los grandes, Roberto De Vicenzo…

Roberto De Vicenzo falleció a los 94 años. Foto: Cedoc

El recuerdo de una de las leyendas del golf, una persona simple, transparente y pura. Una entrevista realizada en 1983.

© Escrito por Julio Petrarca el jueves 12/05/1983 y publicada en la Revista La Semana de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Esta nota no es para los deportólogos. Menos, aún, para los que le dan y dan a la pelotita caminando diez, doce, quince kilómetros con la bolsa de palos al hombro —propio o del caddie— respirando el aire puro del link. Tampoco para los seguidores de gente famosa, que de esos hay muchos. Esta nota es para presentar a Roberto De Vicenzo hombre y observador de la realidad. Hombre simple, transparente, un puro. Observador de la realidad con palabras cargadas de sencillez y carentes de definiciones alambicadas.

Ni para deportólogos ni para golfistas ni para seguidores de la fama porque sí. Es para los que quieren aprender algunas cosas, mirar otras con un ojo diferente y saber que sí, que es posible, que existe gente como este señor que acaba de cumplir 60 años impecables y derechos.

Pasen a ver. Y no es un espécimen único. Hay muchos como él.
—El deporte me ha llevado tanto tiempo, tantas horas, que se me hace difícil salirme de él. Pero al mismo tiempo la vida actual lleva una velocidad tan enorme que va exigiendo cosas que uno, aunque no quiera, tiene que meterse en ellas. Todos estamos metidos —estamos obligados a estar metidos— en este baile. Un baile que se baila no solamente en la Argentina sino en todo el mundo. Más allá del deporte, preocupan muchas cosas.

—Yo quisiera meterme en su caso. Nació en un hogar pobre, se crió casi solo, y sin embargo tiene hoy una fama que pocos con —llamémosle así, aunque no guste— buena cuna, no tuvieron. ¿Cómo lo explica?
—Nací en un hogar humilde, pero nací sano, fuerte, con una mente —creo yo— clara, con una inteligencia normal. Eso me permitió equilibrar las cosas y ver un poquito cuál era el futuro que podía lograr. Mi físico me permitió explotar todo eso, y nada más. No son muchos los que tuvieron mi suerte.

—¿Suerte y esfuerzo?
—La mente tiene mucho que ver. Si insisto en algo, es más posible que logre el objetivo que aquel que intenta pero no lo persigue con tanta intensidad. Yo aparentemente soy frío y negativo —siempre navego con bandera blanca—, pero mi interior es muy distinto a eso. Yo lucho por conseguir lo que quiero, y casi siempre lo logro. Pero hay veces que no…

—¿Qué no logró, por ejemplo?
—No sé, ahora no sé.

—Se me ocurre que en el balance de los 60 años de un hombre exitoso debe haber alguna frustración mayor no confesada…
—Insisto: no sé bien cuál es la mayor. Tal vez me hubiera gustado nacer de una familia más pudiente y haber tenido una educación mejor. Yo fui al colegio hasta sexto grado, y eso me molesta internamente cuando tengo que estar con gente culta. Siento que no estoy a la altura de ellos, que no puedo responder en consecuencia, y debo quedarme muchas veces en el silencio que me hace sentir mal.

—Un filósofo también suele callar…
—Bueno, pero un filósofo se queda callado porque su conveniencia le indica que debe hacerlo. Pero un filósofo no se queda callado como yo, por falta de palabras, cuando lo que dice el que está enfrente no lo convence.

—¿Usted reemplaza el silencio con la humorada, algunas veces?
—Sí, eso es fácil hacerlo. Pero la humorada no decide la cuestión en disputa.

Roberto De Vicenzo nació en Villa Ballester el 15 de abril de 1923. A los 17 años se instaló en Ranelagh, por entonces un caserío con calles de tierra, un modesto club de golf, la estación ferroviaria, el almacén de don Pedro, que ya no está, y una señorita Ramada Delia Esther Castex, que lo hizo su marido. Dos hijos, hoy comerciantes; dos nietos, hoy revoltosos; más de 250 grandes torneos ganados y una apreciable fortuna son la resultante de una vida casi entera. En la que la palabra éxito tiene mucho peso.)

