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domingo, 22 de marzo de 2020

Desafíos pandémicos. Nadie escuchó…@dealgunamanera...


Desafíos pandémicos. Nadie escuchó…

El grito de Alberto. Dibujo: Pablo Temes

Prevenir es curar. Clave en esta pandemia que parece extraída de un relato bíblico.

© Escrito por Nelson Castro el domingo 22/03/2020 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

  
No ocurrió en tiempo de Nostradamus sino hace un año. Tampoco fue Nostradamus sino el director general de la Organización Mundial de la Salud, Adhanom Ghebreyesus, quien alertó sobre el peligro real de que un nuevo virus de la gripe se propagara de los animales a los seres humanos y desencadenara una pandemia. “La cuestión no es saber si habrá una nueva pandemia de gripe, sino cuándo ocurrirá. Debemos mantener la vigilancia y prepararnos, porque el costo será muy superior al de las prevenciones de una gran epidemia”, completó en su declaración, que está en el sitio web de la OMS.

Las dirigencias políticas del mundo –salvo unas muy pocas excepciones– suelen exhibir una conducta despreciativa y depreciativa del mundo de las ciencias. Muchos de ellos creen que ese es un universo de excéntricos ávidos de predecir catástrofes. Esa concepción es producto de una mixtura de actitudes en la que predominan la soberbia y la ignorancia. Es parte de la enfermedad de poder. Y lo notable es que esa actitud traspasa lo ideológico. Donald Trump, Giuseppe Conti, Jair Bolsonaro y Alberto Fernández son ejemplo de ello. Todos minimizaron el impacto del coronavirus.

En el caso particular de nuestro país, el Presidente produjo un giro de 180 grados a partir de su discurso por cadena nacional el pasado miércoles 11. Allí, por fin, se vio que había comprendido la gravedad de la situación.

Ahora, la cuarentena. La declaración de la cuarentena es consecuencia de esa comprensión. Hasta aquí, la evidencia muestra que los países que se “cerraron” e impusieron esta medida en tiempo y forma –y la cumplieron– sufrieron un impacto mucho menor. Los ejemplos más claros son Corea del Sur y Singapur. Italia y España, que llegaron tarde a todo, son el ejemplo de lo contrario. 

De todas maneras, esto exige una evaluación de la situación día por día. También exige una conducta ciudadana por parte de cada uno de los miembros de la sociedad. La condición de ciudadano hace que la persona sea sujeto de derechos y obligaciones. En su discurso por cadena nacional, la canciller de Alemania, Angela Merkel, dijo algo muy importante: “Debemos enfrentar esta emergencia sin alterar la esencia de la vida democrática y, para eso, es fundamental la responsabilidad de todos”. 

La traducción es simple: para evitar la necesidad de decretar el estado de sitio o el toque de queda, es necesario que cada uno cumpla las reglas.

Este es el desafío que tiene también la Argentina. Hay que entender que esta es una cuarentena, no una vacación.

La dirigencia política demostró –por una vez– haber tomado conciencia de lo que la sociedad espera de ella. Las repetidas imágenes de AF flanqueado por Horacio Rodríguez Larreta y Axel Kicillof; la convocatoria a los líderes parlamentarios de la oposición; la reunión con todo los gobernadores; la conversación con Mauricio Macri conllevan un mensaje potente de diálogo y acuerdos. Lo que no logró la política per se, lo forzó la pandemia.

¿Durará?

Las "lecciones" del Covid-19. Estas catástrofes –y una pandemia lo es– llevan a considerar una serie de variables y conductas, a saber:

1- El valor del respeto a las normas.
2- La disciplina social
3- Lo fundamental que es la prevención.
4- La calidad de las dirigencias.
5- La importancia de la información seria.
6- La valoría de los medios de comunicación responsables.
7- El riesgo del mal uso de las redes sociales.
8- Lo imprescindible que son los equipos de salud (médicos, enfermeras, técnicos, etc.)
9- Las distorsiones sociales.
10- Lo que cuesta en vidas la precariedad de un país.

