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miércoles, 2 de julio de 2014

Juan Domingo Perón, la verdadera herencia... De Alguna Manera...


La verdadera herencia...


Un análisis del legado de Juan Domingo Perón, a cuarenta años de su muerte. En primera persona: estábamos desolados. Aquel 1º de julio de 1974, cuando a través de los medios se informó que había fallecido a los 78 años el presidente de la nación, el Teniente General Juan Domingo Perón, la percepción y el recuerdo de quien les habla, junto con todos mis coetáneos, era de desconsuelo. Desolación también: porque no solamente la jornada era invernal y los próximos días serían fríos y lluviosos, sino porque el desconsuelo perforaba el alma de los argentinos. Sin apelar a categorizaciones psicoanalíticas, nos habíamos quedado huérfanos. “El viejo” se había muerto.

En aquel entonces, 78 años era sinónimo de viejo. Hoy, el presidente más veterano que hay en ejercicio de su cargo en el mundo entero, el de Israel, tiene 90 años: Shimon Peres. Y hay varios de esa generación que siguen haciendo sus vidas. Pero en aquel momento, los 78 años de Perón los vivíamos nosotros –en mi caso, veinteañero– de una manera terrible. No porque fuéramos todos peronistas, ni porque pensáramos que “el Viejo”, como se lo denominaba, al desaparecer de escena habría de provocar la catástrofe que vivismos los argentinos. 

Pero lo que prevalecía en aquel momento era esa sensación terrible que nos acontece en algún momento, de que ya nada habría de ser igual a lo que había sido. Al irse del mundo de los vivos en medio de aquel cambalache atroz, siniestro e indescriptible de los ritos satánicos de López Rega y su banda, la Argentina se quedaba con lo puesto. Miento. No nos quedábamos con lo puesto. Nos quedábamos desnudos, atrapados por nuestros odios, la sed de venganza, la retribución permanente de “a cada bala, otra bala; a cada muerto, otro muerto”.

Para los más jóvenes, quiero que sepan que una frase de la política de aquellos años era “tirarle muertos a fulano”, asesinar, secuestrar, destrozar. La Argentina, que estaba al borde del precipicio, sintió, en esencia, que la muerte de Juan Perón nos arrojaba a ese precipicio.
Perón había sido mucho más que un jefe político. Había llegado a la condición de un hombre que parecía encabezar un culto divino. Había y hay, y en gran medida me temo que sigue existiendo, una divinización de su carácter infalible. Perón era un personaje que conducía pero que, de hecho, si se lo desafiaba políticamente quien lo hacía entraba en categoría de traidor. 

Otra de las frases, o de las palabras clave del peronismo, es la noción de “traidor”. Así se denominó a muchos que osaron alzarse contra un hombre que había hecho del culto táctico un verdadero resumen de las virtudes de la política: el tacticismo, la destreza o elasticidad de la cintura política de Juan Perón fue uno de los aspectos proverbiales de su larga trayectoria política.

Fue así como asumió, de manera no violenta, haber sido derrocado y rápidamente emprendió rumbo al refugio en Paraguay. Hay que decirlo: el Paraguay de una dictadura, que marcaba el comienzo de la larga era de Alfredo Stroessner. En aquel momento, ya Perón había dicho que no contasen con él para la violencia. Pero pocos meses más tarde, desde la Argentina y ya desde su exilio en diferentes países de América Latina, en donde siempre estaban en el poder dictaduras de extrema derecha, Perón fue capaz de operar el pacto con la Unión Cívica Radical Intransigente (UCRI), a cambio de importantes prebendas políticas y corporativas que le había asegurado el candidato Arturo Frondizi, que efectivamente llega a la Casa Rosada, no solamente con la cantidad importante de votos de la UCRI, sino con un aporte importantísimo y determinante de votos del peronismo impulsados por Perón.

De la salida pacífica de 1955 por el puerto de Buenos Aires, a la insurrección y a los episodios de violencia política, primitivos pero de índole terrorista, se pasa al pacto con Frondizi, y años más tarde, cuando los militares vuelven a atrapar el poder una vez más, en 1966, proclamando el fin de la época del liberalismo –idea que fascinaba mucho a Perón-, Perón ordena el “desensillar hasta que aclare”. En una palabra: no hacerle frente al gobierno de la autodenominada Revolución Argentina.