—Cuando uno logra un éxito como el que logré yo, se envuelve en un manto momentáneo. Pero llega el tiempo de volver a la realidad. Y mi realidad no es esa del oropel, sino esta otra: la de mi mujer, la de los hijos, la de la casa, la de los amigos. Mi realidad es la que vive la gente con la que comparto la verdad. El resto es momentáneo, algo que sucede y desaparece. Por ejemplo: acabo de volver de una gira indudablemente exitosa. Eso es lo que tiene que ver con la fama. Pero ayer me fui a jugar golf con mis amigos sólo para divertirnos, y lo gocé de verdad. Esto es la realidad: la amistad, el compañerismo, los momentos que uno verdaderamente siente.

—¿Sus amigos son de los viejos tiempos?
—Algunos sí, otros de momento. Pero con todos comparto lo mejor de mi vida, trato de estar con ellos, saber de ellos, preocuparme por sus cosas y por su salud. Todo muy simple.

—A los 60 años los amigos empiezan a irse, ¿no?
—Algunos se van, sí. Después de los 50 empiezan los problemas, y por ellos los amigos tratan de apartarse un poco para no contagiarlos. En realidad, los amigos no se pierden.

—Hay desprendimientos dolorosos…
—Siempre es doloroso, claro.

—Más aún cuando los amigos no se van porque quieren sino porque se mueren…
—A los 50, y de ahí para adelante, uno empieza a mirar los avisos fúnebres. ¿Qué muchacho joven los mira? Nada más que nosotros, los que vamos entrando en la vejez y buscamos allí para saber quién ya no está. Es triste…

—El concepto de la muerte, ¿entra en su esquema cotidiano de vida?
—Si, pienso a menudo en la muerte. Pero con la conciencia de que a todos nos va a tocar, nada más. Me gustaría morirme en un viaje o en una cancha de golf, en un lugar donde no estén esperan­do que me muera. Que digan: “¡Qué lástima! ¡Qué buen tipo era ése, y se fue así, de golpe!”.

—No le gusta tener la necrológica preparada, ¿no?
—¡No, claro! Me da miedo morir en manos de alguien. Prefiero que sea algo inesperado.


jueves, 1 de junio de 2017

Copa Sudamericana. Huracán 4 vs. Deportivo Anzoátegui de Venezuela 0... @dealgunamanera...


Huracán consiguió una clasificación histórica ante Deportivo Anzoátegui…


Huracán eliminó esta noche al Deportivo Anzoátegui tras vencerlo por cuatro a cero en el estadio Tomás Adolfo Ducó por el partido de vuelta de la Primera Fase de la Copa Sudamericana 2017.

© Publicado el jueves 01/06/2017 por el Departamento de Prensa del Club Atlético Huracán de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Fotos: Daniel Méndez y Maximiliano Day.

¿Cómo no ibas a venir, cómo te lo ibas a perder, cómo no ibas a estar? Si te bancaste la fría noche de Buenos Aires, si hiciste el esfuerzo económico de llevar a tu familia, si te escapaste del trabajo con quién sabe qué excusa vieja que ya usaste para ver algún otro partido. Nos consideraban condenados, entregados y destruidos. Pero una vez más, resurgimos. Dimos lugar a lo imposible. A ese sueño, a esa esperanza que habita en cada corazón Quemero.

Para qué hablar del partido si lo que vimos fue evidente. Alejandro Romero Gamarra se puso el equipo al hombro y con una habilidad descomunal fue fundamental para la victoria. Por otro lado, el debut prometedor de Leandro Cuomo con mucha garra, comandando el mediocampo y con un golazo desde afuera del área.

Párrafo aparte para Daniel Montenegro, quién demostró una vez más estar a la altura y ser la temperatura del equipo. A partir del 10 y con el empuje colectivo y la profundidad con la que llevaron a los venezolanos a su propio arco a lo largo de los noventa minutos, Huracán consiguió un triunfo épico, una remontada epopéyica y la clasificación histórica que parecía inalcanzable.

Huracán 4 

Gonzalo Marinelli, Carlos Araujo, Martín Nervo, Lucas Villalba, Leandro Cuomo, Daniel Montenegro, Alejandro Romero Gamarra, Norberto Briasco, Lucas Chacana, Julio Angulo, Diego Mendoza. DT: Juan Manuel Azconzábal

Deportivo Anzoátegui 0

Beycker Velásquez; Renier Rodríguez, Gilber Guerra, Rubén Ramírez, Jonny Mirabal; Ricardo Martins, David Centeno, Manuel Medori, Yohan Cumaná, Néstor Canelón y Charlis Ortiz. DT: Nicolás Larcamón 

Cambios: Ingresaron Ignacio Pussetto, Mariano González y Patricio Toranzo por Angulo, Montenegro y Cuomo.

