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sábado, 10 de junio de 2023

La sonrisa del dragón… @dealgunamaneraok...

La sonrisa del dragón… 

Xi Jinping. Fotografía: CEDOC

El último viaje de Massa y su comitiva a China replantea el alineamiento internacional de la Argentina. Los acuerdos con Xi Jinping y el frío de EEUU. 

© Escrito por  Jaime Neilson, former editor of the Buenos Aires Herald (1979-1986), el sábado 10/06/2023 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. 

Hace casi veinte años, el entonces presidente Néstor Kirchner anunció que China estaba por invertir tanta plata en el país que en adelante habría que colgar un retrato suyo al lado de aquel del Libertador José de San Martín en todos los despachos oficiales. Aunque el torrente de dinero que Néstor esperaba conseguir nunca se materializó, lo que presuntamente tenía en mente distaba de ser insensato.

Como muchos otros, el fundador de la dinastía K entendía que la expansión económica de China modificaría drásticamente el mapa geopolítico del mundo e intuía que a la Argentina le convendría vincularse cuanto antes con la eventual superpotencia de mañana, emulando así a San Martín que despejó el camino para que el país tuviera una relación estrecha y beneficiosa, que duraría más de un siglo, con el Imperio Británico.  Puede que Sergio Massa, con lo de “Argenchina” cuya aparición festejó, haya fantaseado con asegurarse un lugar igualmente destacado en el panteón nacional.

De resultar ciertas las previsiones de los convencidos de que el futuro se escribirá en chino mandarín, ni el gobierno actual ni sus sucesores inmediatos podrían darse el lujo de minimizar el significado del cambio así supuesto. Después de la Segunda Guerra Mundial, el presidente Juan Domingo Perón, cometió un error garrafal al oponerse frontalmente a la hegemonía patente de Estados Unidos que creía sería pasajera. Andando el tiempo, procuraría reconciliarse con el cada vez más imponente “Coloso del Norte”, pero ya era demasiado tarde. Desgraciadamente para el país, la resistencia inicial del general a reconocer que el orden mundial basado en el poder de Estados Unidos duraría por mucho tiempo, lo hizo consolidar el modelo socioeconómico que está desintegrándose ante nuestros ojos, con consecuencias terribles para la mayor parte de la población.

Sea como fuere, mientras que en 1946 era razonable suponer que países de cultura occidental continuarían desempeñando un papel rector en el mundo, puesto que tanto Estados Unidos como su principal rival, la Unión Soviética, se habían inspirado en ideas netamente europeas, la situación actual es muy diferente. Aunque la elite china ha adoptado una versión sui géneris del marxismo, su forma de pensar debe mucho a sus propias tradiciones, en especial a las confucianas, de suerte que para los demás es aún más difícil entender lo que los motiva de lo que era para los “kremlinólogos” que intentaban descifrar lo que ocurría en el seno del régimen soviético.

El cada vez más autocrático presidente chino Xi Jinping y quienes lo rodean son nacionalistas. Sienten orgullo por lo logrado a través de los milenios por la gran civilización china que, no lo olvidemos, en distintas épocas era por mucho la más próspera e intelectualmente más sofisticada del mundo. Desde su punto de vista, sería natural que China retomara su lugar en el ápice de un orden internacional jerárquico en que los demás pueblos ocuparían puestos más humildes.

Hasta hace poco, China disfrutaba de una relación mutuamente beneficiosa con Estados Unidos en que, a cambio de encargarse de la producción de bienes de consumo y de tal modo ayudar a reducir el costo de vida de los norteamericanos, aprovechaba las ventajas comerciales y tecnológicas que les brindaba el orden mundial regenteado por Washington. Sin embargo, al darse cuenta los norteamericanos de que, con su ayuda, China estaba erigiéndose en una superpotencia rival que se guiaría por valores que les son radicalmente ajenos, llegaron a la conclusión de que habían sido víctimas de una gran estafa. Con todo, si bien quisieran “desacoplarse” de China con la esperanza de frenar su desarrollo económico privándola de acceso al mercado norteamericano, no les será nada sencillo hacerlo sin poner fin a la globalización y de tal manera provocar una gravísima crisis económica mundial que a buen seguro los perjudicaría.

Frente a China, Joe Biden ha resultado ser aún más agresivo que Donald Trump. En Washington, los jefes militares están preparándose anímicamente para una eventual guerra en defensa de la independencia de Taiwán que, para Pekín, es sólo una provincia rebelde que tarde o temprano tendrá que ser reincorporada a la Madre Patria, una guerra que, de acuerdo común, sería una catástrofe aún mayor que la provocada por la invasión de Ucrania por el ejército de Vladimir Putin. Sin embargo, aun cuando los dos gigantes opten por seguir compitiendo de manera pacífica, ambos harán cuanto puedan por aumentar el poder económico, tecnológico y diplomático propio en desmedro de aquel de su contrincante, lo que ya ha comenzado a plantear problemas a los muchos países, entre ellos la Argentina, que quisieran sacar provecho de la “guerra fría” que se ha desatado.

Tanto Estados Unidos como China cuentan con ventajas y desventajas. El sistema político norteamericano a veces parece ser tan disfuncional como el argentino, mientras que la dictadura china tiene forzosamente que privilegiar los intereses de una elite que se cree sin más alternativa que la de tratar de controlar hasta los pensamientos del resto de la población, La legitimidad del régimen depende de un pacto informal según el cual su derecho a gobernar se basa en el éxito innegable de su estrategia económica, lo que entraña el riesgo de que una recesión, o las secuelas del colapso demográfico que ya está incidiendo en la vida del país, darían lugar a disturbios inmanejables.

