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lunes, 29 de abril de 2019

Los campos de concentración de la “conquista del desierto”... @dealgunamanera...

Los campos de concentración de la “conquista del desierto”


© Fuente: Felipe Pigna, Los mitos de la historia argentina 2Buenos Aires, Planeta. 2004, págs. 317-321, adaptado para El Historiador.

Los sobrevivientes de la llamada “Conquista del Desierto” fueron “civilizadamente” trasladados, caminando encadenados 1.400 kilómetros, desde los confines cordilleranos hacia los puertos atlánticos.

A mitad de camino se montó un enorme campo de concentración en las cercanías de Valcheta, en Río Negro. El colono Galés John Daniel Evans recordaba así aquel siniestro lugar: En esa reducción creo que se encontraba la mayoría de los indios de la Patagonia. (…) Estaban cercados por alambre tejido de gran altura; en ese patio los indios deambulaban, trataban de reconocernos; ellos sabían que éramos galeses del Valle del Chubut. Algunos aferrados del alambre con sus grandes manos huesudas y resecas por el viento, intentaban hacerse entender hablando un poco de castellano y un poco de galés: ‘poco bara chiñor, poco bara chiñor’ (un poco de pan señor)”.1

La historia oral, la que sobrevive a todas las inquisiciones, incluyendo a la autodenominada “historia oficial” recuerda en su lenguaje: “La forma que lo arriaban…uno si se cansaba por ahí, de a pie todo, se cansaba lo sacaban el sable lo cortaban en lo garrone. La gente que se cansaba y…iba de a pie. Ahí quedaba nomá, vivo, desgarronado, cortado. Y eso claro… muy triste, muy largo tamién… Hay que tener corazón porque… casi prefiero no contarlo porque é muy triste. Muy triste esto, dotor, Yo me recuerdo bien por lo que contaba mi pobre viejo paz descanse. Mi papa; en la forma que ellos trataban. Dice que un primo d’él cansó, no pudo caminar más, y entonces agarraron lo estiraron las dos pierna y uno lo capó igual que un animal. Y todo eso… a mí me… casi no tengo coraje de contarla. Es historia… es una cosa muy vieja, nadie la va a contar tampoco, ¿no?…único yo que voy quedando… conocé… Dios grande será… porque yo escuché hablar mi pagre, comersar…porque mi pagre anduvo mucho… (…)”. 2

De allí partían los sobrevivientes hacia el puerto de Buenos Aires en una larga y penosa travesía, cargada de horror para personas que desconocían el mar, el barco y los mareos. Los niños se aferraban a sus madres, que no tenían explicaciones para darles ante tanta barbarie.

Un grupo selecto de hombres, mujeres y niños prisioneros fue obligado a desfilar encadenado por las calles de Buenos Aires rumbo al puerto. Para evitar el escarnio, un grupo de militantes anarquistas irrumpió en el desfile al grito de “dignos”, “los bárbaros son los que les pusieron cadenas”, en un emocionado aplauso a los prisioneros que logró opacar el clima festivo y “patriótico” que se le quería imponer a aquel siniestro y vergonzoso “desfile de la victoria”.

Desde el puerto los vencidos fueron trasladados al campo de concentración montado en la isla Martín García. Desde allí fueron embarcados nuevamente y “depositados” en el Hotel de Inmigrantes, donde la clase dirigente de la época se dispuso a repartirse el botín, según lo cuenta el diario El Nacional que titulaba “Entrega de indios”: “Los miércoles y los viernes se efectuará la entrega de indios y chinas a las familias de esta ciudad, por medio de la Sociedad de Beneficencia”.3                                     

Se había tornado un paseo “francamente divertido” para las damas de la “alta sociedad”, voluntaria y eternamente desocupadas, darse una vueltita los miércoles y los viernes por el Hotel a buscar niños para regalar y mucamas, cocineras y todo tipo de servidumbre para explotar.

En otro artículo, el mismo diario El Nacional describía así la barbarie de las “damas” de “beneficencia”, encargadas de beneficiarse con el reparto de seres humanos como sirvientes, quitándoles sus hijos a las madres y destrozando familias“La desesperación, el llanto no cesa. Se les quita a las madres sus hijos para en su presencia regalarlos, a pesar de los gritos, los alaridos y las súplicas que hincadas y con los brazos al cielo dirigen las mujeres indias. En aquel marco humano unos se tapan la cara, otros miran resignadamente al suelo, la madre aprieta contra su seno al hijo de sus entrañas, el padre se cruza por delante para defender a su familia”.

Los promotores de la civilización, la tradición, la familia y la propiedad, habiendo despojado a estas gentes de su tradición y sus propiedades, ahora iban por sus familias. A los hombres se los mandaba al norte como mano de obra esclava para trabajar en los obrajes madereros o azucareros.

Dice el Padre Birot, cura de Martín García: “El indio siente muchísimo cuando lo separan de sus hijos, de su mujer; porque en la pampa todos los sentimientos de su corazón están concentrados en la vida de familia”.4

Se habían cumplido los objetivos militares, había llegado el momento de la repartija del patrimonio nacional.