Goles: PT 22 Diego Mendoza (H). ST 7 Norberto Briasco (H), 10 Leandro Cuomo (H), 47 Alejandro Romero Gamarra (H)

Amonestados: PT 22 Rubén Ramírez (DA), 29 Gilbert Guerra (DA), 43 Leandro Cuomo (H). ST 3 Beycker Velásquez (DA), 3 Hugo Nervo (H), 44 Mariano González (H).

Estadio: Tomás Adolfo Ducó

Árbitro: Jorge Osorio (Chile)













martes, 30 de mayo de 2017

Una reflexión sobre el rol de los jóvenes en los años 70... @dealgunamanera...

La culpa es de nuestra generación…

Postal histórica. Perón, Isabel y, delante, Cámpora, en la casa de Gaspar Campos.

Una reflexión sobre el rol de los jóvenes en los años 70. Ayer cumplí 60 años. Me insisten en que no es grave, que los 60 son los nuevos 40 o 25 o 37 y medio, pero lo cierto es que a menudo se sienten -y se viven- como los viejos 60. Cumplí 60 años y me llena de sorpresa, esa perplejidad que te causa saber que ya lo has hecho: que todavía podrás introducir algún detalle pero lo grueso es lo que hiciste. Envejecer es descubrir que ya no serás otro. 

© Escrito por Martín Caparrós el martes 30/05/2017 y publicado por el Diario Clarín de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Fuente: The New York Times

Hay algo raro, perentorio en la palabra cumplir, que también me incomoda. No me parece que haya cumplido mucho. Pero no se trata, aquí y ahora, de mí y yo mismo y mi persona; lo que me molesta es que no me parece que nosotros hayamos cumplido casi nada.

Digo nosotros porque digo yo; digo yo porque digo nosotros: argentinos, sesentones argentinos, mis coetáneos, mis compañeros de generación, los míos. Quizá ya sea la hora de preguntarnos cómo, cuándo, quizá, incluso qué y por qué: es hora, en síntesis, de ir haciéndonos cargo.

Es difícil definir una generación, caprichoso, impreciso. Digamos, entonces, por decir: los que nacieron un poco antes y después que yo, los que tuvimos 20 años en la Argentina de los años sesenta y setenta. Perón hablaba, entonces, de “esta juventud maravillosa” y, ahora, es fácil pensar que todos éramos jóvenes inquietos, preocupados por los destinos de la patria, dispuestos a vivir -y a morir- para ella.

Se instaló un mito: si digo mi generación muchos piensan en militancia y muertos y desapariciones y torturas. Los hubo, pero hubo tantos más que no hicieron nada de eso. Los que gobiernan ahora, sin ir más lejos, son parte de mi generación y no hicieron nada de eso. En esos días estaban -Mauricio Macri, Daniel Scioli, Cristina Fernández, Elisa Carrió- preparándose para ganar más plata. Y millones miraban sin saber qué decir o gritaban goles de Kempes o tarareaban a Spinetta.

Los que sí decidimos hacer esas cosas tuvimos -tenemos- un lugar excesivo cuando se habla de mi generación. Es cierto que la historia no se escribe con los miles y miles que el 25 de mayo de 1810 se quedaron en sus casas sino con los doscientos o trescientos que se reunieron en la Plaza. ¿Los que definen una generación son los pocos que actúan, no los muchos que no? Es probable, y es fácil para todos los demás. En cualquier caso, el mito sirve para cosas. Por ejemplo, un truco fácil: hablar de lo que algunos hicimos en los años setenta es un modo de no hablar de lo que hicimos todos en los cuarenta años siguientes.

Juntar del terror. Videla, junto a Massera y Agosti: festejo del Mundial 78.

Y, sin embargo, empiezo por hablar de aquello: fueron años -como todos- raros. Empezamos nuestras vidas en un mundo convulsionado, esperanzado: todo debía cambiar, todo estaba cambiando. Cualquier muchacho más o menos decente sabía que aquel orden social era injusto y que había otros que debían remplazarlo; la discusión no era si la sociedad debía cambiar; era cómo, por qué medios, hacia dónde. Se supone que, de formas varias, muchos lo intentamos. Perdimos. Brutalmente perdimos, pero lo intentamos.