Detengámonos un momento en las tres últimas. Un editorial de esta semana de The Lancet –una de las revistas médicas de mayor prestigio mundial– se explaya sobre la necesidad de cuidar al equipo de salud. En China se infectaron con el coronavirus unos 3.300 miembros del equipo de salud, de los cuales fallecieron 22. En Italia, el 20% del personal de salud abocado a atender y cuidar a estos enfermos se infectó. De hecho, en el Chaco, uno de los casos es el de una médica que se infectó tras la atención de un paciente afectado por el coronavirus.

Médicos, enfermeros y técnicos mal pagos, desprovistos de insumos y de elementos de protección de calidad y en cantidad adecuada son una realidad de nuestro país y de buena parte del mundo. “No queremos ganar los millones de Neymar, Messi, Nadal, Federer o Penélope Cruz, sino solo salarios dignos y tener condiciones de seguridad en nuestro trabajo”, dijeron al borde del llanto un médico y una enfermera españoles agobiados por el volumen de trabajo y la falta de recursos para hacer frente a la pandemia.

La situación por la que atraviesa Italia merece un párrafo aparte. La escasez de respiradores está teniendo una consecuencia letal y generando un dilema ético monumental. Todos los días, en alguna terapia intensiva, se debe decidir a quién se lo ventila mecánicamente y a quién no. El que es “seleccionado” tiene posibilidades de sobrevivir. El que no está condenado a morir. Entre un enfermo por coronavirus con un cuadro respiratorio severo de más de 65 años y otro de menor edad, la prioridad la tiene este último.      

Esta realidad (personal del equipo de salud mal pago y falta de recursos) es aplicable también a la Argentina. La salud pública sufrió un golpe demoledor cuando el Ministerio de Salud de la Nación dejó de tener hospitales nacionales. Fue una de las típicas decisiones de la década del 90. Esto quitó la posibilidad de una salud de calidad más igualitaria. Los hospitales nacionales eran nosocomios de alta complejidad que, a pesar de los problemas que tenían, representaban un eslabón superior de igualación.

Claro que las desgracias no pararon ahí. Ninguno de los gobiernos que siguieron tuvo en sus prioridades darle al sistema público la prioridad que merece.

La precariedad también se ha visto en la falta de reactivos en las distintas provincias. Esto ha hecho que el período de ventana entre el momento en que se toma la muestra y se tiene el resultado de un caso sospechoso, deban pasar seis días. Es mucho tiempo. Recién se ha corregido en estas horas. Debió habérselo hecho hace, por lo menos, 15 días.

Prevenir es curar. Nunca más cierta esta frase, en medio de esta pandemia que parece extraída de un relato bíblico.





miércoles, 19 de octubre de 2016

Estúpida y sensual xenophobia… @dealgunamanera...

Estúpida y sensual xenophobia…

Argentinos nacidos en Europa descansan de a quinientos por metro cuadrado en un palacio de arquitectura neorrenacentista previo a salir a trabajar la tierra de San Telmo.

Samuel nació en Caracas hace 28 años. Llegó a la Argentina por primera vez de vacaciones y se enamoró de Buenos Aires. Años después, harto de la situación de su país y viendo que estaba al borde de la pobreza teniendo un trabajo que en cualquier otro país le permitiría llevar una vida holgada, vendió lo último que le quedaba –su “carro”– que, por esas cosas de las diferentes cotizaciones del dólar, le alcanzó para pagarse dos pasajes. Llegó a Buenos Aires con su esposa de manera legal, por el aeropuerto de Ezeiza y con los papeles en la mano.

Tanto él como su esposa tienen dos títulos universitarios cada uno. Ella trabaja de mesera en un bar de Palermo por unos pocos pesos más la propina. Él atiende un kiosco de siete de la tarde a siete de la mañana del día siguiente. La semana pasada fui testigo del primer comentario despectivo que recibió cuando un señor muy bien vestido le recriminó que le quitara el trabajo a los argentinos. Como si algún argentino con dos títulos universitarios aceptara atender un kiosco doce horas por noche seis días a la semana. Como si hubieran echado a un ingeniero para darle el puesto.


