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sábado, 8 de noviembre de 2014

Muertes gratuitas... De Alguna Manera...


Muertes gratuitas...


Diariamente perecen 18.000 niños, más de 6 millones por año por causas totalmente evitables. Son muertes gratuitas. Las tres causas principales son la desnutrición, que los coloca en extrema vulnerabilidad; la falta de agua potable, con la consiguiente ingestión de agua contaminada, y la ausencia de instalaciones sanitarias. Pasan hambre 842 millones de personas, en un mundo que produce alimentos que podrían abastecer a una población muy superior a la actual. Más de 700 millones no tienen acceso a agua potable y 1000 millones de personas hacen sus necesidades a cielo abierto.

Las tres causales se refuerzan mutuamente. Una reciente investigación en la India, que tiene más de un 40 por ciento de niños desnutridos, exploró un enigma. Algunas políticas sociales hicieron llegar alimentos a niños desnutridos. Cuando se los comparó con otros desnutridos que no los recibieron, se comprobó que todos estaban igual. Una razón central fue que el 50 por ciento de la población se ve obligada a hacer sus deposiciones a cielo abierto por la dramática carencia de instalaciones sanitarias. El nivel de contaminación produce infecciones bacterianas repetidas en los niños. Ellas dañan significativamente su aparato digestivo, que no puede metabolizar los alimentos.

Por otra parte, según Unicef, la ingestión repetida de agua contaminada lleva a que los niños con diarrea se debiliten y puedan contraer neumonía y otras enfermedades graves. Asimismo, puede producir un daño cognoscitivo permanente.

Una de las desigualdades más groseras es el acceso al agua. Según la ONU, una persona debe poder contar con un mínimo de 20 litros de agua diarios. Se estima que más de 1000 millones tienen menos de 5 litros diarios. En los países desarrollados se consumen 400 litros diarios per cápita.

La alimentación de los niños en los primeros 1000 días de vida es crucial para toda su existencia.

Si carecen de algunos de los micronutrientes necesarios, contraerán enfermedades agudas.

Amartya Sen realizó una constatación sorprendente (ver Amartya Sen/Bernardo Kliksberg, Primero la Gente). Encontró que reconstruyendo las series estadísticas sobre esperanza de vida en Inglaterra en el siglo XX, el período en que mejoraron fue la Segunda Guerra. El país tuvo que racionar alimentos y distribuirlos equitativamente. Ello mejoró el nivel nutricional promedio.

Alimentación, agua segura, instalaciones sanitarias, deberían ser derechos básicos totalmente garantizados para todos los habitantes del planeta. No lo son. Matan niños, silenciosamente. En mayor escala que ninguna guerra.
Atando cabos

Las grandes discusiones sobre las alternativas de modelos económicos y sociales están envueltas para la ciudadanía con frecuencia en una bruma. Están plagadas de mitos, falacias, coartadas, argumentos justificatorios, racionalizaciones que en definitiva impiden “atar cabos”, conectar efectos con causas y poder identificar lo que es más conveniente para el bienestar colectivo.

Uno de los temas donde se observa con mayor fuerza el esfuerzo sistemático para que la gente “no ate cabos” es el de las conexiones entre pobreza y desigualdad.

Se explica. Cómo justificar la actual explosión de desigualdades, que ha llevado a niveles escandalosos las brechas de ingresos, activos, acceso a educación y salud.

El 1 por ciento más rico ya domina más del 50 por ciento del producto bruto mundial. A su interior, una porción ínfima, 86 personas, tiene más que los 3500 millones personas de menores recursos del mundo.

Los muy ricos, según describen los informes de bancos suizos, cuando desean que su dentista los vea, adquieren sus servicios en exclusividad, y le mandan un avión esté donde esté. Un príncipe saudita se compró un Boeing para 300 pasajeros para su uso personal. En él instaló un trono, para que la servidumbre y los familiares que viajen con él le rindan homenaje permanente.

Hay una ofensiva de think tanks sobre la idea de que riqueza y pobreza no tienen vasos conectores.

Los que son muy ricos es por mérito propio. Los que quedaron abajo es un problema totalmente diferente. Se debe a sus características personales, su falta de iniciativa, su indolencia, o a las de su familia, que no hizo lo suficiente para darles educación.