Pero años muy pocos años más tarde, Perón, con la misma frialdad y naturalidad, apoya explícitamente lo que denominaría “formaciones especiales”, un eufemismo por darle aval político y legitimidad filosófica a asesinatos como el de Pedro Eugenio Aramburu y todos los que siguieron después.

Esa época abarca casi un lustro. A lo largo de ese lustro, Perón, que ya estaba radicado desde 1961 en la España de Francisco Franco, habrá de convertir ese arte del compromiso táctico en su marca registrada. El era capaz de hablar bien de Mao Tse Tung y de Fidel Castro, y a la vez no haber pisado jamás territorio cubano. Para eso lo tenía a John William Cooke. En 1973 la capacidad tacticista de Perón implicó proclamar una candidatura imposible: “Cámpora al Gobierno, Perón al poder”, una manera de hacerle pito catalán a los elementos más proverbiales de la legitimidad política institucional.

¿Qué herencia ha dejado Perón, cuarenta años después de su muerte? ¿Qué tenemos para mirar desde hoy y hacia adelante? El Movimiento Nacional Justicialista nunca se asumió como partido político. En su disco rígido, en el núcleo de su pensamiento ideológico, el peronismo nunca dejó de pensar, y sobre todo Juan Perón nunca dejó de considerar, que los partidos políticos eran una lacra de la democracia liberal. A su manera, él era también un claro impulsor de la acción directa, ya sea por la cúspide o por las bases. 

¿Qué herencia dejó? Hay una indiscutible y que sería necio negar: de esa manera imperfecta y parcial como fue el ascenso del peronismo, para la Argentina implicó la integración social de enormes mayorías desheredadas, a las que antes se había interpelado solamente de manera formal, pero no de manera directa. En ese sentido hay una cantidad importante de conquistas políticas y sociales –aguinaldo, voto femenino entre muchas otras- que implicaron un innegable progreso, pero que desafortunadamente se concreto en el marco de un autoritarismo y una falta de respeto por la institucionalidad democrática que marcaron desde el comienzo las falencias del peronismo.

Perón era, además, un personaje muy arraigado en la cultura argentina: tanto la del siglo XIX, cuando nació, como la del siglo XX en el que vivió y murió: era hombre de guiños y picardías. De alguna manera, personificaba la “viveza criolla”.

Años después, tras tanta sangre derramada, tras tantas “guerras de religión”, como las define Loris Zanatta, el peronismo ciertamente es herbívoro. Hoy no tenemos ni podemos hablar de violencia política, afortunadamente eso ha quedado atrás, no solo para el peronismo, sino para la totalidad de la sociedad argentina.

Perón no consiguió que su herencia política se plasmara en una fuerza orgánica, constituida, pluralista, y que discutiera abiertamente su futuro, y sobre todo su presente, en términos orgánicos. Y eso es lo que está presente en una mujer que no lo quiere, y que no lo quiso a Perón, como Cristina Kirchner, que ha vuelto a demostrar que, aún despreciándolo a Perón, ella es tan peronista como el que más. Ese disco rígido es la peor herencia, el desafío para las próximas generaciones del justicialismo: demostrar que es capaz de convivir con una Argentina que, por lo menos en un importante porcentaje, no piensa de la misma manera.

Esa es la herencia y ese es el desafío, cuarenta años después de la muerte del Teniente General del Ejército Argentino Juan Domingo Perón.


© Escrito por Pepe Eliaschev el Martes 02/07/2014 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.


jueves, 21 de marzo de 2013

Oportunidad única… De Alguna Manera...


Oportunidad única…


El particular estilo de Jorge Bergoglio anuncia un cambio de época. En el mundo y también aquí.

Ocurrió en un anochecer de 2002. Era el mes de septiembre. Salía de dar una conferencia y estaba, a la búsqueda de un taxi, parado a pocos metros de la esquina de Diagonal Norte y Florida. El colectivo se detuvo y paró enfrente de mí. Era el 111 que va desde Villa Zagala hasta la Aduana. Venía casi vacío. Al abrirse la puerta trasera bajó un solo pasajero. Al vernos nos reconocimos mutuamente.

–Hola cardenal –dije sorprendido.

–¿Cómo le va, Nelson? –me respondió.

–¿De dónde viene? –le pregunté.

