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sábado, 14 de enero de 2017

No es el Sexo… @dealgunamanera...

No es el Sexo...


Mujeres son las nuestras, las demás están de muestra”, nos cantaban los muchachos peronistas a las entonces jóvenes universitarias de los años setenta. “Las demás”, las otras, eran las burguesas o las zurdas, lo que delata el sectarismo que nos atraviesa como cultura política.

© Escrito por Norma Morandini, Directora del Observatorio de Derechos Humanos del Senado, el sábado 14/01/2016 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Gobernaba Isabel Martínez, la viuda de Perón. Una mujer nacida de la costilla poderosa de un hombre poderoso, fiel a la tradición peronista de la participación de la mujer en la política. Los matrimonios políticos y la idea de la mujer-esposa, como intermediaria entre el líder y la masa.

Con el único consenso, la figura de Eva Perón, a la que también el peronismo interpreta según el momento político: del altar al balcón. La santa venerada por los más humildes de los tiempos de Menem a la política de los discursos de la última década, imitada en el tono de la voz, en el abrazo del renunciamiento, institucionalizada ya como ícono urbano tanto en museos como en la gigantografía del Ministerio de Acción Social que emula la del Che Guevara de La Habana.

Sin embargo, ya mucha agua corrió debajo del puente de la democratización, dinamizada por la recuperación de la libertad. Las mujeres en Argentina hicimos un largo y hermoso camino, desde el silencio en las plazas del país para demandar “verdad y justicia” hasta las bulliciosas manifestaciones para que “ni una menos” pague con su vida sus ansias de autonomía.

El silencio como forma de protesta fue reemplazado por la fuerza de las palabras porque, como escribió ese gran humanista que fue Vaclav Havel, “una sola palabra, bajo ciertas circunstancias, pronunciada por una sola persona, tiene más fuerza que un ejército. La palabra ilumina, despierta, libera”. Son las palabras y las acciones las que nos permiten incorporarnos en el mundo compartido, el del espacio público, donde mostramos lo mejor y lo peor que somos capaces de hacer.

Las mujeres en Argentina ya no necesitamos gritar porque tenemos la fuerza de los derechos, consagrados constitucionalmente. En menos de cuatro décadas, se feminizaron los claustros, la política, las empresas y la Justicia.

Se naturalizó que las mujeres podemos ser presidentas, juezas o ministras. Aun cuando no conseguimos evitar que la plaza pública siga ocupada por el llanto, hoy las nuevas madres en duelo, las víctimas de la impunidad y el desdén judicial, han democratizado generosamente su dolor para que “no nos pase” lo que ellas vivieron.

Pero sobre todo, se han incorporado a la política numerosas dirigentes autónomas, verdaderas ciudadanas, nacidas de su propia vocación pública. Ya no esposas, ya no mesías, ya no reinas sin coronas.

Simplemente ciudadanas, más parecidas a las dirigentes de las democracias desarrolladas del mundo. De modo que, a esta altura del desarrollo democrático, no vale la pena gastar energías para ocuparnos de los residuos de autoritarismo e intolerancia, y opinar sobre la opinión ajena que ha degradado el debate.

En cambio, vale observar que las mudanzas culturales, o sea los valores compartidos, son más lentos, dependen de la participación colectiva y de la circulación de nuevas ideas en el debate público. En la medida en la que las mujeres fuimos apareciendo en la vida pública, pasamos a ser vistas y escuchadas, fuimos construyendo la pluralidad que define a la democracia.

Las argentinas, también, incorporamos la idea de la igualdad en la diferencia. Ya no nos definimos por contraposición al hombre sino como su paridad. La virtud de ser iguales para profundizar la democracia. 

Frente a nuestra obstinada cultura de muerte, vamos, también, contraponiendo una cultura de vida, que no puede ser otra que una auténtica educación en derechos humanos porque la naturaleza humana se define por la dignidad. No por el sexo. Mujeres orgullosas de su condición de personas, responsables por nuestras vidas y la de los otros para eludir lo que también nos degrada: ser víctimas.




martes, 28 de agosto de 2012

Monólogo sin debate... De Alguna Manera...