La primera vez que me llamó la atención la inmigración fue a mediados de los años noventa, cuando a Buenos Aires empezaron a llegar oleadas de bolivianos. El motivo principal por el que les presté atención obedece al más sencillo principio del asombro: no cumplían con el parámetro de porteño medio. De rasgos aborígenes, vestidos con ropas de colores insoportablemente estridentes y las mujeres con sombreros. No hubieran pasado desapercibidos ni con niebla.

Hoy, en tiempos en los que muchos se preocupan humanitariamente por el conflicto sirio o porque nadie llora por los muertos del huracán de Haití –que con la guita que recibe después de cada desastre ya debería tener la infraestructura de Dubai– nos hacemos bien los boludos con la inmigración silenciosa del hambre venezolano. Rostros europeizados en su mayoría, salvo que se pongan a hablar, ni nos enteramos de que no son de acá. Pero si alguno se pone a charlar con ellos –y no para pedirles que se vuelvan a su país– puede encontrarse con una realidad tristísima: el éxodo de gente que vende lo poco que le queda para poder irse del país al que aman. No es un detalle menor, ya que esos que pueden irse son los afortunados.


Natalín usa un ambo verde en la guardia de una clínica privada céntrica. Sí, es médica. Charlando con ella uno puede sacarse todos los prejuicios de encima –si hay algo que nunca sobra en ningún país son médicos– y anoticiarse que no vino al país para estudiar, sólamente, sino que vino a cumplir con los años de residencia que necesita para poder ejercer la medicina en su país, Colombia. Le pagan en blanco, tributa ganancias, paga el 21% de IVA en cada compra, usa el transporte público, alquila. En Colombia tendría que pagar para ejercer la medicina hasta sumar los años necesarios en un sistema perverso. Aquí trabaja.


Lo de la xenofobia argentina debería ser un tema para tratar en terapia. A veces solapada por la culpa, otras oculta tras la corrección política, otras tantas a flor de piel cuando necesitamos culpar a alguien por lo que otro nos sacó, el desprecio selectivo a quien no es de acá, es un asunto que se cuela alguna vez en todas las familias. En todas. Entre mis ocho bisabuelos sumo tres nacionalidades distintas y ninguna es inca o querandí. Ni siquiera tengo una gota de sangre española como para reclamar derechos naturales y coloniales. Y a excepción del puñado de 100 apellidos patricios y los pocos aborígenes no mestizados que quedan en el territorio, el resto de los argentinos llegó o nació de los que llegaron tiempo después. Mucho tiempo después.

Uno de mis abuelos nació en un conventillo. Está claro que el poder adquisitivo de su padre no podría costear los tributos al Estado que pudieran justificar el uso del pupitre en un establecimiento educativo. Pero tuvo educación primaria, secundaria y terciaria. Su hermana se recibió de abogada en la UBA. Mi otro abuelo no pudo terminar sus estudios, pero la realidad de un país en el que nadie le preguntaba la nacionalidad antes de darle un empleo lo hizo salir adelante y brindarle educación a sus hijos. Nota al margen: ninguno de mis abuelos se salvó del “tano de mierda”.

Ya sé, me van a venir con que la sociedad era distinta porque un europeo encajaba de lo más lindo en este paraíso de mansiones de la calle Alvear. Por eso terminaron todos viviendo en casas levantadas como pudieron en terrenos en Loma del Orto y laburando de albañiles, zapateros, verduleros y otros oficios propios de la nobleza europea y fueron tratados como aristócratas con títulos nobiliarios como Moishe tacaño, Gaita ignorante y Tano bruto.


