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martes, 21 de agosto de 2018

Murió Chicha Mariani, fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo.... @dealgunamanera...

María Isabel Chorobik de Mariani. Q.E.P.D.


A los 94 años murió Chicha Mariani, fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo. Donde esté, seguirá buscando a Clara Anahí.

Se convirtió en un símbolo de la lucha de la búsqueda de los niños robados por la dictadura. A su nieta la secuestraron cuando tenía tres meses durante un operativo en La Plata. Había sufrido un ACV.

A los 94 años y tras más de 40 de búsqueda incansable para encontrar a su nieta Clara Anahí, arrebatada por los genocidas de la última dictadura cívico militar, falleció en la ciudad de La Plata la fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo María Isabel Chorobik de Mariani. Estaba internada desde hacía diez días tras haber sufrido un ACV. La despiden hoy desde las 7.30, en calle 7 entre 47 y 48.

Hasta el 24 de noviembre de 1976, Chicha, un sobrenombre que llevó desde siempre y que se volvió símbolo de la lucha por la búsqueda de los niños robados durante la dictadura, era docente de secundario. Desde esa noche, su vida cambió para siempre: en un megaoperativo de un centenar de represores del Ejército y la Policía Bonaerense fueron acribillados dentro de una casa ubicada en la calle 30 al 1116 de La Plata Diana Teruggi, la nuera de Chicha; y otros cuatro militantes de Montoneros. De esa casa y tras ese operativo la patota se llevó a Clara Anahí, de tan solo tres meses, con vida. Al padre de Clara Anahí e hijo de Chicha, Daniel Mariani, los genocidas lo encontraron y asesinaron en agosto de 1977. 

Para entonces, y después de recorrer instituciones y hospitales, de hacer averiguaciones de manera individual, Chicha comenzó a intentar ponerse en contacto con mujeres que estuvieran en su misma situación: sin saber el paradero de sus hijos ni de sus nietos. Supo de la incipiente existencia de Madres de Plaza de Mayo en donde encontró a Alicia “Licha” de la Cuadra. Junto a ella y diez más fundaron en noviembre de 1977 Abuelas de Plaza de Mayo. El organismo, que la tuvo como presidenta, se forjó al calor de la esperanza de localizar a los más de 400 bebés y niños robados en pleno terrorismo de Estado, objetivo con el que recorrieron el mundo en búsqueda de apoyo.

Dedicó una década a la constitución y fortalecimiento de Abuelas, que llevaban a cabo la búsqueda de los niños robados a pie y a pulmón: recorrían hogares y guarderías, hacían guardias en las casas de los posibles familias de apropiadores. Lideró los caminos que las Abuelas se abrieron hacia la posibilidad de poner la genética al servicio de la búsqueda. En 1989 dejó la institución pero no abandonó la lucha. Creó la Fundación Anahí, desde donde continuó andando con la esperanza siempre puesta en poder hallar a su nieta. Dedicó su vida a esa lucha, en la que estuvo acompañada por otras abuelas, como Elsa Pavón y Licha de la Cuadra, por jóvenes abogadas y abogados y militantes de derechos humanos de La Plata, sobre todo.

Convirtió la casa de la calle 30, cuya fachada continúa agujereada tal cual la dejaron los cazadores de la última dictadura, en museo y su propia casa en el núcleo de todas las actividades que tuvieran como objetivo central encontrar a Clara Anahí. Allí recibía cartas con información, así como correos electrónicos. Una vez anuladas las leyes de impunidad y comenzados los juicios de lesa humanidad no se cansó de exigirle a los genocidas enjuiciados que dijeran lo que sabían del paradero de su nieta. Que aportaran datos. Fue víctima en varias oportunidades de la saña con la que represor de la Bonaerense Miguel Osvaldo Etchecolatz –responsable del operativo en que su nieta fue secuestrada– sostuvo que sabía dónde estaba Clara Anahí, sin aportar un dato. “Tengo esperanzas de que va a aparecer, aunque yo no la vea”, dijo en una de las tantas entrevistas que ofreció a lo largo de su lucha.



domingo, 24 de mayo de 2015

Derechos Humanos... @dealgunamanera...