Aquella Argentina estaba llena de infamias. La manejaban generales que golpeaban en cuanto detectaban cualquier amenaza al poder de una burguesía rica que poseía sus enormes campos y sus medianas industrias, que explotaba a obreros y peones, que se alineaba con los imperios contra sus colonias, que controlaba la nación y su Estado para su beneficio. Decidimos, con razones, luchar contra eso. Pero en 1970 uno de cada treinta argentinos estaba “bajo la línea de pobreza” y ahora es uno de cada tres: diez veces más. Y aquella pobreza, solía suponerse, era un estado transitorio hacia una situación mejor, un puesto que permitiera hacerse una casita, mandar a los chicos a la escuela, ganar un poco más, ser mejor explotado, “progresar”.

El mito de la movilidad social seguía imperando. Era un país con una clase media amplia y más o menos educada, que nos desesperaba: un obstáculo para cualquier intento de cambio revolucionario. Una clase media que se forjaba en la escuela pública pensada como una herramienta para homogeneizar, para implantar ciertas bases comunes; donde aprendíamos todos los que no éramos ni exageradamente ricos ni exageradamente chupacirios ni exageradamente tontos. La diferencia argentina podía sintetizarse en sus escuelas del Estado. Hace 50 años solo uno de cada diez chicos iba a la escuela privada; ahora, tres de cada diez. Es otro dato decisivo.

Algunos quisimos cambiar aquel país, otros no; entre todos lo cambiamos para mal. Somos la generación de la caída. Ahora, ese tercio pobre de la población se ha congelado: vive en algún margen, en viviendas precarias, con empleos ilegales o sin ningún empleo, dependiente del Estado y sus limosnas, completamente afuera y sin expectativas de volver: a la intemperie. No tienen futuro. Y los demás, en general, tampoco creen en eso.

Hace 50 años el producto bruto per cápita era la mitad del de Estados Unidos; ahora es menos de un cuarto. Hace 50 años un 10 por ciento de inflación era un peligro; ahora sería un logro extraordinario. Que nunca conseguimos. Hace 50 años la Argentina tenía 40.000 kilómetros de vías férreas que armaban un país; ahora no tiene 4.000 y la mayoría no funciona. Hace 50 años la Argentina se autoabastecía en petróleo, gas y electricidad; ahora se endeuda para importarlos. Hace 50 años la Argentina fabricaba aviones y coches de diseño propio; ahora desequilibra su balanza de pagos para comprar autopartes y juntarlas. Hace 50 años los hospitales públicos atendían a la mayoría de la población; ahora solo atienden a los que no tienen más remedio.

No son solo los datos; lo brutal es que la vida de cada día se nos ha vuelto cada día más incómoda, más hecha de encontronazos que de encuentros, más disgustos que gustos, más impaciencia e impotencia que alegrías y satisfacciones. Y conseguimos un raro grado de violencia cotidiana.

Es obvio que la Argentina no cumplió con su promesa y se arruinó hasta un grado que nadie supo imaginar. Lo sabemos. Lo que no queremos saber es que fuimos nosotros.

Perfil de Martín Caparros

Cristina Fernández, expresidenta, dijo, hace unos días, en Bruselas, que su partido perdió las elecciones porque “ahora la sociedad no está capacitada para leer lo que pasa detrás de las noticias; a los de nuestra generación nos decían algo y sabíamos distinguir lo que había detrás de lo que nos decían y lo que estaba pasando, porque estábamos instruidos intelectualmente”. Nuestra generación -la suya, la mía, la tan instruída- hizo esta Argentina. Y todavía algunos de sus miembros tienen la desvergüenza de suponer culpas ajenas.

Siempre es fácil echar culpas a los otros; siempre es difícil encontrar las propias. Pero si algo puede servir para algo es buscarlas: tratar de pensar cómo y por qué la Argentina actual es nuestra culpa.

Está, para empezar, la excusa heroica: aquellas muertes. Nos asesinaron a varios miles y nos hemos consolado pensando que el problema es que “mataron a los mejores”. Que quedamos los peores pero la culpa no es nuestra, sino de aquellos asesinos. Ni los mejores ni los peores: murieron los que tuvieron más insistencia, menos suerte, más coherencia, menos imaginación, más valor, menos cuidado; los que estaban en el lugar preciso en el momento justo, los que no estaban en el lugar preciso en el momento justo. Nos mataron a muchos y fue una tragedia. Pero el problema central no fue la falta de los que mataron; fue, más que nada, el efecto que produjeron esas muertes en los vivos. Fueron pedagógicas: nos demostraron que “ser realistas y buscar lo imposible” podía ser tan costoso que después preferimos no arriesgar y aceptar lo posible. Que siempre era un desastre.

