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sábado, 22 de junio de 2013

Se me hace cuento... La Bandera... De Alguna Manera...


La Bandera…


Para el 20 de junio de 1974, los alumnos de los grados entre tercero y séptimo, del colegio Cornelio Saavedra, sobre la calle Sarmiento, entre Castelli y Paso, debían presentar en el acto una bandera colectiva, ya fuera confeccionada o elegida por ellos mismos. Llamaré Paleque al compañero de mi curso que consiguió esa bandera gigantesca, de tres metros, de paño. Nosotros éramos de tercero. Creo que si todos los del curso nos hubiéramos parado uno encima de los hombros del otro, como los hermanos Malerva de Carlitos Balá, no hubiéramos empardado la bandera en vertical. Aparentemente, el rumor nunca fue confirmado, el destino final de la bandera había sido el Mundial del 74 en Alemania, pero el padre responsable del pabellón había huido de la casa, y no precisamente hacia Alemania, sino hacia el barrio de Villa Ballester, donde lo aguardaba, tampoco un mundial, sino una mujer algunas décadas menor. Como soldado que huye sin honor, había dejado la bandera en casa. Paleque trajo la bandera en una bolsa aparte. Eramos, estábamos seguros, los campeones morales del evento; aunque no se tratara de una competencia. ¿Quién podía presentar una bandera más grande, más refinada, más ondulante? Cada curso pasaría por el escenario exponiendo su bandera al público y recibiendo el aplauso respectivo. Yo estaba seguro de que se pondrían de pie y vitorearían cuando nos tocara; casi sentía que tenía alguna responsabilidad en el prodigio que nos había regalado Paleque, aunque ni él mismo podía cobrar esa notoriedad: nuestro honor no era más que el resultado de una tragedia sentimental.

Pero cuando llegó el momento de subir al escenario y tomar la parte que me tocaba del extenso pabellón, acompañados, como todos los demás cursos, por el disco de pasta de la Marcha a la Bandera, mi tacto descubrió que esa no era la nuestra. La bandera de Paleque era gruesa como una manta y amable a las manos; valía tanto para exponerla como para taparse. Se la sentía acolchada y cálida. Esta era una especie de tela de cortina vieja, áspera, irritante; hacía como ruido de tiza contra pizarrón. Y su extensión no llegaba a cuatro alumnos, por lo que debimos fruncirnos y así y todo le quedaron algunos tajos. A Paleque le caían las lágrimas.

Apenas unos instantes más tarde, con la misma melodía, que ahora nos sonaba oprobiosa, vimos a los de quinto usufructuar nuestra bandera. Lo que sentí entonces sólo volví a padecerlo cuando en mi adultez descubrí algún que otro canalla plagiándome un texto. ¿Pero qué podíamos hacer? ¿Subir al escenario, romper el acto? Lo más probable era que nos mandaran a todos a dirección, y luego los muchachos de once años nos rompieran la cara. Teníamos ocho años. ¿Quién le había robado la bandera a Paleque? Algo que no me olvido es que la bandera tenía en su esquina derecha superior un sello que decía: “Telares Ramsés”. El amor jugó otro papel en este drama. Al terminar el acto, Paleque se había dirigido al maestro de nuestro curso; un malvado que le había pegado a algunos alumnos y no resolvió nada. La madre, recién abandonada, no tenía fuerzas para ocuparse del caso. Malena, hermana de un compañero, ella misma en el quinto grado opuesto al del ladrón, tramó al lunes siguiente la estratagema de las mujeres sabias y consiguió el secreto: la bandera robada estaba todavía dentro del colegio, en un arcón con llave donde los de quinto guardaban sus equipos y pelotas de fútbol del campeonato intercolegial. Estas cosas no son de un día para el otro: una semana tardó nuestra aliada en arreglar el plan. El viernes 28 de junio, en un cónclave secreto en el último recreo de la tarde, nos anticipó nuestro contraataque: el siguiente lunes, primero de julio, también en el último recreo de la tarde, conseguiría una audiencia furtiva con su “enamorado” en el recinto del arcón, en una subdivisión de la cocina colegial, retirarían una de las pelotas, y el “afortunado” le mostraría sus habilidades en mantener el esférico en el aire con un pie. Debíamos estar preparados para irrumpir violentamente por lo menos diez varones de nuestro grado, recuperar raudamente la bandera y huir al aula, en la esperanza de que sonara el timbre de clases antes de que pudieran darnos alcance.

Ese primero de julio concurrimos a clase decididos, con nuestras zapatillas más veloces y ropa comando, incoherente para ese día lluvioso y frío: pantalones cortos, abrigos ágiles. Se acercaba el último recreo. Los responsables del Operativo Recupero ardíamos de impaciencia, expectativa y temor. Pero nuestra voluntad nos hacía grandes. Llegó el timbre del último recreo, pero la célebre frase de la única verdad se tornó la de la última verdad de todos los seres humanos: la directora anunció en el patio que debíamos concentrarnos cada uno en su aula y aguardar a que nuestros padres vinieran a retirarnos; había muerto el presidente Juan Domingo Perón. Ya no recuerdo si sobrevinieron las vacaciones de invierno. Si Malena de verdad se enamoró del ladrón y abandonó nuestra patriada. Pero sí que no recuperamos esa bandera.

Cuatro años después, me colé en la final de Argentina Holanda en el Monumental. Ya tenía doce años y me sumergí bajo una bandera que llevaban como una camilla unas seis personas de apariencia confiable. Pasé los molinetes como polizón. Antes de erguirme para observar esas plateas imponentes y quedarme duro como Calamaro en el Estadio Azteca, eché un vistazo a la bandera que me había servido de refugio, y el sello se mantenía como recién impuesto: “Telares Ramsés”.

© Escrito por Marcelo Birmajer el sábado 22/06/2013 y publicado por el Diario Clarín de la ciudad Autónoma de Buenos Aires.