Derechos humanos…

Fotografía: Profesor Pablo Frisch 

Nunca entré en la ESMA: y si de mí depende, nunca lo haré. Allí no están mis dos hermanos presos desaparecidos en la tenebrosa Escuela de la Armada. Arrojados al mar desde los vuelos de la muerte, según pude reconstruir tan sólo dos años atrás a partir del relato de un sobreviviente que a su vez reprodujo una conversación con uno de los represores, el día que hizo un comentario sobre el  “vuelo de las cordobesistas”: mi hermana Cristina y la Colorada, compañera de mi hermano Néstor, de cuyo final nada sabemos.

Pero si en la ESMA no están nuestros muertos, sí están los fantasmas de todos los padecimientos que sufrieron. La crueldad de los vuelos los días miércoles y los muertos en la tortura, cuyos cuerpos desaparecían cremados en “la parrilla”, los “asaditos” en la tenebrosa expresión de los represores según reconstruyeron los sobrevivientes de la ESMA.

El  inmenso edificio de la Avenida Del Libertador está poblado por los ayes de dolor, las culpas de la delación, el “sometimiento a la esclavitud” como todavía nombramos lo que más cuesta definir y menos juzgar, esos dirigentes montoneros que desde los sótanos de la ESMA colaboraban con las ambiciones políticas de Eduardo Massera, quien quería ser el nuevo Perón de Argentina. O el heroísmo de Víctor Basterra, quien como obrero gráfico fue obligado a falsificar documentos, pero a la par, fue el único que consiguió sacar de la ESMA las únicas fotografías que probaron lo que deliberadamente se hizo desaparecer.

Otros sobrevivientes fueron menos heroicos, reconvertidos hoy en funcionarios o espías del Estado.

Pero si en la ESMA no están nuestros muertos, sí está lo que consentimos como sociedad por miedo o indiferencia. Nuestra tragedia, también, nuestra vergüenza. Nuestras responsabilidades y nuestras culpas. Todo lo que debemos exorcizar con antídotos democráticos para que decidamos qué debe levantarse en ese lugar. Si una discoteca o un mausoleo.

Sin embargo, antes debemos  limpiar esa monstruosidad que significó hacer desaparecer los cuerpos, arrojados al mar o al Río de la Plata, cremados en “las parrillas”. Quien no sea capaz de reconocer lo que significa ese calvario corre el riesgo de ser tragado, deformado por esa misma monstruosidad. Esto es lo que  defiendo desde el día que conocimos que el ministro de Justicia y Derechos Humanos había organizado un asado de fin de año; o que el gobierno de la ciudad le sacó la custodia de los lugares de la memoria, entre ellos la ESMA al Instituto de la Memoria, conformado por sobrevivientes de la ESMA y figuras relevantes de los derechos humanos, como el Premio Nobel de la Paz, Pérez Esquivel, para que el Museo de la ESMA sirva antes de propaganda política que de auténtica reserva de la memoria. Un proyecto museográfico con injustificadas cláusulas de confidencialidad, encomendado a la Universidad de San Martín, que contraría lo que disponen los códigos de ética de la museología del nazismo en Alemania. A la hora de reconstruir los museos el Holocausto evitan la injerencia del partidismo, tanto el adoctrinamiento como los golpes bajos.

No dudo de la emoción de la Presidenta, quien como muchísimos argentinos llegó tarde a la tragedia de los desaparecidos. Nadie sale indemne después de conocer lo que allí sucedió, sobre todo, la milagrosa vida de esos bebés nacidos en cautiverio, convertidos hoy en adultos. Como Victoria Donda y Juan Cabandié, quienes, pienso más de una vez, pudieron nacer al lado de mis hermanos. ¿Por qué glorificar ese pasado que no termina de pasar y dejó tanta muerte y sufrimiento? ¿Por qué falsear la historia?

El mismo año que mis hermanos fueron secuestrados, Néstor y Cristina Kichner cambiaba pañales en la Patagonia por el nacimiento de Máximo. Un desfase de tiempo que me hizo sospechar sobre la culpabilidad escondida en nuestra sociedad que explica la sobreactuación de los que creen que la causa de los derechos humanos nació con ellos.

Los Kirchner llegaron a la presidencia dos décadas después del Juicio a las Juntas que el 9 de diciembre condenó a los jerarcas de la dictadura por el plan de exterminio organizado desde el Estado. Una bisagra histórica que abrió camino a lo que nunca tuvimos, continuidad electoral. En cambio, el proceso de revisión del pasado de terror no fue lineal ni contó con el consenso político de los peronistas. Paradójicamente, el sector político más perseguido.