Por ahora cuando menos, Estados Unidos está tecnológicamente más avanzado que China, pero Xi y quienes lo rodean confían en que el empleo sistemático de la Inteligencia Artificial le permitirá adelantarse. En este terreno, cuentan con la ayuda de “progresistas” norteamericanos que están resueltos a subordinar todo, comenzando con la calidad académica, a la “equidad” racial y sexual, una obsesión que ya está teniendo un impacto muy negativo en las facultades científicas de Harvard y otras universidades aún muy prestigiosas.

Si China tiene una carta de triunfo en la lucha por superar a Estados Unidos en la carrera tecnológica, es la voluntad de esforzarse, es decir, “la cultura de trabajo”, de los integrantes más talentosos de su población. Como acaba de recordarnos Máximo Kirchner que, para extrañeza de muchos, acompañó a Massa en su expedición a los dominios de Xi en busca de dinero fresco, “es admirable lo que hizo China” en el ámbito de la enseñanza. 

TRASTIENDA DE LAS HORAS MÁS DRAMÁTICAS DE SERGIO MASSA

No se equivocó el jefe de La Cámpora, pero olvidó señalar que el sistema educativo chino se destaca por su rigor extremo. A diferencia de lo que es habitual en la Argentina, el país del “ingreso irrestricto” y de la mentalidad facilista correspondiente, en China los jóvenes que quieren ir a una universidad tienen que superar el temible Gaokao, una prueba que figura entre las más exigentes y competitivas del mundo entero.

Para prepararse, es normal que, durante años, millones de adolescentes chinos, cuidadosamente vigilados por sus padres, estudien al menos diez horas todos los días. Si por algún motivo los docentes se declararan en huelga, serían linchados por sus vecinos o, si tuvieran suerte, enviados a un campo de reeducación en alguna región remota, ya que incluso los contrarios al régimen comunista comparten la fe más que milenaria de los chinos en la meritocracia. De más está decir que sería maravilloso que Máximo, impresionado por un sistema educativo que ha contribuido enormemente a la transformación sumamente rápida de China de un país paupérrimo en una gran potencia económica, ordenara a la gente de La Cámpora militar para que la Argentina lo adoptara, pero la posibilidad de que lo hiciera es virtualmente nula.

Según Massa y otros oficialistas, los chinos estarán dispuestos a ayudar financieramente a “Argenchina” con “swaps” ampliados, yuanes y así por el estilo sin pedirle nada a cambio. Dicen que no son como los técnicos pedantescos del Fondo Monetario Internacional que, por razones incomprensibles, quieren que el gobierno preste más atención a los números. Es una ilusión.  Si bien es cierto que en ocasiones el régimen chino aplica criterios que son más geopolíticos que económicos cuando le interesa relacionarse con países en apuros, nunca vacila en aprovechar su capacidad para presionar a los endeudados para que lo apoyen en el escenario mundial, además de obligarlos a hacer concesiones que son lesivas a la soberanía nacional.

Lejos de ser un acreedor blando, como uno de los integrantes principales del FMI, China ha adoptado posturas tan severas como las de Alemania y Japón que están entre los más reacios a continuar aportando al “plan llegar” de Massa por entender que aprobarlo sería contraproducente no sólo para la Argentina sino también para el sistema financiero mundial.

Si resulta que tengan razón quienes prevén que China desempeñe un papel internacional preponderante en los años que vienen, no manifestará mucha simpatía por países que parecen incapaces de mantenerse solventes. Los chinos no se sienten abrumados por “la culpa post-imperial” que aflige a los europeos y, hasta cierto punto, los norteamericanos. Tampoco se sentirán conmovidos por la pobreza extrema en otras partes del mundo; después de todo, tienen derecho a decir que, para superarlo, les bastaría con hacer lo que, a partir de 1979, ha hecho su propio gobierno. Se trataría de una propuesta que, claro está, no motivaría mucho entusiasmo en las filas de kirchnerismo.



    

sábado, 19 de mayo de 2018

El país entre la espada y la pared… @dealgunamanera...

El país entre la espada y la pared… 


Desgraciadamente para el presidente Macri, la realidad política, es decir, lo que la gente está dispuesta a soportar, acaba de chocar contra la lamentable realidad económica.

© Escrito por Jaime Neilson el sábado 19/05/2018 y publicado en la Revista Noticias de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Tiene razón Mauricio Macri cuando dice que “el Estado no puede gastar más de lo que tiene”. También la tiene cuando insiste en que no hay ninguna alternativa aceptable al “gradualismo”, o sea, de permitir que el Estado siga gastando mucho más de lo que tendrá en los años próximos con la esperanza de que, de un modo u otro, una marejada de dinero fresco llegue a tiempo para evitar una catástrofe. Acaso sueña con un golpe de suerte parecido al boom de la soja y otras commodities que tanto benefició a Néstor Kirchner, pero en tal caso le convendría recordar que, antes de producirse aquel milagro, el país se había visto sometido a un ajuste extraordinariamente brutal que hizo factible una etapa no muy larga de crecimiento rápido con superávits gemelos que Cristina no pudo prolongar.

Desgraciadamente para el presidente Macri, la realidad política, es decir, lo que la gente está dispuesta a soportar, acaba de chocar contra la lamentable realidad económica como ha sucedido tantas veces en la aún breve historia nacional. Aunque la Argentina dista de ser el único país en que las expectativas populares se han alejado de las posibilidades genuinas, ya que algo similar está provocando tensiones crecientes en América del Norte y Europa, aquí la brecha es mucho mayor que en otras partes, motivo por el que el país siempre figura entre los favoritos para ganar el campeonato mundial de inflación. Es tan fuerte el deseo de los sectores dominantes de convencerse de que la sociedad está en condiciones de darse ciertos lujos que a menudo el país se asemeja a la rana de la fábula de Esopo que, para hacerse tan grande como un buey, se hinchó hasta tal punto que explotó.