Si la ciudadanía no ata cabos, las grandes disparidades quedan legitimidas. Entre otras, la brillante senadora Elizabeth Warren, nueva estrella intelectual del Partido Demócrata (la profesora de Harvard que preparó la ley de regulación financiera después de la crisis del 2008/9 y que ocupa la banca que perteneció a Edward Kennedy), insiste dirigiéndose a los más ricos sobre esas conexiones. Su argumentación es: a ustedes les ha ido muy bien, pero la inmensa mayoría tenemos mucho que ver con eso. 

Sus empresas existen y rinden grandes beneficios porque el pueblo americano construyó con sus impuestos los puentes, los caminos, la infraestructura, las escuelas donde se formaron sus operarios y muchas otras cosas. El Premio Nobel de Economía Robert Solow es muy directo. Dice que detrás de la disparada de las desigualdades están la destrucción del movimiento sindical que ha dejado a los trabajadores sin protección, el desmantelamiento de la legislación social y los sueldos muy bajos. Como lo demostró Thomas Piketty, desde 1970 la participación del capital en el producto crece y la de los asalariados baja sistemáticamente.

Sueldos bajos, precarización de los trabajos, outsourcing, situaciones monopólicas, elusión de impuestos a través de declarar las ganancias en paraísos fiscales, auge de la especulación financiera, son algunas de las bases del crecimiento casi exponencial de las fortunas del 1 por ciento.

La contracara son las grandes masas de trabajadores con ingresos que los colocan por debajo de la pobreza, los precios en ascenso de los bienes básicos, la fiscalidad regresiva, la incertidumbre laboral severa ante la flexibilización de los mercados laborales.

La presidenta de la Reserva Federal de Estados Unidos, Janet Yellan, alertó recientemente sobre las desigualdades y sus efectos corrosivos. Señaló que, mientras el financiamiento público para educación temprana no ha crecido desde la recesión, el costo de la educación superior siguió aumentando. Eso hará más difícil para los jóvenes pobres llegar a las universidades. También subrayó la caída en la formación de pymes.

No es que en el mundo hay pobreza y hay desigualdad. Una causa eje, no exclusiva pero muy central de la pobreza, es la desigualdad.

Costaría 0,25 centavos de dólar diario darle a un niño desnutrido una taza de micronutrientes con todos los que necesita. Con aproximadamente 540 millones de dólares se podría dar esos nutrientes a los 6 millones de niños que mueren anualmente por males de la pobreza. Esto significa una cuarta parte de lo que cada uno de los 300 más ricos ganaron en el 2013.

El papa Francisco puso los puntos sobre las íes sobre esas conexiones. Señaló (2/10/14): “En los Estados más ricos la globalización aumentó el abismo entre los grupos sociales creando más desigualdad y nueva pobreza”.

© Escrito por Bernardo Kliksberg * el viernes 07/11/2014 y publicado por el Diario Página/12 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Todo el contenido publicado es de exclusiva propiedad de la persona que firma, así como las responsabilidades derivadas.

* Puede ampliarse en El Informe Kliksberg. El otro me importa (Encuentro), que termina de ser nominado por la Academia para el Premio Emmy Internacional (categoría Arte).

 


domingo, 17 de marzo de 2013

El Papa de la era estatal… De Alguna Manera...


El Papa de la era estatal…

Cuando el mundo estaba atravesando la crisis económica de la Gran Depresión, en 1931, el papa Pío XI hizo la primera mención expresa a la doctrina social de la Iglesia en la encíclica Quadragesimo Anno. Dos años después, Estados Unidos inició su New Deal, caracterizado por el crecimiento de la participación del Estado en la economía. Poco después, la doctrina social de la Iglesia nutre con sus conceptos ideológicamente al peronismo: capitalismo social, un equilibrio entre la máxima justicia social y la máxima libertad individual posibles con distribución de la renta sin violencia.

A Bergoglio le tocará el próximo martes asumir como papa en un mundo que, tras el colapso primero del comunismo y luego la crisis del neoliberalismo, se encamina hacia una segunda ola de capitalismo social con crecimiento de la participación del Estado en la economía y recetas que unen a Pío XI y Keynes, como lo refleja el gráfico que acompaña esta columna. Justo para un papa peronista como sería Francisco.