Un cacho de cultura tributaria. La educación pública en Argentina se financia con presupuesto estatal, en su mayor parte con recursos de libre disponibilidad. Esto quiere decir que se lo banca con impuestos en general, que no hay un producto o tributo específico que diga “mantenimiento educativo”. En una época lo hubo: en 1999 el Estado creó el “impuesto docente” mediante el cual los que tenían auto pagaban un tributo destinado, básicamente, a borrar la carpa blanca de la plaza de los Dos Congresos.

Al no existir un tributo directo, cualquier boludo que compra un alfajor, un champú, un dentífrico o una botella de gaseosa, está dejando poco más de un quinto de su precio en Impuesto al Valor Agregado. Y no es poca cosa: nuestro 21% es el sexto IVA más caro del mundo, sólo superado por los países nórdicos y Uruguay, donde tienen 22 puntos de IVA, pero son tantos los productos exentos que en la canasta mensual tiene menor impacto que el argentino.

La presión impositiva en nuestro país es insoportable. Lo sabemos y lo padecemos. Muchos ponen el grito en el cielo y ratifican su postura al saber que el impuesto inmobiliario también forma parte de la recaudación y eso es algo que se puede utilizar para financiar la educación pública. Relax, estimado lector: el inmigrante no es de residir en una alcantarilla, y, por lo general, el que viene a estudiar es de alquilar. Como todos saben, aunque la ley diga lo contrario, los que alquilan se hacen cargo de pagar los impuestos inmobiliarios y municipales.

A ello hay que sumarle que para poder mantenerse en la Argentina requieren de alguna de estas dos opciones: o reciben remesas de sus padres, que no es otra cosa que dinero contante y sonante que ingresa al país para circular en el comercio y terminar en buena parte recaudado por el Estado en impuestos, o trabajan. Y si laburan y no pagan el impuesto a las ganancias es porque cobran miseria. Para redondear, los que están en blanco pagan aportes patronales para una jubilación que, si se vuelven a sus países una vez finalizados sus estudios, no cobrarán never in the puta life.

Del otro lado de la misma moneda nos encontramos con el debate que algunos quieren dar también amparados en la falta de sentido común: el caso de los que provienen de familias pudientes y van a la universidad pública. Son los que el viernes a la noche estacionan el cero kilómetro en las inmediaciones de la facultad y faltan alguna que otra vez porque se fueron a pasar el fin de semana a Long Beach. Suponer que no se merecen la educación pública es, nuevamente, no entender que, si son los que más tienen, son los que más gastan y, por ende, los que más aportan al tesoro. ¿Por qué impedirles que utilicen una universidad que también financian?

Lo que sí es cierto es que muchos de los que ingresan a la universidad pública provienen de una educación primaria y secundaria privada. Estadísticamente, los que provienen de la educación pública son los menos y esto habla de distintas necesidades: el desastre del nivel educativo y la necesidad de salir a laburar full time picaban en punta hasta hace unos años. Hoy comparten el trono con las ganas de no hacer un choto.


Sí, es cierto que muchos avivados se aprovechan de las bondades de Argentina, pero no por nuestra legislación generosa que proviene de nuestra Constitución Nacional, sino por la falta de controles en la aplicación de la normativa. El ejemplo de los tours de salud que provienen de países limítrofes para atenderse en hospitales públicos con turnos que les sacan desde agencias de turismo, o los simpaticones que llegan al país, se toman un terrenito, y luego exigen que se los den o, en el mejor de los casos, se los vendan, que lo quieren pagar, como si estuviéramos en un universo paralelo en el que una propiedad se puede pagar en 550 mil cuotas de veinte pesos. Ni que hablar de los que cruzan el Pilcomayo, cobran el plan, votan y se vuelven a Paraguay. Solo un tuerto emocional puede cruzarse con un laburante o un estudiante extranjero y recriminarle la toma de terrenos o las chantadas clientelistas norteñas.