Desde hace ochenta años o más, la clase política nacional se comporta como sí la Argentina fuera mucho más rica de lo que haría pensar la evidencia. Para convivir con la disparidad creciente entre las pretensiones en tal sentido de dicha clase y el país que efectivamente existe, sus líderes de turno han probado suerte con distintas fórmulas.

Una, la populista, se basa en dar a entender que el país está desempeñando un papel heroico en un gran drama cósmico e imaginar que la mejor forma de solucionar problemas concretos es organizar protestas callejeras multitudinarias. Por indignante que parezca a quienes prefieren cierta racionalidad, las fantasías confeccionadas por demagogos e ideólogos imaginativos pueden ayudar a hacer más tolerable la miseria en que viven millones de familias.


Otra fórmula, la que se ensaya cuando mucha gente llega a la conclusión de que desahogarse así sólo sirve para agravar todavía más la situación del país, consiste en tratar de convencer al mundo de que por fin los dirigentes políticos han sentado cabeza y que en adelante se esforzarán por respetar las reglas imperantes en los países avanzados. Apuestan a que estos, debidamente impresionados por el cambio así supuesto, darán al Gobierno relativamente cuerdo que acaba de reemplazar a otro populista toda la plata que necesita para perpetuar la ilusión de riqueza.

Es esta la opción elegida por Macri. A la luz de lo sucedido en las semanas últimas, parece cada vez más probable que sufra el destino de tantos otros intentos de “normalizar” el país sin violar los “derechos adquiridos” de quienes podrían ocasionarle dificultades. Reza para que el Fondo Monetario Internacional lo ayude en la misión imposible que ha emprendido. La mayoría no comparte el optimismo que tanto el Presidente como los integrantes más conspicuos de su equipo están procurando difundir. Sabe que pedirle algo al Fondo es una noticia muy mala.

Puede que la reacción pavloviana de muchos frente al regreso del Fondo se haya inspirado en la noción poco seria de que sea una institución congénitamente maligna cuyos técnicos anteponen los números a la gente, pero es comprensible que piensan así ya que la experiencia les ha enseñado que sólo aparece cuando el país se encuentra en graves apuros. Si bien por motivos prácticos quienes manejan el Fondo han aprendido que cometerían un error si pasaran por alto los factores políticos, saben que sería aún peor cohonestar estrategias que, andando el tiempo, tendrían consecuencias desastrosas.

No es culpa del FMI que, una vez más, la Argentina está pasando bajo las horcas caudinas. Tampoco lo es de Macri y, aunque el aporte de Cristina y sus socios a lo que está ocurriendo a más de dos años de su salida del poder ha sido enorme, sería escapista atribuir al gobierno kirchnerista toda la responsabilidad por la incapacidad del país para adaptarse a lo que ha sucedido en el mundo a partir de la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado. Ya antes de aquella calamidad mundial, el país había comenzado a estructurarse de tal manera que no le sería dado aprovechar las oportunidades brindadas por el desarrollo, como hicieron tantos otros de cultura equiparable en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, o soslayar las trampas que se abrirían ante los tentados por el facilismo.

A esta altura, es evidente que el modelo al que el país se ha acostumbrado ha dejado de ser viable. Como hace poco nos recordó el senador peronista Miguel Ángel Pichetto, “acá hay 10 millones de personas que trabajan y 17 millones que cobran un cheque del Estado”. Entre aquellos 17 millones están 11 millones que reciben la Asignación Universal por Hijo. Es una locura, claro está, pero dejar de pagarles lo que muchos precisan para sobrevivir y todos ya toman por un derecho irrenunciable no podría sino desatar una tormenta social y humanitaria de proporciones muy peligrosas.

También dinamitaría el proyecto oficial de seducir a los más pobres del conurbano bonaerense para que pueda prescindir del apoyo de la franja de la clase media que creía que Macri defendería sus intereses sectoriales y que, de sentirse agredida por los tarifazos y la inflación, estaría dispuesta a castigarlo votando por virtualmente cualquier alternativa. Puede entenderse, pues, la voluntad oficial de aferrarse al “gradualismo” –mejor dicho, al asistencialismo–, aun cuando no cuenten con los recursos necesarios.

No es ningún consuelo, pero a su modo la Argentina es un país pionero, porque muchos otros gobiernos se ven frente a los mismos dilemas. En Europa y Estados Unidos, están procurando reducir los costos de programas sociales que se instalaron cuando las circunstancias eran propicias pero que, en la actualidad, están resultando antieconómicas. Si bien los cambios demográficos han sido mucho menos negativos en la Argentina que en los países aún ricos que están envejeciendo a una velocidad alarmante, aquí también propende a ampliarse la diferencia entre una minoría menguante que está en condiciones de prosperar en el mundo feliz posibilitado por una serie de revoluciones tecnológicas y la mayoría que ha visto estancarse o disminuir sus ingresos.

Tal y como están las cosas, abundan los motivos para prever que el futuro de buena parte de la clase media norteamericana y europea se parezca mucho al presente de la argentina, de ahí la irrupción de Donald Trump en Estados Unidos y el auge de movimientos habitualmente calificados de derechistas, como la Liga italiana, en casi todos los países de Europa. No extrañaría, pues, que el eventual fracaso del “gradualismo” de Cambiemos provocara el reordenamiento del tablero político o que peronistas “racionales” como Pichetto y Juan Manuel Urtubey terminaran asumiendo posturas que, según la geometría ideológica convencional, los ubicaría bien a “la derecha” de Macri, ya que la alternativa sería resignarse a que el país se hundiera en el caos.




sábado, 30 de agosto de 2014

Kirchnerismo radicalizado… De Alguna Manera...