Es comprensible que en la medida en que nos fuimos alejando del terror, otras generaciones y otras personas que antes tuvieron miedo se fueron incorporando a la revisión del pasado. Pero en lugar de la antorcha que se pasa como un símbolo de permanencia y continuidad de la memoria, el gobierno de la pareja Kirchner inauguró su propia gesta de los derechos humanos a expensas de negar a los otros. Y el miedo cambió de lugar: la glorificación del ideal revolucionario estalló como las bombas detonadas en su nombre y el pasado nos volvió a amenazar. Afuera se puso lo que recibimos a manos llena, la desconfianza, el miedo y la delación. Aparecieron los comisarios políticos, los escribas del poder público nos mataron la reputación, se burlaron de nuestras vidas, nos hicieron desaparecer simbólicamente. Esa vieja tradición de negar lo que molesta y creer que nuestra existencia se la debemos a los poderosos que levantan o destruyen monumentos.

En nombre de esa utopía de amor y pacificación que son la causa de los derechos humanos, salió lo peor. No quiero cometer lo que critico: me importa menos lo que las personas hicieron en el pasado que su compromiso actual con lo que está amenazado, el sistema democrático. No conocí a  Horacio Verbitsky hasta que compartí esa cofradía de los que día a día, a lo largo de medio año,  fuimos al Juicio de las Juntas. Aprendí a respetarlo por las denuncias de corrupción y su defensa de la prensa en un sistema democrático. Para mí, eso ya lo redimió. No me gusta que hoy  nos patrulle ideológicamente, ni sus columnas metan miedo, como he visto más de una vez en el Congreso. Al revés, en el pasado, cuando éramos pocos los que denunciábamos los robos de bebés, aprendí a respetar a Estela Carlotto, quien junto a otra de las fundadoras de Abuelas de Plaza de Mayo, Chicha Mariani, recorrieron el mundo y consiguieron que la ciencia avanzada de los EE.UU. se pusiera al servicio de nuestra tragedia, con la invención del “índice de Abuelidad” que permitió identificar a una centena de niños secuestrados. Incluido el nieto de Estela. Sin embargo, ignora los temores de las que fueron sus compañeras de lucha, como Chicha.

No me gusta reconocer el miedo de los que temen las columnas de Verbitsky ni los que no se animan a contradecir a Carlotto. El temor a ser y decir lo que se piensa contraría los principios de igualdad y respeto, sustento filosófico de los derechos humanos. Porque siempre le tememos al poder. Y a sus represalias.

En cambio, respetamos la autoridad de los que, como Mandela o Gandhi, nos enseñan a luchar sin violencia para vivir en paz.

© Escrito por Norma Morandini, Senadora de la Nación el domingo 24/05/2015 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

domingo, 2 de noviembre de 2014

Lo que se hereda no se roba... De Alguna Manera...


Lo que se hereda no se roba...


La restitución del nieto 114, Ignacio Hurban (Guido Montoya Carlotto), pone en evidencia un vínculo esencial para la recuperación de la identidad: el de las Abuelas con la ciencia. Aquí, una breve historia sobre cómo se estableció el índice de abuelidad.

Laura Carlotto parió engrillada y encapuchada. Estuvo cinco horas con su bebé. Antes de que se lo robaran, le susurró al oído: "Guido, como tu abuelo". Entonces la durmieron, la trasladaron y la mataron de espaldas. Treinta y seis años después, Estela de Carlotto se sentó en conferencia de prensa, miró de frente y anunció satisfecha: "Se cumplió lo que dijimos: ellos nos van a buscar". 

Los genes y la cultura separaban a Ignacio Hurban de sus padres adoptivos. Cuando la duda se volvió insoportable, mandó un mail a las Abuelas de Plaza de Mayo. Se hizo los análisis y la sangre lo confirmó: era el nieto 114. Era Guido Montoya Carlotto. Él había buscado; la ciencia lo había encontrado. 