Ahora que está de moda revolearnos estadísticas por la cabeza, también hay que agregar que el 5,7% de todos los presos que tienen el sistema penitenciario argentino es extranjero. Como suena bajito, digámoslo al revés: el 94,3% de los presos de Argentina son argentinos. 94 personas y dos brazos de cada cien. Nueve personas y un torso de cada diez. O sea: en el único rubro en el que existen estadísticas reales para afirmar si nos sacan lugares de privilegio, es en el penitenciario. Y no, ahí les ganamos por paliza y nadie nos quita una celda para dársela a un foráneo.

Puedo entender otro tipo de soluciones que se podrían aplicar para paliar nuestra necesidad de culpar a otros por nuestros problemas, como arancelar la universidad para quien viene de afuera, o enviar el resumen de gastos hospitalarios a las respectivas embajadas de cada ciudadano del mundo, pero nuestra Constitución Nacional lo impide. Lo que sí es remarcable es que, todos aquellos que dicen que no se puede comparar esta inmigración que viene a utilizar nuestras universidades con las de nuestros abuelos, tienen razón: a nuestros abuelos el Estado les dio alojamiento, abrigo y comida, les buscó trabajo y les facilitó los trámites con ese temita del idioma. Ah, además les permitió usar la salud y la educación pública.

Nunca terminaré de entender esa cosa de recordar las raíces europeas de nuestros abuelos –que, si tan aceptados eran en sus países de origen, no tendrían que haberlo abandonado contándose las costillas del hambre–, mencionar nuestro pasaporte italiano/europeo en alguna que otra charla, y ratificarnos ultra nacionalistas para delirar a Brasil en un partido de fútbol o cada vez que aparece un tipo que habla con acento de telenovela y cuyo único pecado cometido es el de haber llegado después que nosotros.

Y todos nos hacemos los boludos con los destrozos de nuestros manifestantes vernáculos, de los robos, estafas y homicidios de nuestros compatrióticos compatriotas. Y mejor ni hablar de los problemas que generaron, generan y generarán nuestros políticos bien argentinos, en nombre de la Patria, ésa que nos ponemos al hombro cada cuatro años, siempre y cuando a la selección le vaya bien, o cuando vemos a una persona que habla el castellano con un acento extraño, sea venezolano, colombiano o correntino. Parte de nuestra idiosincrasia: si no se le entiende nada, lo vemos con otros ojos, aunque sea un mafioso ucraniano. Sólo por dar un ejemplo, desde 2013 ingresaron 25 mil ciudadanos italianos a la Argentina para probar suerte.

A diferencia de nuestros abuelos, vienen instruidos, con título y experiencia. Si no fueran físicamente idénticos al porteño promedio, serían el terror del nacionalista.

Supongo que está inexplicablemente en nuestra cultura. Vienen a quitarnos los trabajos que rechazamos, las camas de los hospitales que no usamos y los pupitres de las universidades de las que egresan sólo el 14% de quienes se inscribieron. Nadie saca cuentas de cuánto le cuesta al Estado cada estudiante crónico, ni mucho menos se hacen eco de la última encuesta universitaria de la UBA en la que el 84% de los alumnos se manifestaron a favor de un examen de ingreso.

Pero en definitiva, son detalles. Después de todo, con nuestra plata hacemos lo que queremos, qué carajos.

Martedì. “Patriotismo es tu convencimiento de que este país es superior a otros sólo porque tú naciste en él”. 

© Escrito por Lucca el martes 18/10/2016 y Publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Todo el contenido publicado es de exclusiva propiedad de la persona que firma, así como las responsabilidades derivadas.



viernes, 3 de abril de 2015

El día que Maradona transformó una esperanza en amor… @dealgunamanera...

El día que Maradona transformó una esperanza en amor…


¿Cuándo nació la pasión entre el 10 y el Napoli? Hoy se cumplen 30 años de un partido que cimentó uno de los romances más extraordinarios de la historia del fútbol.