Kirchnerismo radicalizado…


El más entusiasmado por la extravagante aventura que Cristina ha emprendido es Axel Kicillof.

A juzgar por las encuestas de opinión, más del ochenta por ciento de la población quisiera que el país contara con un gobierno moderado encabezado por un centrista nato como Mauricio Macri, Sergio Massa, Daniel Scioli o Julio Cobos. Pero para Cristina tales detalles carecen de importancia. Es la jefa absoluta y le es dado hacer cuanto se le ocurra. Puesto que el orden político nacional es “verticalista”, a una presidenta peronista todo le está permitido. Aunque perdió el apoyo de la mayoría hace tiempo, cuenta con algo que, pensándolo bien, le es mucho más valioso que aquel 54 por ciento de los votos que obtuvo en octubre de 2011: el temor a que el país sufra una crisis institucional equiparable con la que, a fines de 2001, acompañó el colapso de la convertibilidad, cuando media docena de personajes se entretuvieron jugando sillas musicales con la presidencia de la República y millones de personas se vieron expulsadas de lo que para ellas había sido la normalidad.

La vieja consigna “yo o el caos” ha conservado su vigencia. Sin excepciones significantes, los líderes de las diversas agrupaciones políticas que se han improvisado últimamente quieren que Cristina termine su mandato a la hora prevista por el calendario institucional. Si bien a menudo se siente “un poco nerviosa”, la señora está más que dispuesta a aprovechar a pleno la libertad que le han concedido. Sin prestar atención a los gritos de alarma que están profiriendo empresarios asustados, sindicalistas desbordados por rivales que corean lemas izquierdistas y dirigentes no sólo opositores sino también, a su modo, los presuntamente leales, la presidentísima está librando una cruzada furiosa contra buena parte del resto del planeta.

¿Y por qué no? Además de caerle encima una y otra vez, el mundo, dominado como está por buitres inmundos, yanquis prepotentes, jueces foráneos que no le obedecen como corresponde y los nunca adecuadamente denostados neoliberales, la ha traicionado. En cuanto al país, desde hace mucho Cristina entiende que no está a la altura del relato heroico que le ha ofrecido.

El más entusiasmado por la extravagante aventura que Cristina ha emprendido es Axel Kicillof. Convencida de que el hombre que se niega a vestir corbata es “un genio”, Cristina le ha regalado un laboratorio espléndido, la Argentina, en que poner a prueba las teorías decimonónicas que tanto le gustan. En la Unión Soviética y China, el marxismo-keynesianismo o lo que fuera fracasó de manera realmente espectacular, pero Axel sabe que en el fondo los camaradas tenían razón. Al fin y al cabo, hasta el

Papa coincide en que el capitalismo liberal es un bodrio, de suerte que hay que reemplazarlo ya por una alternativa más humana, más inclusiva y menos exigente.

Cristina y los muchachos –algunos ya canosos– de La Cámpora aparte, pocos se sienten gratamente impresionados por las ideas de Axel. Antes bien, las toman por arbitrariedades típicas de un profesor un tanto chiflado cuyas teorías podrían sonar muy lindas cuando las expone en una aula llena de estudiantes contestatarios pero que, por desgracia, no tienen mucho que ver con lo que sucede fuera de los claustros académicos. Es lo que piensan virtualmente todos los empresarios, incluyendo a muchos que se habían acostumbrado a aplaudir como es debido los disparates presidenciales por entender que no les convendría figurar en la cada vez más extensa lista negra del oficialismo.

Con unanimidad sorprendente, los hombres de negocios creen que la resucitada Ley de Abastecimiento que tanto había contribuido a agravar las dificultades de la recordada etapa isabelina, no sólo les haga la vida imposible sino que provoque la muerte por estrangulación de la ya postrada economía nacional. Encontraron aún más intimidante, si cabe, la amenaza – producto de una “confusión”– de Cristina de tratar como terroristas a quienes siembren miedo cayendo en bancarrota.

Es verdad que el primer blanco de la ira presidencial ha sido una empresa de capitales yanquis, la imprenta Donnelley, pero no hay garantía alguna de que no acuse a otras de tener entre sus accionistas a personajes vinculados con los buitres. Sea como fuere, dadas las circunstancias en que se halla el país, ensañarse así con una empresa extranjera no ayudará a restaurar la confianza de los inversores. Por el contrario, al hacerlo Cristina se las arregló para cometer los presuntos delitos que, en un discurso enardecedor, atribuyó a la empresa gráfica de “atentar contra la economía” y generar “temor”, pero tal vez resulte imposible aplicarle a la Presidenta la ley antiterrorista.

El clima imperante en el país sería distinto si hubiera motivos para suponer que Kicillof haya fraguado un plan magistral que, instrumentado con eficacia por los funcionarios de la repartición que encabeza, serviría para que la maltrecha economía nacional reanudara el crecimiento luego de un intervalo recesivo ya bastante largo, pero, por desgracia, no hay ninguno. Fuera de los reductos kirchneristas, el consenso es que Cristina no entiende nada de economía salvo, quizás, las partes relacionadas con la hotelería, de ahí la proliferación de feriados y puentes, mientras que el superministro subordina los molestos datos concretos a las abstracciones que tanto le gustan. Es natural, pues, que los empresarios, asalariados y jubilados, es decir, casi todos, se sientan atrapados en un vehículo con las puertas bien cerradas que, conducido por principiantes, está a punto de precipitarse por un acantilado.