Muchos años antes, las Abuelas habían entendido que sus hijos no volverían, que había que buscar a los nietos. Se escondían a la salida de las escuelas y se disfrazaban de enfermeras en los hospitales. Tomaban el té en Las Violetas y se exponían al desprecio en las comisarías. Se esperanzaban y se derrumbaban. Predicaban en el desierto: los diarios les cerraban la puerta, los jueces las echaban del despacho. La Argentina era un lugar claustrofóbico, así que salieron al mundo para buscar ayuda. Denunciaban las desapariciones y el robo de bebés, pero también pensaban en cómo saltar el eslabón perdido -sus hijos- para encontrar a sus nietos cuando volviera la democracia. Científicos de Francia, España, Italia y Suecia les dijeron que era imposible: las identificaciones se hacían con pruebas de paternidad. 

En 1982, cuando Chicha Mariani (primera presidenta de Abuelas) y Estela (su vice) llegaron a Nueva York para contar lo que pasaba en la ONU, Víctor Penchaszadeh se reunió con ellas en un hotel de la Avenida Lexington. El genetista exiliado, que había soñado con el Hospital de Niños en el Sheraton Hotel, escuchó el pedido. Ansioso por invertir la carga de una ciencia asociada al nazismo de probeta, les contestó que sí. Reunió a sus colegas de la Universidad de Berkeley con Fred Allen -del Blood Center de Nueva York- y con un equipo de estadísticos, epidemiólogos y matemáticos, coordinados por la genetista Mary-Claire King, y se cargó el desafío: determinar la filiación de un niño con la sangre de sus abuelos. En 1983 les dijeron a Chicha y Estela: "Sí, es posible. Y sí, es infalible".El "índice de abuelidad" se armó primero para los cuatro abuelos, después para tres, después para familiares menos directos. Terminaba la dictadura y empezaban los ensayos en el país. 

Pero el camino era sinuoso. El laboratorio privado más conocido estaba dirigido por un perito de las Fuerzas Armadas. Como Abuelas no quería saber nada, la Secretaría de Salud porteña derivó los exámenes al servicio de Inmunología del Hospital Durand. La primera restitución con técnicas inmunogenéticas fue en el 84. El reencuentro de Elsa Pavón con su nieta Paula Logares, de siete años, empezó difícil. Hasta que la abuela le recordó cómo le decía de chiquita a su papá: Calio. Paula puso la voz que ponía entonces, se largó a llorar y se quedó dormida. 

Aun preguntándose si estaban haciendo bien, las abuelas y los familiares que acompañaban siguieron adelante. Impulsaron el proyecto para un Banco Nacional de Datos Genéticos, sancionado en 1987 y reglamentado en 1989. Sería uno de los tesoros más valiosos de la Argentina: archivaba la sangre de los familiares que aceptaban compararse con quienes dudaban de su identidad. 

"Éramos como cobayos", grafica el secretario Abel Madariaga en el magnífico documental 99,99%. La ciencia de las Abuelas. "Me sacaron como medio litro de sangre, había que hacer muchísimas pruebas". Pero así fueron apareciendo su hijo Francisco y muchos otros niños y adolescentes que supieron quiénes eran en realidad. La arquitectura legal terminó de armarse en 1992 con la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad: si el Estado los había desaparecido, el Estado debía encontrarlos. 

En busca del ADN

Todo era artesanal al principio. Los exámenes se centraban en grupos sanguíneos, antígenos linfocitarios y enzimas, explica Daniel Corach, que aprendió las técnicas de King y creó el Servicio de Huellas Digitales Genéticas de la UBA. Y los análisis se hacían por hemólisis, reacciones que enfrentaban los glóbulos rojos del donante con anticuerpos específicos. En 1985 empezó a cambiar el paradigma, con la publicación de las técnicas de ADN descubiertas el año anterior en Gran Bretaña. La revolución llegó al país en los noventa, cuando los genetistas se metieron más adentro de la sangre. El panorama parecía inabarcable -hay 25.000 genes en una persona-, pero ellos hicieron foco en doce sitios o marcadores. "Sus características moleculares y genético-poblacionales los hacen ideales para las identificaciones, por su alta variabilidad: las chances de que dos personas que no están emparentadas tengan la misma constelación de marcadores es extremadamente remota", precisa Corach. Pero la técnica seguía siendo manual: había que extraer, cortar, separar y exponer fragmentos de ADN. Cada paso tardaba un día; el proceso completo, varias semanas. 