Es obvio que la Argentina se arruinó. Lo sabemos. Lo que no queremos saber es que fuimos nosotros. 

Tratamos de acomodarnos: nos gustó cada imbécil que nos dijo un versito, los fuimos eligiendo. Dos o tres frases apropiadas, una sonrisa turbia, y caíamos en las fauces de bobos que, pocos años después, odiábamos con saña. Los odiábamos, supongo, porque nos odiábamos por haberlos amado, con perdón.

Así que la Argentina volvió a ser ese granero que había intentado dejar atrás un siglo, cuando algunos pensaron que no alcanzaba con exportar carne y trigo y decidieron impulsar industrias; ahora, soja mediante, somos de nuevo un campo grande y festejamos que sí podremos vender unos limones. Esa reconversión -esta vuelta atrás- es la decisión más importante que se tomó en todos estos años, y no la discutimos nunca, nunca la decidimos. Total, teníamos democracia.

Sin ideas, sin debate, sin futuros, la Argentina, en nuestros años, se volvió un país reaccionario: un país donde cada gobierno hace tantos desastres que el siguiente asume para deshacerlos. El gobierno de Alfonsín llegó para deshacer el entramado asesino de la dictadura; el gobierno de Menem, para deshacer el caos económico de la hiperinflación alfonsinista; el gobierno de De la Rúa, para deshacer la corruptela menemista; el gobierno de Kirchner, para deshacer el desastre neoliberal antiestatista menemistadelarruísta; el gobierno de Macri, para deshacer el tinglado corrupto-clientelar del kirchnerismo. Y seguirán las firmas: el gobierno actual ya está haciendo sus méritos. Porque el problema empieza cuando se les acaba la reacción.

Somos, más allá de las máscaras políticas, venales. Ávidos somos, afanosos. Nos gustan demasiado ciertos placeres chicos, la tele más grande, el coche más brishoso, el viaje de envidiar. Y nos subimos a cualquier carro que nos ofrezca esos caramelitos. Ya no nos gusta imaginar a largo plazo, fijarnos metas, buscar. Quizá porque vimos que cuando buscamos no encontramos, entonces no buscamos, entonces no encontramos, entonces no buscamos.

Cada vez más conductas anormales nos parecen normales: nos parece normal que tantos coman poco, que tantos vivan mal, que tantos mueran antes, que la violencia -verbal o físicasea nuestra manera; nos parece normal que nos engañen. Avanzamos por el camino de la rana: nos metieron en el agua tibia y nos la fueron calentando poco a poco y, con el tiempo, nos acostumbramos a vivir en un país que hierve; o casi hierve, porque tampoco es que haya suficiente gas.

Es mía. Menem, con la famosa Ferrari, en la quinta de Olivos, a poco de asumir.

Somos la rana acostumbrada; somos, al fin y al cabo, gente que resopla. (Resoplar, decía el otro, solo sirve si después se sopla. Si no, se queda en el berrinche; y el berrinche es la costum- bre más argenta). Resoplamos y nos armamos un país a imagen del resoplo: un país que se grita cosas para sacarse el malhumor pero que está tan pagado de sí mismo, tan engañado de sí mismo que le pudo creer a aquella presidenta que dijo que tenía menos pobreza que Alemania. Un país que sigue imaginando que tiene un lugar en el mundo. Un país que trata de no ver lo que es. Nos ayuda, si acaso, ese mérito que no nos abandona: seguimos poniendo caras en la camiseta universal. Si antes fueron Ernesto Guevara o Eva Perón, después Borges o Maradona, ahora es Jorge Bergoglio: la proporción de personajes globales que produce la Argentina no tiene relación con su papel en la cultura y la economía del mundo. Aunque ahí hay algo que quizá nos defina: ser grandes de la máscara.

Algunos quisimos cambiar aquel país, otros no. Entre todos, lo cambiamos para mal.