Antes de regresar los buitres al centro del escenario, parecía que Cristina y Axel querían hacer los deberes para que la fase final de su gestión transcurriera sin demasiados sobresaltos. Compraron la entrada a los mercados de capitales repartiendo miles de millones de dólares entre Repsol, los países del Club de París y las empresas que habían ganado juicios en el Ciadi, el tribunal del Banco Mundial. Pero la epopeya de la normalidad concluyó abruptamente no bien entró el país en un default “selectivo”. Al darse cuenta Cristina de que los holdouts le brindaban una oportunidad para recuperar una parte del capital político que había despilfarrado, optó por declarar la guerra no sólo contra ellos sino también contra la Justicia norteamericana, tan distinta ella de la argentina y, por las dudas, contra el gobierno de Barack Obama que, hasta ahora, se ha limitado a manifestar su extrañeza ante la actitud asumida por los amigos kirchneristas.

El pánico que algunos sienten puede entenderse. Aun cuando, para asombro de muchos, los bonistas prefirieran cobrar en Buenos Aires a esperar hasta las calendas griegas en Nueva York, la economía continuaría desintegrándose. Para combatir la inflación, Cristina y Axel confían en la maquinita. ¿La producción está bajando? Multarán a empresarios nada patrióticos que se nieguen a operar a pérdida. ¿Los pobres –aún quedan algunos– podrían participar de manifestaciones callejeras violentas? Para tranquilizarlos, el gobierno popular aumentará el gasto público y repartirá más subsidios. En cambio, no podrá hacer subir el precio de la soja; los granjeros norteamericanos se han sumado a la conspiración anti Cristina produciendo lo que, según algunos, será una “supercosecha”.

Desde el punto de vista de quienes sospechan que a veces los tan despreciados economistas “ortodoxos” podrían tener razón, el voluntarismo alocado del superministro está llevando el país hacia un desastre descomunal, uno comparable con los que, para perplejidad del resto del planeta, aquí son rutinarios, pero tal eventualidad no parece preocupar a quienes están al mando del maravilloso “modelo” que los kirchneristas han patentado.

Si estuviéramos en vísperas de las próximas elecciones presidenciales, el que el gobierno de Cristina haya decidido huir frenéticamente hacia adelante con la esperanza de alejarse de la bomba de tiempo que con tanta habilidad ha armado no resultaría tan extraño. Es lo que suelen hacer los populistas al acercarse la hora de irse y el país está habituado a que el modelo salvador de turno termine en llamas, razón por la que la moneda de referencia nacional por antonomasia es el dólar estadounidense.

Pero sucede que, conforme con las reglas, tendrán que pasar casi 500 días antes de producirse el cambio de gobierno que tantos anhelan. Mal que nos pese, se trata de tiempo más que suficiente para que una presidenta resuelta a desquitarse por vaya a saber cuántos agravios ponga de rodillas a la clase media, de tal modo enseñándole a portarse mejor, y depaupere aún más a los ya desesperadamente pobres para que recuerden con nostalgia los días en que la economía crecía a tasas chinas y había planes para todos y todas.

Felizmente para el Imperio, la Argentina no está en condiciones de ocasionarle muchos problemas. Los únicos países cuyos gobernantes pueden sentirse perturbados por las excentricidades de Cristina, Axel, el canciller Héctor Timerman y compañía son vecinos como Brasil, Paraguay y Uruguay, aunque ellos también han procurado distanciarse económica y anímicamente de lo que les parece un foco de infección peligroso. Lo mismo que la mayoría de los argentinos mismos, entienden que, hasta nuevo aviso, el país del modelo kirchnerista no será un socio confiable sino una fuente de problemas insólitos.

© Escrito por Jaime Nielson el Sábado 30/08/2014 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.


sábado, 31 de mayo de 2014

Ser Papa tiene sus ventajas... De Alguna Manera...

Francisco vive en un mundo que le es ajeno...

Francisco. Ilustración de Pablo Temes.

El Santo Padre vive rodeado de aplaudidores que celebran la sabiduría supernatural de todo cuanto dice.

Ser Papa tiene sus ventajas. El Santo Padre vive rodeado de aplaudidores que celebran la sabiduría supernatural de todo cuanto dice. El fervor que sienten es contagioso.

Gritan los titulares: ¡El Papa está a favor de la paz! ¡La cree “urgente! ¡Condena el terrorismo con firmeza!

Con entusiasmo conmovedor, en la Argentina por lo menos los fieles toman tales palabras por evidencia de que Francisco es un auténtico líder mundial que pronto convencerá a los belicosos de otras latitudes que ha llegado la hora de batir las espadas en rejas de arado y las lanzas en podaderas para que no haya más guerras.

El sueño de Isaías así resumido es muy atractivo pero, según la Biblia, que a veces es más realista que los bienintencionados dirigentes religiosos actuales, tendremos que esperar hasta “la parte final de los días” antes de que la paz reine en toda la Tierra.


Por cierto, no hay motivos para suponer que los guerreros santos que pululan en el mundo musulmán estén por prestar atención a los pedidos piadosos de Jorge Bergoglio: están demasiado ocupados matando a quienes no comparten todas sus preferencias teológicas, comenzando con los cristianos que todavía quedan en la inmensa región que se extiende desde la costa atlántica de África hasta el mar de China pero que, tal y como están las cosas, pronto morirán en matanzas o se verán expulsados.

Además de seguir las huellas de los centenares de dignatarios eclesiásticos de diversas iglesias, políticos e intelectuales renombrados que en años recientes han viajado a la Tierra Santa trayendo mensajes de paz y que, casi siempre, dan a entender que la mejor forma de asegurarla consistiría en que Israel desmantelase sus defensas, Bergoglio se vio involucrado en un nuevo escandalete en su país natal. No fue su culpa.