Monólogo sin debate...

Norma Morandini.
 
La primera vez que escuché hablar de Carta Abierta recordé la Carta 77 fundada por Vaclav Havel en el año que le da nombre, el de 1977. Tenía de carta lo que tienen todas las epístolas, una comunicación de ideas, sentimientos, sensaciones. Un género literario que Kafka detestaba porque decía que las cartas eran un comercio de almas. El poeta portugués Fernando Pessoa se burlaba e ironizaba, “¿quién no escribió alguna vez ridículas cartas de amor?”. Pero cuando las cartas abandonan la intimidad, son públicas, se autoproclaman abiertas, ya no se trata de comercio de almas, ni menos aún de la cursilería que nos permitimos en la intimidad amorosa. Son manifestaciones políticas, o sea: expresiones de la libertad.

Havel fue el portavoz del movimiento que se conoció como Revolución del Terciopelo, que comenzó pidiendo a los dirigentes comunistas que adhirieran a la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Entonces, la invasión de las tropas de Varsovia había impuesto un gobierno opresor y la Carta 77 hablaba por aquellos que se sentían oprimidos pero enmudecían por temor a perder sus empleos. Havel fue encarcelado, pero cuando la Carta 77 se convirtió en la expresión de esa opresión, el régimen totalitario de Checoslovaquia cayó en la primavera austral de 1989 y el escritor Vaclav Havel fue elegido ese mismo año presidente de la República. Pocos autores de cartas escritas como manifiestos políticos llegaron tan lejos. El pertenece a la generación de intelectuales, pensadores, que pusieron sus vidas en riesgo por resistir los autoritarismos que recorren la conturbada historia del siglo XX.

Las “cartas abiertas” también en nuestro país tienen como autores a intelectuales, científicos, artistas, hombres del pensamiento político que buscan influir sobre el espacio público de las opiniones. Sólo que hoy los argentinos vivimos una situación inédita en nuestra historia reciente, un período continuado de legalidad democrática. El tiempo que media entre el pasado de terror y el ejercicio de la libertad puso en escena fenómenos novedosos que nos increpan para su comprensión. Como que se reproduzcan las desconfianzas y las separaciones de muchos de aquellos que en el inicio de la democratización estuvimos unidos en la misma alegría de la restauración. No porque creamos que debemos vivir amontonados sino porque en nombre de la libertad se cancela su primera consecuencia, el derecho a la opinión.

No hay prohibiciones directas, pero la inhibición que provoca el verse expuesto en el lugar de la burla y la descalificación desde los medios públicos termina actuando como una sutil censura. Como si decir la verdad, lo que se piensa, no fuera un acto de honestidad y sí una cuestión de coraje.

No debiera perturbar que profesores universitarios, filósofos, periodistas y pensadores tengan simpatías por un gobierno. Perturba, sí, el monólogo, la negación del otro y la ausencia del debate como intercambio de ideas.

La confrontación no es un fin en sí mismo. Ni la tolerancia una condescendencia piadosa sino la constatación de que todos los seres humanos somos iguales y tenemos razones que no son una única razón, infalible.

No se trata de volver a la cultura de la unanimidad, sino de preguntarnos quién debe ser el destinatario de nuestro privilegio de hablar por los otros. ¿Una persona a la que se sigue tutelando porque no se cree en su capacidad de discernimiento y se le debe decir cómo pensar? ¿O un ciudadano que tiene nuestros mismos derechos pero los ignora y lo mínimo que debe esperar de sus intelectuales es que construyan un espacio público en el que las ideas circulen, se intercambien, en beneficio del nivel del debate? O sea, en beneficio de la sociedad que nos da fundamento, la democracia.

© Escrito por Norma Morandini y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el sábado 26 de Noviembre de 2011.