O mejor llamarlo por su nombre: la careta. Es difícil, por ejemplo, negar que los más exitosos de nuestra generación son esos dos cincuentones que el 90 por ciento de los argentinos votó, hace año y medio, para que nos mandaran. Es difícil soportar que nuestros jefes sean un señor que no habla cuando habla y otro que miente incluso cuando calla: dos señores de tan pocas luces. Y que otros estandartes sean un exfutbolista que fue extraordinario y se convirtió en un jubilado triste, y un músico que fue extraordinario y se convirtió en un jubilado triste. Mauri, Daniel, Diegote, Charly. Máscaras, lo nuestro son las máscaras. Y, cada vez más, los jubilados tristes.

Somos muy mediocres. O, por lo menos: nuestras acciones públicas son tan mediocres, producen resultados tan mediocres.En algunos años, algunos libros contarán -si es que hay libros todavía, si es que hay una Argentina todavía- que la nuestra fue la generación más fracasada de la historia del país. Que fuimos nosotros -no harán diferencias, hablarán de todos nosotros- los que lo llevamos a este punto. Por supuesto, la generación siguiente puede disputarnos la corona, pero creo que nos reconocerán la importancia de haber hecho camino. Y nuestra marca: la Argentina donde empezamos a vivir era tanto mejor que esta donde vamos terminando.

Alguno me dirá que es fácil hablar desde lejos, que me calle (en su manera más argenta: “Callate, puto, cerrá el orto”); ya me lo han dicho muchas veces. No sé si es fácil o difícil; sé, sí, que la distancia es condición de muchos. Y eso no me consuela. Pero es cierto que muchos dejamos la Argentina en estos años: desde los que salimos en el 76 por el terror hasta los que se fueron en 2002 por el desastre. Muchos aprovechamos que la Argentina es un país reciente -que nuestros padres o abuelos nacieron en otros- para poder decirnos que volvíamos a sus lugares. Yo, en todo caso, me fui obligado -a Francia- en el 76, volví entusiasta en el 83, me volví a ir -a España- en 2013. Esta vez fue distinto: nadie me forzó. No sé bien por qué me fui: me dije que el mundo era demasiado grande e interesante como para rechazar la tentación de cambiar ángulos, pero sé que también fue porque estaba cansado.

Tomé la mía, me escapé. Y también me siento responsable.

Familia. Kirchner entrega en 2007 el bastón de mando a Cristina. Scioli Sonríe.

Hemos pasado: vivimos cuarenta, cincuenta años argentinos y no dejamos nada que valga la pena recordar (más que un país en ruinas, su eterna calesita, sus reacciones pobres). Debe haber logros, pero no logro verlos; vale la pena discutirlo. Es cierto que en algunos aspectos la vida es más libre que hace 50 años. Pero muchas de esas libertades que no existían entonces -sexuales, sobre todo- llegaron de otras culturas y nos limitamos a adoptarlas, ni siquiera del todo: el aborto, por ejemplo, sigue siendo ilegal.

Nosotros, mientras, la cagamos; es tan fácil saber que la cagamos. ¿Y qué se puede hacer cuando queda tan claro? ¿Mirar para otro lado, buscar a quién echarle culpas, negar todo, disimular o incluso convencernos de que la cosa no es tan grave? Ninguna de esas reacciones sirve para empezar a arreglar nada. Aunque, quizá, la idea de que los que la cagamos podamos arreglarla es otra forma de escaparnos. Quizá sea hora de que nos demos por vencidos -por nosotros mismos- y nos retiremos, dejemos el espacio a otros que, probablemente, lo puedan hacer aún peor. Pero es difícil: nadie se retira a los 60, a los nuevos 40 o 25 o 37 y medio.

¿Entonces? ¿Decidir que vamos a ser distintos, como se deciden cosas el día de fin de año, el día del cumpleaños? ¿Decidir que quizá no podamos ser distintos pero sí actuar distinto, buscar otras maneras? ¿Decidir que vale la pena dejar de lado estupideces y fanfarrias y hacerse cargo del desastre, sabiendo que construimos con barro, sabiendo que no se puede construir con barro si uno pretende que es cemento? ¿Aceptar que ya perdimos nuestra oportunidad, que si acaso, en esa construcción, ya serán otros los que lleven el ritmo, los que manden, pero aun así valdría la pena colaborar en lo posible? ¿Aceptar que deberíamos ayudar en una búsqueda cuyos resultados, si los hay, nunca vamos a ver?

Hay un país, lo reventamos. Negarlo es la manera más segura de seguir haciéndolo. Un país, pese a todo. Quizá valga la pena discutirlo, resignarse a pensarlo: reinventarlo.