La historia se aceleró con los secuenciadores, robots que obtienen perfiles genéticos completos. Para el 98, cuando Corach tuvo el primero, ya se había extendido la reacción en cadena de polimerasa, una técnica que copia y amplifica las zonas de interés informativo. El secuenciador trabaja en las cadenas con un capilar de cincuenta micrones de diámetro, mientras un láser identifica los fragmentos. Todo se codifica en una cadena alfanumérica. En apenas media hora pueden correr muestras de ocho personas distintas. Aunque cambiaron las técnicas, el índice de abuelidad -que abrió nuevas perspectivas para la criminalística, el abordaje de catástrofes y la genética forense- sigue siendo crucial para determinar el parentesco. 

Cuando alguien con dudas sobre su identidad entra al BNDG, le toman fotos, huellas digitales y un consentimiento firmado. Le sacan sangre en un box de extracción y el material se analiza en distintas áreas: ADN mitocondrial, nuclear, cromosomas sexuales y biología molecular. El perito a cargo no conoce los expedientes. Trabaja con números y códigos, sin nombres ni apellidos. Los procesos se repiten y ratifican con análisis estadístico. 

Desde el 2009, el BNDG está en la órbita del Ministerio de Ciencia nacional. La inminente mudanza a la nueva sede de Córdoba 831 provocó un conflicto con algunas organizaciones de derechos humanos y con la actual directora, Belén Rodríguez Cardozo. Creen que el traslado pondría en riesgo el equipamiento, los perfiles genéticos, las muestras biológicas y los archivos. "Las altísimas medidas de seguridad que se pondrán en vigencia serán incomparablemente superiores a las que rigen en la sede del Hospital Durand", prometen en el Ministerio. Penchaszadeh, que volvió al país en 2007, es uno de los coordinadores del traspaso. 

Ignacio es Guido

Con o sin polémica, la nueva ley es un paso adelante: regula los allanamientos, fija la obligatoriedad de los exámenes y confirma la imprescriptibilidad de los crímenes."Que exista un chico desaparecido nos afecta a todos", suele explicar Carlotto. Ese chico, recuerda, lleva la prueba del delito en la sangre. En el caso de Igancio el proceso "fue rápido porque la familia con la que había que comparar el ADN estaba completa, tanto paterna como materna. Los antropólogos forenses que habían encontrado los restos del papá ya habían mandado las muestras al Banco".  

Porque Ignacio supo quién fue su madre, pero también su padre: Walmir Oscar Montoya, montonero como Laura, desaparecido en noviembre de 1977. Hortensia Ardura, la otra abuela, también recuperó a un nieto. Nada de esto hubiera sucedido si Estela no mandaba a exhumar el cuerpo de su hija en 1985, cuando el texano Clyde Snow -un antropólogo texano de botas y sombrero, traído por la organización- miró las estrías en los huesos de la pelvis y le dijo: "Estela, tú eres abuela". Así también supo que su hija se había resistido (tenía un brazo quebrado) antes de que la mataran de un disparo en el cráneo. 

En esa escena de dolor y esperanza estaba el otro gran aporte de las Abuelas a la ciencia argentina. Snow forjó al Equipo Argentino de Antropología Forense: jóvenes que entraban casi a las escondidas en los cementerios y pasaban tanto tiempo entre huesos y balas que terminaban comiendo choripán en las fosas. Snow, que murió en mayo de este año, les enseñó a reconstruir el tormento de los secuestrados y a desarticular el relato de las muertes en enfrentamientos. Si había un balazo en la parte superior de la cabeza, era un asesinato. Si había un cajón de nene con ropa pero sin huesos, era una muerte fraguada y, entonces, una esperanza. Esos jóvenes hoy son profesionales admirados, que reponen identidades en todo el mundo. 

"No existe la posibilidad de cambiar, suplantar o suprimir la identidad sin provocar daños gravísimos en el individuo -recuerdan las Abuelas-. Perturbaciones propias de quien al no tener raíces, historia familiar o social, ni nombre que lo identifique, deja de ser quien es sin poder transformarse en otro". 

Para lograrlo, el secreto está en los genes, que se preservan durante siglos. Una buena noticia para las 312 familias que necesitan respuestas: cuando las Abuelas ya no estén, las van a seguir encontrando. 

© Escrito por Pablo Corso el Domingo 02/11/2014 y publicado por el Diario La Nación de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Todo el contenido publicado es de exclusiva propiedad de la persona que firma, así como las responsabilidades derivadas.





sábado, 20 de octubre de 2012

Mariano Ferreyra, a dos años... De Alguna Manera...