–De Villa Pueyrredón. Estuve visitando la Parroquia de Cristo Rey –me contestó–. ¿La conoce? –me preguntó.

–Soy de ahí –le dije.

Hablamos unos pocos segundos más y nos despedimos con un hasta luego.

La anécdota es una más entre las centenares conta­das por muchos otros conciudadanos acerca de situaciones similares. El colectivo, el subte, el tren, la calle de a pie, formaban parte de la vida cotidiana del cardenal Jorge Bergoglio. He aquí uno de los mensajes más impactantes del nuevo papa: su contacto con la vida común y con la pobreza no es enunciativo; es fáctico. Su cercanía con los que menos tienen es una presencia en su vida y en la de ellos. No necesita contarlo él. Lo hacen espontáneamente quienes encontraron en el entonces cardenal alguien de su cercanía.

En los pocos días que han corrido desde su elección, el Papa ha producido un impacto que sacude al mundo. Basta ver, escuchar y leer los principales medios para observarlo. El presente le sonríe. El futuro lo desafía. A Francisco lo aguardan tareas de enorme trascendencia. La primera de ellas es la necesidad de revitalización y renovación de la Iglesia.

Los hechos que con inusual claridad denunció Benedicto XVI –junto a su renuncia, esas denuncias constituyen su principal legado– deberán ser abordados con urgencia por el nuevo pontífice. “La Iglesia corre el riesgo de transformarse en una ONG piadosa”, fue la frase con la que el Papa resumió el objetivo primordial que la Iglesia Católica tiene de mantener vivo su liderazgo espiritual y moral, seriamente afectado por la suma de corrupción, luchas intestinas por el poder y tolerancia con los execrables hechos de pedofilia protagonizados y/o tolerados por presbíteros, obispos y cardenales.

Benedicto XVI dio un primer paso –importante– reconociendo, denunciando y condenando esos hechos. Le corresponde a Francisco acometer la ineludible empresa de poner fin a esos males. En un plano de similar trascendencia está la tarea evangelizadora de la Iglesia. Es un desafío esencial. En este aspecto, la tarea del nuevo papa se asemeja mucho a la que le cupo a Juan XXIII. El así llamado Papa Bueno entendió que la Iglesia, que se hallaba en una situación crítica tras el controvertido papado de Pío XII, debía tener una aproximación diferente a la problemática de aquel momento, no para cambiar sus pilares doctrinarios, sino para tener una mejor comprensión de cambios que estaban aconteciendo en ese momento de la historia.

Muchos creen que la revolución y la modernización de la Iglesia implican demandar cambios en su postura frente a temas como el aborto o el matrimonio entre personas de un mismo sexo. Es un grueso error. Eso no cambiará nunca porque constituyen pilares de su doctrina. Lo que se requiere de la Iglesia es una postura más comprensiva y, en el caso particular del aborto, una fuerte participación en las acciones de prevención. El aborto es una desgracia en la vida de cualquier mujer. En lo personal estoy en contra del aborto. El desafío es prevenirlo; condenarlo no solu­ciona nada.

Para la Argentina, el significado del nuevo papa es monumental. Francisco ha pasado a ser el argentino más importante de toda la historia de nuestro país. La Argentina nunca fue el paradigma ni el modelo a seguir en las arenas de las cuestiones morales. De repente, se encuentra con que de su seno emerge el Papa, alguien llamado a ejercer un liderazgo moral y espiritual de dimensión universal. ¡Qué magnífica paradoja! ¡Qué oportunidad única para nuestro país! ¡Qué desafío para nuestras dirigencias! ¡Qué momento augural para nuestra sociedad!

Al recibir a la Presidenta, el Papa no sólo dio un ejemplo de grandeza, sino que marcó un camino. El beso de Francisco que impactó a Cristina Fernández de Kirchner tiene el valor de un gran gesto: perdonar y dejar atrás ofensas, agravios y descalificaciones. Aplicado a nuestra realidad desde el poder, este gesto tendría hoy un valor casi revolucionario. Si capta este mensaje y lo transforma en hechos, la Presidenta tiene la oportunidad de cambiar el presente de una sociedad atravesada por la intolerancia al pensamiento diferente inculcado desde el poder. La oposición, también. ¿Tendrán la sabiduría de aprovecharlo y hacer historia?

© Escrito por Nelson Castro el 21/03/2013 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.