La ley de remate público del 3 de diciembre de 1882 otorgó 5.473.033 de hectáreas a los especuladores. Otra ley, la 1552 llamada con el irónico nombre de “derechos posesorios”, adjudicó 820.305 hectáreas a 150 propietarios. La ley de “premios militares” del 5 de septiembre de 1885, entregó a 541 oficiales superiores del Ejército Argentino 4.679.510 hectáreas en las actuales provincias de La Pampa, Río Negro, Neuquén, Chubut y Tierra del Fuego. La cereza de la torta llegó en 1887: una ley especial del Congreso de la Nación premió al general Roca con otras 15.000 hectáreas.

Si hacemos números, tendremos este balance: La llamada “conquista del desierto” sirvió para que entre 1876 y 1903, es decir, en 27 años, el Estado regalase o vendiese por moneditas 41.787.023 hectáreas a 1.843 terratenientes vinculados estrechamente por lazos económicos y/o familiares a los diferentes gobiernos que se sucedieron en aquel período.

Desde luego, los que pusieron el cuerpo, los soldados, no obtuvieron nada en el reparto. Como se lamentaba uno de ellos, “¡Pobres y buenos milicos! Habían conquistado veinte mil leguas de territorio, y más tarde, cuando esa inmensa riqueza hubo pasado a manos del especulador que la adquirió sin mayor esfuerzo ni trabajo, muchos de ellos no hallaron –siquiera en el estercolero del hospital– rincón mezquino en que exhalar el último aliento de una vida de heroísmo, de abnegación y de verdadero patriotismo”.5

Los verdaderos dueños de aquellas tierras, de las que fueron salvajemente despojados, recibieron a modo de limosna lo siguiente: Namuncurá y su gente, 6 leguas de tierra. Los caciques Pichihuinca y Trapailaf, 6 leguas. Sayhueque, 12 leguas. En total, 24 leguas de tierra en zonas estériles y aisladas.

Ya nada sería como antes en los territorios “conquistados”; no había que dejar rastros de la presencia de los “salvajes”. Como recuerda Osvaldo Bayer, “Los nombres poéticos que los habitantes originarios pusieron a montañas, lagos y valles fueron cambiados por nombres de generales y de burócratas del gobierno de Buenos Aires. Uno de los lagos más hermosos de la Patagonia, que llevaba el nombre en tehuelche de “el ojo de Dios”, fue reemplazado por el Gutiérrez, un burócrata del ministerio del Interior que pagaba los sueldos a los militares. Y en Tierra del Fuego, el lago llamado “Descanso del horizonte” pasó a llamarse “Monseñor Fagnano”, en honor del cura que acompañó a las tropas con la cruz” 5.

Referencias:

1 Walter Delrio, “Sabina llorar cuando contaban. Campos de concentración y torturas en la Patagonia”, ponencia presentada en la Jornada: “Políticas genocidas del Estado argentinos: Campaña del Desierto y Guerra de la Triple Alianza”, Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Poder Autónomo, Buenos Aires, 9 de mayo de 2005. Citado por Fabiana Nahuelquir en “Relatos del traslado forzoso en pos del sometimiento indígena a fines de la conquista al desierto”, publicado en: http://www.elhistoriador.com.ar/articulos/republica_liberal/sometimiento_indigena_conquista_al_desierto.php.

2 Testimonio recogido en Perea Enrique: “Y Félix Manuel dijo”, Fundación Ameghino, Viedma, 1989. Citado por Fabiana Nahuelquir, op. cit.

3 El Nacional, Buenos Aires, 31 de diciembre de 1878.

4 Álvaro Yunque, Historia de los argentinos, Buenos Aires, Anfora, 1968.

5 Manuel Prado, La guerra al malón, Buenos Aires, Eudeba, 1966.

6 Osvaldo Bayer, “Rebelde amanecer”, Buenos Aires, Página/12, 8 de noviembre de 2003.





sábado, 8 de noviembre de 2014

Julio A. Roca, la otra historia... De Alguna Manera...


La otra historia...


Se han cumplido cien años de la muerte de Julio A. Roca. El diario La Nación, su defensor constante, dedicó mucho espacio para recordar la fecha de la desaparición de ese presidente argentino. 

En una página entera, los historiadores Ceferino Reato y Mario “Pacho” 0’Donnell volcaron –con todo entusiasmo– su apoyo a esa figura tan discutida de nuestra historia. Reato lo calificó nada menos como “el mejor presidente de la historia nacional”, y O’Donnell trató ya en el título de su colaboración de desmerecer a aquellos autores que tienen a la Ética como medida definitiva para calificar a un protagonista de la Historia. Titula O’Donnell “Un caudillo objetado por un revisionismo malentendido”. Bastaría tocar un punto no mencionado por los dos historiadores para rebajar moralmente los argumentos de ellos.

Ambos callan una realidad: no mencionan el capítulo donde este protagonista de nuestra historia pisotea para siempre los principios de la Ética que debe impulsar la vida de todo ser político. Es cuando Roca, como comandante del Ejército, lleva a cabo el genocidio indígena y el presidente Avellaneda avala todo ese inmenso crimen. Y también cuando los prisioneros indígenas –hombres, mujeres y niños– son ofrecidos como esclavos en las plazas públicas de Buenos Aires. Para comprobarlo no hace falta más que leer los periódicos de Buenos Aires de 1878. Un ejemplo lo dice todo.