Ferreyra, a dos años...

 Mariano Ferreyra.

En el segundo aniversario de la muerte de Mariano Ferreyra, algunas reflexiones sobre una vida de militancia que fue interrumpida por la burocracia sindical.

Fue mediante un mensajito de texto. Decía: “Una patota de la Unión Ferroviaria mató a un compañero del partido. Hay heridos de bala”. Así me enteré, mientras llegaba a la revista Veintitrés –donde trabajaba–, del asesinato de Mariano Ferreyra. Me lo había enviado un amigo que había conocido durante mi tiempo de militancia el en Partido Obrero unos años atrás. Recuerdo cierta estupefacción: ¿Una patota, del sindicato, balas, muertos, heridos? Una rara confusión mientras caminaba por el pasillo. Ingresé a la redacción. Los títulos en la pantalla del televisor plasma que presidía una de sus paredes confirmaban la noticia: “Matan a militante del PO en Barracas”. De esta manera comenzaba –era una tarde de sol tibio aquel 20 de octubre de hace dos años– una jornada agobiante, tempestuosa.

La Argentina se sumió en un estado de conmoción social generalizada. Ferreyra, un militante de veintitrés años que participaba de una protesta laboral, había sido asesinado, caído su cuerpo sobre el asfalto de un barrio del sur porteño debido a las balas de plomo disparadas por la burocracia sindical. Cinco días habían pasado desde que los dirigentes gremiales liderados por Hugo Moyano sellaran su sociedad con la presidenta Cristina Fernández en un acto en el estadio de River Plate. Allí había estado la Unión Ferroviaria –luego se sabría que Cristian Favale, uno de los matadores, también había estado–. “Lo mataron porque defendían un negocio”, se dijo en la improvisada conferencia de prensa que diversas organizaciones de lucha realizaron en la intersección de Callao y Corrientes esa misma tarde. 

Tercerización, precarización, negocios, patota fueron vocablos que se conjugaban con Pedraza, Ugofe, ferrocarril para empezar a cristalizar los significados de esa muerte. Los hechos señalaban que el objetivo gremial de acallar a los manifestantes tercerizados se había cobrado una vida y dejado gravemente herida a Elsa Rodríguez, también militante del PO, que había recibido un balazo en la cabeza y se encontraba en coma. Había dos heridos de bala más. Esos eran los hechos.

A medida que pasaba la tarde, una pregunta se me aparecía, recurrente: “¿Cómo irá a tratar la prensa kirchnerista este crimen político? ¿Cómo lo hará la revista en la que trabajo?”. Había silencio. Esas primeras horas que siguieron al crimen estaban dominadas por el silencio. En las redes sociales los militantes kirchneristas, asiduos participantes, estaban callados. Esperaban un pronunciamiento oficial, algo. Recuerdo un tuit, pasadas varias horas, de uno de ellos que pedía: “Es necesario que alguien del gobierno diga algo sobre lo que pasó, esto nos hace mal a nosotros”. Había silencio. El miércoles era el día de cierre de la edición de Veintitrés. Se decidía la tapa. A pesar de la magnitud del hecho político, se mantuvo la decisión de que una entrevista a la abuela de Plaza de Mayo Chicha Mariani ocupara ese lugar. 

El crimen de Barracas obtuvo un friso en tapa que prometía explicar las razones de una “interna gremial” que se había cobrado una víctima. La operación se repetiría: basta recordar a 678 realizando proponiendo la culpabilidad de Duhalde, quien se habría reunido con Pedraza nueve días antes del homicidio. Todo era falso. Al día siguiente, como miembro de la comisión interna de Veintitrés, me reuní junto a otro delegado con Sergio Szpolski, quien nos planteó que su grupo mediático haría todo lo posible por que se alcance justicia (en ese mismo instante CN23 apostaba por la pista falsa del duhaldismo) pero que no le daría espacio ni permitiría que aparezca la voz de dirigentes del Partido Obrero, planteo que su grupo cumplió en toda la línea. La misma orden había sido bajada en Radio Nacional, donde no se permitía referirse a Ferreyra como militante, sino como “manifestante”. 