En vísperas del 25 de Mayo, llegó a la Casa Rosada una carta escueta, escrita apuradamente en su nombre por algún subordinado en que aludió, como es su costumbre, a cosas buenas como la concordia, el diálogo constructivo y la convivencia pacífica. No fue nada del otro mundo pero, sin perder un minuto para preguntarse por qué se le ocurriría a alguien falsificar una esquela tan rutinaria, los vaticanólogos locales, impresionados por el tuteo, un error de tipeo y otros detalles estilísticos, decidieron que era trucha, algo inventado por los kirchneristas, un juicio que fue avalado por el “ceremoniero”, el argentino monseñor Guillermo Karcher, que la calificó de un “collage” hecho con “mala leche” por un “artista”. En cierto modo lo fue, pero sucedió que “el artista” responsable de la misiva resultaba ser el mismísimo Papa.

Desde antes de metamorfosearse en Francisco, hay dos Bergoglio. Uno es el jefe de una grey de más de mil millones de personas que está procurando restaurar la autoridad espiritual de la Iglesia Católica acercándose a la gente y diciéndole que él también cree que el mundo se ha equivocado de rumbo. De acuerdo común, es mucho más simpático, más “humano”, que su cerebral antecesor alemán, el papa emérito Joseph Ratzinger o Benedicto XVI. Este Bergoglio quiere adaptar la institución que encabeza a los tiempos que corren sin romper por completo con los dos mil años de historia en que se basa casi todo su prestigio.

El otro Bergoglio es el hombre que, según Néstor Kirchner, militaba como el “jefe de la oposición”. Si bien no le es dado continuar desempeñando tal rol, entre sus compatriotas abundan los tentados a ubicar todas sus palabras, guiños y gestos en el contexto político argentino, subrayando lo que diferencia su manera de actuar del combativo estilo K, con el propósito de incomodar a Cristina.

Parecen creer que, como Juan Domingo Perón cuando estaba en Madrid, Francisco mueve una multitud de hilos, manda instrucciones cotidianas a sus operadores y por lo tanto está detrás de todas las maniobras emprendidas por la sucursal argentina de la Iglesia Católica. De no haber sido por tal ilusión, a nadie se le hubiera ocurrido preocuparse por la autenticidad de una carta meramente formal.

Ayudar a tranquilizar los ánimos aparte, no hay mucho que Francisco puede hacer para que por fin la Argentina salga del pantano socioeconómico y político en que sigue hundiéndose. Protestar, como buen peronista, contra un orden nacional e internacional inequitativo no sirve para mucho en un país vapuleado por la inflación que tambalea al borde de la bancarrota y que, de no ser por la soja hoy y – ¿quién sabe?– el gas shale mañana, tendría que elegir entre intentar una revolución capitalista dura que sería denostada por “neoliberal” por un lado y, por el otro, resignarse a un destino de miseria generalizada. Mal que les pese a los papistas, la influencia del Sumo Pontífice argentino en el futuro del país será escasa.

También lo será en el resto del mundo. Mientras Francisco celebra su propia amistad personal con algunos popes ortodoxos, rabinos judíos e imanes musulmanes, creyentes menos benévolos de distintas confesiones religiosas hablan el lenguaje de la guerra. En el Oriente Medio, el Papa trató de congraciarse con todos, en especial con los musulmanes palestinos que se han propuesto eliminar de cuajo al “ente sionista”, Israel, con sus habitantes judíos adentro.

Como los izquierdistas “antisionistas” europeos, Francisco se manifestó terriblemente indignado por la barrera que fue erigida por los israelíes para frustrar a quienes entraban en su país para asesinar a hombres, mujeres y niños indefensos; al recordarle el primer ministro Benjamín Netanyahu y otros voceros israelíes que, a partir de la construcción de dicha barrera, hubo llamativamente menos atentados terroristas, el Papa procuró reducir el impacto de su militancia pro palestina anterior rindiendo homenaje al profeta del sionismo, Theodor Herzl, y visitando Yad Yashem en que se conserva la memoria de los millones de judíos asesinados por los nazis.

En su tesis doctoral, el líder palestino, Mahmoud Abbas –“hombre de paz”, según Francisco–, nos explicó que el Holocausto fue una obra conjunta de los nazis y sionistas. Abbas se ha sentido dolorido últimamente porque la guerra civil en Siria, donde ya han muerto más de 150.000 personas en la lucha entre el dictador Bashar al-Assad y sus enemigos igualmente brutales, ha distraído la atención de los medios occidentales de su propia causa. Por lo tanto, le encantó la invitación a rezar por la paz en el Vaticano con Francisco y el nonagenario presidente israelí Simón Peres, un hombre cuyo peso político es nulo.

No solo el Papa sino también Barack Obama y muchos otros quisieran creer que el conflicto entre Israel y los árabes palestinos está en la raíz de virtualmente todos los problemas que están convulsionando al “Gran Oriente Medio”, de suerte que si lograran reconciliarse, los islamistas depondrían sus armas. Por desgracia, el asunto dista de ser tan sencillo como les gustaría suponer. Para Al-Qaeda y el enjambre de agrupaciones afines que día tras día surgen en Yemen, Irak, Afganistán, Pakistán, Malasia, el norte de África, Filipinas, el Cáucaso y China occidental, Israel es solo una manifestación anti islámica más, “el pequeño Satán” al decir de los iraníes, ya que el enemigo principal es Estados Unidos, “el gran Satán”, y los países de Europa.

De caer Israel, estarían en la mira Andalucía, Sicilia y Grecia, que antes habían formado parte del mundo islámico. Los guerreros más vehementes aluden con frecuencia creciente a un objetivo que, como entenderá Francisco, tiene un valor simbólico evidente: Roma.