Entre los años 2001 y 2011, el peso del Estado sobre el total de la economía pasó en la Argentina del 29% al 40%, esencialmente promovido por el kirchnerismo. Pero en el liberal Estados Unidos pasó del 34% al 41%, llegando al 44% en 2009, cuando tuvieron que salir a subsidiar al sistema financiero para que no quebraran los bancos. O en Inglaterra, el país que inició la revolución neoliberal con Margaret Thatcher, el peso del Estado pasó del 37% al 45%. Lo mismo sucedió hasta con los austeros japoneses y los siempre estatistas franceses, cuya participación del Estado en la economía, medida como total del gasto público sobre el producto bruto nacional, alcanzó el récord del 56% del total.

Los motivos no son necesariamente ideológicos sino de necesidad: cuando se produce una crisis económica la inversión privada se retira, el gasto de los privados se contrae y sólo queda el Estado, con su capacidad de financiar déficit con emisión y/o con deuda para invertir. En el caso de la Argentina, la reestatización de una parte de la economía se anticipó a la de los países desarrollados simplemente porque nuestra crisis económica fue en 2002 y la de los países desarrollados en 2008, pero la respuesta fue siempre la única posible.

Al revés, en países como Brasil o China –que no sufrieron la implosión que padeció la Argentina de 2002 ni la crisis económica de los países desarrollados de 2008 sino sólo sus consecuencias derivadas– no hubo un crecimiento del peso del Estado sobre el total de la economía: en Brasil apenas aumentó 1% y en China directamente bajó.

“Es normal que el papel del Estado cambie de acuerdo con las circunstancias”, dijo el Premio Nobel de Economía de 2001, Michael Spence. En los 80, Ronald Reagan se hizo presidente de los Estados Unidos sosteniendo que “el Estado no es la solución a nuestros problemas, el Estado es el gran problema”. Incluso en los 90, Bill Clinton llegó a la presidencia diciendo: “No vamos a enfrentar nuestros desafíos con un Estado grande, la era del Estado grande se terminó”. Hoy Obama es reelecto sosteniendo que “en la nación más rica del mundo nadie que trabaje jornada completa deberá vivir por debajo de la línea de la pobreza”. Quizás por eso Obama fue tan efusivo en darle la bienvenida al nuevo papa, con la esperanza de que lo ayude a frenar a los ultracristianos del Tea Party y a convencer a Merkel de que debe ser más heterodoxa en materia económica.

Mucho cambió desde que Friedrich Hayek ganó el Premio Nobel de Economía en 1974; sostenía que los precios de los productos se regulan automáticamente y transmiten informaciones eficientes para la economía de manera mucho más poderosa que cualquier sistema basado en la planificación centralizada.

Pero ante una crisis económica como la de 2008 en los países desarrollados, quizás hasta Hayek podría haber propuesto seguir –por un rato– las ideas de Keynes sobre una mayor intervención del Estado en la economía.

En esta década se desarrolló un debate ideológico sobre el tema. En 2010, los británicos Richard Wilkinson y Kate Pickett publicaron el libro El espíritu de la igualdad: por qué razón las sociedades más igualitarias funcionan casi siempre mejor. Al año siguiente, el presidente del Instituto Regulador Financiero de Inglaterra desarmó los argumentos de Wilkinson y Pickett en su libro La economía después de la crisis: objetivos y medios. En coincidencia, el Premio Nobel de Economía de 2006, Edmund Phelps, sostuvo que “no hay evidencia de que países con sectores públicos voluminosos sean buenos en la generación de crecimiento. Si se excluye a los países escandinavos, la magia del Estado grande desaparece”.

Quizás el punto medio lo pone el progresista Premio Nobel de 1998, Amartya Sen, hijo de la religiosidad de la India, quien en su libro Desarrollo como libertad escribió que si existiera un mundo donde la economía planificada fuera tan eficaz como el mercado, eso no haría a esa opción más deseable porque el hecho de que las personas puedan elegir dónde trabajar, qué producir o qué consumir es un importante factor de libertad para los seres humanos.
El nuevo papa podrá ser un gran mediador en el dilema de siempre: cuál es el grado de libertad y de igualdad que mejora la vida de los seres humanos.

© Escrito por Jorge Fontevecchia el domingo 17 de Marzo de 2013 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.