El día de su asesinato me habían encargado que realice una columna contando quién había sido Mariano Ferreyra. De ese modo tuve un primer acercamiento a su persona mediante el relato de sus compañeros, a través de su página de Facebook –que me pasó Pablo Rabey, el mismo amigo que me había enviado el mensajito de texto anunciando su muerte–. Recuerdo que al final de la columna escribía una referencia a su temprana militancia socialista que había sido cercenada por la burocracia sindical. Esas líneas desaparecieron del texto que se publicó.

A dos años del crimen la investigación sobre los acontecimientos no deja lugar a dudas: hoy, en el banquillo de los acusados de Comodoro Py, donde funciona el tribunal, se juzga a los culpables del asesinato de Ferreyra. Los miembros de la patota, los matadores, su jefe, la policía que liberó la zona y –en un hecho histórico– los autores intelectuales del ataque armado y escarmentador contra los tercerizados. 

Es cierto que faltan los empresarios y funcionarios como el ex subsecretario de Transporte Antonio Guillermo Luna, pero no está dicha la última palabra sobre esta cuestión. Cada día de sesión, los testimonios aportan datos que terminan de armar el rompecabezas que forma la imagen de la culpabilidad de los imputados. Los acusados –todos– permanecen en silencio. Un silencio que los hunde. Se juzga a los criminales, a los asesinos, pero también se juzga una forma de hacer sindicalismo. Pedraza no es una excepción en el arco sindical: es la norma. Dirigentes gremiales devenidos en empresarios que usan patotas para reprimir a los trabajadores de sus propios sindicatos abundan. 

Basta pensar en Gerardo Martínez quien, a pesar de haber sido servicio de inteligencia bajo la dictadura, se sienta a la derecha de la presidenta Cristina Fernández en cada reunión, o Andrés Rodríguez, criador de caballos de raza y sindicalista, para dar solo dos ejemplos de la CGT Balcarce, oficialista. Basta pensar en Hugo Moyano, quien vive en una mansión en Parque Leloir y rige empresas en las que extrae beneficios a los afiliados a su sindicato, Amadeo Genta, un derechista que está desde hace décadas en el gremio municipal, o el vergonzoso ruralista Gerónimo Venegas, por mencionar algunos de los ex socios del gobierno kirchnerista. Si la noción de que se juzga a toda la burocracia sindical en la figura de Pedraza se cristaliza en la clase trabajadora y el resto de la sociedad –y se concluye, entonces, con que hay que barrer con esa casta parasitaria–, se podrá pensar que el tiempo transcurrido desde el crimen no ha pasado en vano, que la justicia podría materializarse dentro y fuera del tribunal.

Una extraña emotividad me persigue desde que asesinaron, hace dos años, a Mariano Ferreyra. Quizás comenzó en ese momento, en el cementerio de Avellaneda, cuando vi a decenas de sus compañeros llorando, abrazándose, consolándose por haber perdido a uno de los suyos, porque se los habían quitado. Una rara sensibilidad que surge cuando una circunstancia se conjuga con su imagen en una pared de alguna calle porteña. O al ver los videos que su recuerdo inspiró; o al constatar la memoria, amor y convicción de su familia; o al percibir los sentidos que produce entre sus camaradas. 

Ferreyra podría haber sido cualquier otro chico que viva en este país –pero no se podría omitir que era un cuadro revolucionario, que esa era su tarea–. La última imagen de su militancia –y de su vida– lo muestra ahí, codo a codo con sus compañeros, atravesando todo el ancho de una calle en Barracas, formando un cordón de seguridad para permitir la retirada a salvo de las mujeres y los más chicos y los ancianos. Esperando allí la llegada de la patota, firme, diciéndole a un compañero que le había manifestado un poco de temor: “Tranquilo, no pasa nada”. Con su metro setenta y pico y menos de sesenta kilos de peso, flaquito como había sido siempre, dispuesto a no retroceder para evitar el ataque de la patota. Decidido.

Luego cayó.

Mariano Ferreyra fue asesinado por una burocracia sindical.

También es cierto que el olvido no se posará sobre la memoria de su vida.

© Escrito por Diego Rojas y publicado por plazademayo.com el sábado 20 de Octubre de 2012.

 
* El sábado 20 de octubre, a dos años del crimen de Barracas, se realizará una movilización a las 15 horas que partirá desde Congreso y se dirigirá hacia Plaza de Mayo reclamando “Justicia por Mariano Ferreyra. Perpetua para Pedraza. Fuera sus patotas y los empresarios del ferrocarril”.