Oponerse a la violencia y predicar a favor de la paz es fácil, pero es muy poco probable que la breve visita papal al Oriente Medio haya salvado una sola vida en Siria, Irak, el norte de África u otros lugares en que los islamistas, envalentonados por el repliegue norteamericano y la debilidad europea, están avanzando, masacrando a miles de personas de todos los credos y de ninguno. ¿Se arrepentirán los esbirros del régimen sudanés que encarcelaron una mujer embarazada y amenazan con decapitarla porque, según ellos, abandonó el islam por el cristianismo, la fe en la que nació? ¿Ayudarán las súplicas papales a las casi 300 niñas nigerianas, la mayoría cristiana, secuestradas por los fanáticos de Boko Haram para vender como esclavas, a los cristianos de Pakistán condenados a muerte por “blasfemia” contra el islam o los coptos de Egipto? Claro que no.

Parecería que, como tantos otros, Francisco teme más herir la sensibilidad tierna de sus interlocutores musulmanes que exigirles hacer algo positivo, aunque solo fuera organizar manifestaciones callejeras gigantescas equiparables con las que repudiaron la publicación de algunas caricaturas insulsas danesas, para protestar contra los horrores perpetrados por tantos correligionarios. Se entiende: hay que privilegiar “el diálogo” entre representantes de las distintas ramas del monoteísmo abrahámico.

Pero, mientras el Papa, Obama y otros siguen dialogando en torno a abstracciones con el presunto propósito de alcanzar un consenso, hombres de ideas muy diferentes toman nota de su pasividad para llegar a la conclusión de que los infieles occidentales ya están batiéndose en retirada, huyendo en pánico de las tierras musulmanas que habían invadido con la colaboración de apóstatas locales, y que, con tal de que sigan atacándolos, la victoria final será suya.

© Escrito por Jaime Neilson el Viernes 30/05/2014 y publicado por la Revista Noticias de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.




sábado, 24 de mayo de 2014

La aventura de Amadito se acerca a su fin… De Alguna Manera...


La aventura de Amadito se acerca a su fin…

El vicepresidente se convirtió en la cara de la corrupción K en el fin del ciclo. Cada vez la tiene más complicada.

Máximo y su tropa de La Cámpora le bajaron el pulgar y el vice vivió otra semana negra.

Pobre Amado Boudou. Cristina lo hizo vicepresidente porque, para extrañeza de sus incondicionales, le parecía simpático. Por razones no muy claras, creía que el roquero que, como un ángel del infierno yanqui vestido de cuero negro lustroso, quemaba kilómetros a bordo de una Harley Davidson atronadora, sería el hombre indicado para enfervorizar a adolescentes hartos de los personajes grises que pululaban a su alrededor.

Boudou, que con toda seguridad tomo la decisión presidencial por evidencia de que aprobaba su conducta, no pensó en modificarla. En vez de conformarse con lo ya conseguido, fue por más.

Al elegir a Boudou para guardar sus espaldas y fingir ser presidente durante sus ausencias esporádicas, Cristina cometió un error que no puede sino lamentar. Pronto se enteraría de que ni siquiera la legión de jóvenes reclutados para garantizarle la eternidad quería al neoliberal metamorfoseado en kirchnerista exuberante. Máximo y su tropa de La Cámpora le bajaron el pulgar.

Acertaban: para desconcierto de los fieles y, hay que suponerlo, de la mismísima Cristina, Boudou, el vicepresidente más votado de la historia del país, se las arregló para desplazar a Ricardo Jaime de su lugar como el emblemático número uno del elenco gubernamental. Tal y como están las cosas, al vice le espera un porvenir muy pero muy ingrato.

Amado está en apuros desde que la gente comenzó a preguntarse si la Presidenta estaba por “soltarle la mano”, pero su protectora es reacia a hacerlo por varios motivos. Uno es que no le gustaría confesar que cometió un error apenas comprensible al elegirlo para ser su compañero de fórmula sin prestar atención a las advertencias de miembros de su pequeño entorno familiar.

Otro es que le gustaría aún menos entregar la cabeza del ex favorito a los talibanes opositores que, luego de felicitarse por el triunfo, vendrían por la suya. Así y todo, por si acaso Cristina está preparándose anímicamente para tal eventualidad, de ahí la decisión de remplazar a la tucumana Beatriz Rojkés de Alperovich por el ex gobernador santiagueño Gerardo Zamora, un radical de ADN kirchnerista, como segundo en la línea de sucesión presidencial. Desde su punto de vista, es mejor que un radical encabece la cola de lo que sería tener que preocuparse por la proximidad al trono de un senador peronista.

Además de la hostilidad de muchos kirchneristas que ven en él un aventurero oportunista que, con malas artes, se las ingenió para engatusar a Cristina, una señora que, según parece, toma en cuenta los méritos estéticos de sus colaboradores principales, Amado tiene en contra el clima político. Como siempre sucede al acercarse a la puerta de salida el “gobierno más corrupto de la historia” de turno, se ha iniciado la temporada de caza.

Opositores de todos los pelajes, abogados, jueces y otros sienten que ha llegado la hora de tomar en serio asuntos que hasta hace poco les parecían anecdóticos. La anticuada maquinaría judicial está funcionando con mayor rapidez que antes. Causas, entre ellas las que involucran a Amado, que en otro momento se hubieran tramitado con lentitud exasperante, avanzan a una velocidad inacostumbrada. Si tienen suerte, algunos juristas se erigirán en héroes cívicos.