El diario El Nacional, de Buenos Aires, expresa en su edición del 31 de diciembre de 1878: “Llegan los indios prisioneros con sus familias. La desesperación, el llanto no cesan. Se les quitan a las madres sus hijos para en su presencia regalarlos a pesar de los gritos, los alaridos y las súplicas que hincadas y con los brazos al cielo dirigen las mujeres indias. En aquel marco humano, unos se tapan la cara, otros miran resignadamente al suelo, la madre aprieta contra el seno al hijo de sus entrañas, el padre se cruza por delante para defender a su familia de los avances de la civilización”. Esta crónica de esos días lo dice todo. Por eso hay que leer los diarios de la época para comprender toda la realidad y la crueldad empleada por Roca y sus tropas. Pero, los del diario La Nación deberían leer sus propios diarios de la época para cerciorarse de lo cruel y bestial que fue ese tiempo tan loado ahora por Ceferino Reato y Pacho O’Donnell.

Leamos, como ejemplo, una crónica de La Nación del 17 de noviembre de 1878, en plena Campaña del Desierto. En primera página, bajo el título “Impunidad”, dice textual: “El regimiento Tres de Línea ha fusilado, encerrados en un corral, a sesenta indios prisioneros, hecho bárbaro y cobarde que avergüenza a la civilización y hace más salvajes que a los indios a las fuerzas que hacen la guerra de tal modo sin respetar las leyes de humanidad ni las leyes que rigen el acto de guerra. Esa hecatombe de prisioneros desarmados que realmente ha tenido lugar deshonra al ejército cuando no se protesta del atentado. Muestra una crueldad refinada e instintos sanguinarios y cobardes en aquellos que matan por gusto de matar o por presentarse un espectáculo de un montón de cadáveres”. Es penoso que los directivos de La Nación actuales ignoren todo esto. Ya nadie puede negar que la Campaña del Desierto fue un genocidio y que no se puede aprobar bajo ningún concepto desde el punto de vista ético. Las pruebas están en el Archivo General de la Nación y basta leer los diarios de la época para comprender bien lo que fue ese vergonzoso crimen político.

Y basta contraponer los argumentos de un Alsina, ministro de Avellaneda, que desarrolló la tesis de que los pueblos originarios no tenían noción de la propiedad. Por eso había que separarlos por una zanja, mientras Roca rechazó este plan y exigió la importación de diez mil fusiles Remington de Estados Unidos “porque con esta arma habían sido eliminados en dicho país los sioux y los pieles rojas”. Ya es tiempo de que con tales pruebas históricas se modifique el concepto de ese militar, Roca, que fue presidente dos veces, y se quite su monumento del centro de Buenos Aires. Nuestros héroes fueron los que defendieron la vida y la Ética y no los que eliminaron a pueblos enteros y esclavizaron hasta sus mujeres y sus niños.

Ceferino Reato, el historiador de La Nación, reconoce al pasar estos crímenes al escribir: “Es claro que la Conquista del Desierto, y más aún lo que sucedió después, tuvo varios aspectos criticables como el trato inhumano, cruel, a los indios prisioneros (muchos chicos fueron separados de sus madres, por ejemplo) y la concentración de parte de las tierras liberadas en pocas manos”. Sí, Reato lo reconoce al pasar pero sin darle mayor importancia, total se trataba de indios. El autor de esos crímenes impunes tiene hoy el monumento más grande de Buenos Aires, en pleno centro. Por su conducta y sus crímenes no tendría que ser festejado de esa manera.

Pacho O’Donnell sólo hace una breve crítica a Roca por su Campaña del Desierto. Dice: “En lo que hace a la Conquista del Desierto es, sin duda, el aspecto más criticable en la historia de Roca por el militarismo excesivo ante un enemigo mal armado y poco orgánico”. No se refiere al gran genocidio que produjo ni tampoco a la reimplantación de la esclavitud, que son los dos aspectos más relevantes al faltar así a los principios de Mayo y a las resoluciones de la Asamblea del año XIII.

Pese a todo, el tiempo va dando la razón a quienes han puesto en duda la labor moral de Roca y ofrecido las pruebas de sus hechos verdaderamente criminales. Sus aciertos en otros sectores no lo limpian de esos aspectos descritos que nos retrotraen a los argentinos a la Edad Media. Los héroes verdaderos de nuestro pasado deben ser especialmente los que cuidaron la vida y marcaron un futuro sin violencias ni grandes diferencias económicas. Los verdaderos republicanos que desearon un país en Paz y con la conciencia de la Igualdad permanentemente presente, tal cual lo cantamos en nuestro Himno Nacional.


© Escrito por Osvaldo Bayer el sábado 08/11/2014 y publicado por el Diario Página/12 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Todo el contenido publicado es de exclusiva propiedad de la persona que firma, así como las responsabilidades derivadas.