En la vida es difícil identificar el momento exacto en que nace un amor. En el fútbol parece más sencillo: muchísimos amores estallan en apenas una tarde. Si bien no fue repentino, el de la ciudad de Nápoles con Maradona fue uno de los más pasionales que se haya visto en una cancha. ¿Y cuándo nació? ¿Con la llegada del 10 a mediados del 84? No, la ciudad lo recibió con esperanza, pero también con la resaca del pánico por un descenso evitado por un pelo. ¿Con algún Scudetto, la copa UEFA, la Supercopa italiana? No, el amor ya era sólido e irrefrenable.

No es una locura pensar que hoy, 24 de febrero, se cumplen 30 años del nacimiento del amor entre Maradona y el Nápoli.

Diego había llegado a Nápoles en julio de 1984, justo después de que el club se salvara por un punto de irse a la serie B. Lo recibieron como una garantía para dejar esos apuros atrás, como un lujo para un club poco acostumbrado a ostentar, pero la posibilidad de un campeonato estaba en la mente de pocos. Y el comienzo del torneo ratificó esa idea.

Napoli, con Maradona, debutó con una derrota 3-1 ante el Verona de Galderisi, que al final saldría campeón. Luego llegó un empate contra Sampdoria y una goleada en contra ante Torino. La primera vuelta de aquel campeonato vio al equipo del sur italiano con apenas 8 puntos (todavía sumaban dos las victorias) y los fantasmas del descenso, aún con Maradona en la cancha, volvieron a aparecer.

La segunda rueda, ya en enero de 1985, comenzó con las mismas penurias: empates sin goles ante Verona y Sampdoria, victoria ajustadísima sobre Torino, empate ante Como...

La liga italiana mostraba la magia de Platini en la Juventus, los goles de Altobelli en el Inter y la sorpresa de un Hellas Verona con un par jugadores que serían figuras en el Mundial de México (como el danés Elkjær Larsen o el alemán Briegel, quien aparece en todas las fotos de la final de México corriendo infructuosamente a Burruchaga antes del tercer gol argentino). Pero de Maradona, poco. Y del resto del Nápoli, casi nada.

Por eso, el 24 de febrero del 85, cuando Napoli recibía a un maltrecho Lazio, los más de 70 mil hinchas que fueron al estadio San Paolo seguían mirando con aprensión la parte de abajo de la tabla. Pero algo, ese día, cambió. La esperanza por lo potencial se transformó en amor por la certeza. Maradona, ese día, fue Maradona.

Diego hizo tres goles, y un cuarto fue anulado por una "Mano de Dios" que, esa vez, el árbitro no compró. Uno de los tantos fue con una media vuelta repentista que, a 40 metros del arco, llevó la pelota a un ángulo.

Otro fue olímpico.

Napoli ganó 4 a 0 y el técnico de Lazio, el argentino Juan Carlos Lorenzo, fue un fusible que Maradona hizo saltar por los aires.

"Festival de Maradona", tituló al día siguiente Clarín. Y en el suplemento deportivo fue más elocuente: "Tres goles de Maradona abrumaron a Lorenzo". La crónica de ese día contaba:

Diego Maradona cristalizó así su mejor producción desde que se incorporó al fútbol italiano y fue ovacionado por los simpatizantes del Napoli después del
amplio triunfo.


Fue bastante más que eso. Fue el nacimiento de un amor en Nápoles.

Y después...

Napoli triplicó en esa segunda rueda la cantidad de puntos que había reunido en la primera. Maradona fue el segundo goleador del torneo, detrás de Platini. El Napoli encabezó la tabla de recaudaciones del campeonato. Y si bien el equipo ni siquiera clasificó a una copa continental, la escalada del final del torneo, con la magia del 10, fue el germen para lo que llegó después: dos campeonatos locales, una copa UEFA, una Supercopa italiana. Y un romance que, con vaivenes e incluso algunos desengaños, sigue vivo hasta hoy.

© Escrito por Guillermo dos Santos Coelho el martes 24/02/2015 y publicado por el Diario Clarín de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.