Al negarse la Corte de Casación porteña a sobreseerlo en el caso de la imprenta Ciccone, Amado quedó a un paso de ser llamado a indagatoria por el juez federal Ariel Lijo. ¿Bastaría como para ahorrarle tamaña humillación su condición de vicepresidente? Parecería que no, aunque, como siempre ocurre cuando de un tema legal se trata, las opiniones de los constitucionalistas están divididas.

Asimismo, si bien es factible que la Corte Suprema opte por ayudarlo por razones institucionales, dando a entender sus integrantes que a su juicio no le convendría en absoluto al país que el vicepresidente marchara preso, los especialistas en la materia no creen que estaría dispuesta a arriesgarse defendiendo a un personaje tan polémico.

Mientras tanto, distintos líderes opositores están esforzándose por convencer a los demás, comenzando con aquellos kirchneristas que están alejándose subrepticiamente de un proyecto sin un futuro claro, de que por ser insostenible la posición en que Boudou se encuentra le corresponde pedir licencia.

Según los más caritativos, sería de su interés abandonar por un rato su trabajo vicepresidencial para concentrarse en eliminar todos aquellos malentendidos maliciosos –entre ellos, el ocasionado por la huida de un testigo que dice temer por su vida–, de los que es víctima y, una vez terminada la tarea así supuesta, volver al Gobierno con su honra a salvo.

¿Es lo que realmente piensan? Es probable que no; como Boudou, sabrán muy bien que si se dejara conmover por quienes insinúan que sería astuto de su parte pedir licencia, sus compañeros no le permitirían regresar. Para ellos, su mera presencia en el Gobierno es fruto de uno de los caprichos menos explicables de Cristina; lo que quieren es que se borre, que se vaya para siempre.

A juzgar por las encuestas de opinión, para la mayoría Boudou resume en su persona una proporción notable de los vicios que son considerados típicos de las zonas menos salubres del submundo político nacional. Adelantándose a la Justicia, muchos dan por descontado que es un mentiroso serial, un traficante de influencias resuelto a enriquecerse en tiempo récord con la ayuda de testaferros de trayectoria dudosa.

Puede que exageren, que de no haber sido por su forma desfachatada, menemista, de actuar en público, a pocos les hubieran molestado sus presuntas actividades ilícitas; al fin y al cabo, la forma heterodoxa en la que Néstor Kirchner agregó más dólares a su patrimonio ya abultado no lo perjudicó a ojos de quienes siguen creyéndolo un auténtico prócer. Parecería que ser un peronista nato aún acarrea privilegios con los que compañeros de ruta de procedencia liberal, como María Julia Alsogaray y Boudou, solo pueden soñar.

A aquellos kirchneristas progres que imaginan que Cristina encabeza una especie de revolución popular, la saga protagonizada por el vice plantea un problema que en buena lógica debería atormentarlos. ¿Cómo incorporar las peripecias novelescas de un hombre tan distinto de los demás compañeros al “relato” épico? No les es del todo sencillo.

Para los demás, lo que ha sucedido es más preocupante de lo que supondrán los que, a pesar de todos los reveses, se aferran a la convicción de que el matrimonio patagónico procuraba hacer algo positivo para el país. Tendrán que preguntarse: ¿cómo fue posible que Boudou lograra trepar hasta la cima del poder, a un latido nada más de la presidencia de la Nación, con la aquiescencia complaciente del movimiento mayoritario y del 54 por ciento del electorado? La respuesta dista de ser reconfortante: porque así lo quiso una sola persona, Cristina, la dueña absoluta del destino nacional.

Criticar a la Presidenta por una decisión que resultó ser cómicamente arbitraria sería fácil si el sistema político fuera monárquico porque en tal caso todo dependería de la voluntad del jefe supremo, pero en teoría la Argentina es una república en la que el poder del mandatario es limitado por la Constitución. En realidad, claro está, las instituciones no funcionan porque, mientras se da la sensación de que la economía anda bien, a la mayoría no le interesan los detalles. Es solo cuando los problemas comienzan a multiplicarse que la opinión pública cambia de manera drástica.

De repente, millones de personas se manifiestan horrorizadas por la corrupción que durante años habían consentido. Y, por enésima vez, se difunde la esperanza, entre quienes se preocupan por tales cosas, de que el país esté en vísperas de un renacimiento moral, que nunca más habrá presidentes que actúen como autócratas. Tales etapas suelen ser agradables, pero para que brinden resultados concretos sería necesario que más políticos, muchos más, recuperaran el amor propio. Si la “década ganada” nos ha enseñado algo, esto es que una democracia no puede funcionar con una clase política dominada por obsecuentes serviles.

Un día, la Presidenta tendrá que rendir cuentas ante la Justicia a menos que la facción más poderosa de la clase política decida amnistiarla. Podría argüirse, pues, que Boudou y Cristina son víctimas de las circunstancias. Por ser la Argentina un país de cultura caudillista, de instituciones débiles y un sistema judicial maleable, los políticos pasajeramente exitosos se ven rodeados de tentaciones que para muchos son irresistibles.

Suelen creerse impunes, blindados contra cualquier adversidad concebible por sus fueros y por la complicidad de otros que, de tener la oportunidad, no vacilarían en emularlos. Corren riesgos que, de reflexionar un poquito, les parecerían excesivos, pero daría la impresión que son congénitamente incapaces de aprender de la experiencia triste de sus antecesores que, por lo común, atribuyen a sus presuntos errores ideológicos.

Para Cristina y sus incondicionales, el pecado más ignominioso de los menemistas no fue robar sino apostar al “neoliberalismo”. Puesto que a diferencia de quienes ganaron la década de los noventa del siglo pasado, ellos eran nacionales y populares, suponían que no tendrían por qué preocuparse.

© Escrito por Jaime Neilson el Viernes 23/05/2014 y publicado en la Revista Noticias de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.