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domingo, 5 de abril de 2015

Pilotos de la muerte... @dealgunamanera

“Vildoza fue piloto en los vuelos de la muerte”…


La historia de Javier Penino Viñas, hijo de desaparecidos apropiado por el Jefe del Grupo de Tareas de la ESMA, Jorge Vildoza.

Javier nació en la ESMA y fue criado por uno de los represores más importantes de ese centro clandestino, que estuvo prófugo durante más de veinte años y al parecer falleció en Sudáfrica. Pero antes de morir le contó a Javier sobre el aparato represivo, las torturas y los vuelos de la muerte.

El represor Jorge Raúl Vildoza, jefe del grupo de tareas de la ESMA, tuvo un confesor ante quien relató sus crímenes. Entre todas las personas de su confianza eligió a Javier Penino Viñas, el joven de quien se había apropiado cuando tenía apenas unos días de vida. Cuando Javier se convirtió en adulto, y después de que se escaparan de las citaciones judiciales, primero con una estadía en Paraguay y luego instalándose en Sudáfrica, el marino le habló de la “lucha antisubversiva”, de las torturas y hasta de los vuelos de la muerte: “Fue piloto en vuelos de la muerte. El volaba. Y tenía alto rango. Siempre cuando le tocó hacer el vuelo estaba a cargo del avión. Parece que hubo una cierta influencia religiosa. La idea era que ser tirados del avión vivos aunque dormidos era una forma humana y cristiana de llevar a cabo la ejecución. A mí me pareció un horror. Creo que se dio cuenta de que era algo difícil de explicar”, relata ahora Javier.

Javier Penino Viñas nació en el centro clandestino que funcionó en la ESMA durante la última dictadura militar. De allí se lo llevó Vildoza, lo anotó como su hijo y lo crió como tal. Las Abuelas de Plaza de Mayo lo ubicaron tempranamente, en 1984 y, para no entregarlo, los Vildoza se escaparon, primero a Paraguay y luego a Sudáfrica. Javier fue Javier Vildoza, pero luego fue Julio Sedano. Y, finalmente, en 1998 viajó a la Argentina para presentarse ante la jueza María Servini de Cubría, hacerse el estudio de ADN y ser Javier Penino Viñas, hijo de Cecilia y Hugo, secuestrados y desaparecidos durante la última dictadura. Conoció a su familia biológica, con la que tuvo y tiene una relación con altibajos, pero nunca cortó el vínculo con los Vildoza. Su apropiadora, Ana María Grimaldos, fue arrestada en 2012, en la Argentina. Durante las dos décadas que estuvieron prófugos, ella y Vildoza entraban y salían del país –aquí vivían sus dos hijos biológicos– con identidades falsas. Cuando la detuvieron, la mujer se declaró viuda. Según su relato, Vildoza murió en 2005 y fue cremado bajo uno de sus nombres falsos. No hay manera de comprobarlo.

Ana María Grimaldos está siendo juzgada. Javier no justifica el robo de niños, incluso habla del “plan sistemático de apropiación”, pero asegura que ella “no sabía” y descarga la culpa sobre Vildoza. Con el marino, cuenta, tuvo largas charlas. Javier comparte parte de esas conversaciones “de adultos”, de las que surgen grandes revelaciones.

– ¿Cuando eras chico y se escaparon a Paraguay qué te decían de la dictadura?
–No hablaban mucho. Decían que había sido una guerra muy... una guerra sucia. Que se habían cometido errores, en su opinión. Tenía una visión que no era, digamos, apologista. No defendía todo. Creo que él sentía que había tenido que hacer cosas de las cuales no estaba orgulloso. Y no le gustaron las decisiones que se tomaron. A él le constaba que en ningún momento iba a ser indultado, perdonado. Cuando empezaron los indultos se enojó mucho porque le parecía que había que blanquear lo que había pasado, que lo que habían hecho respondía a la orden de aniquilar a la subversión inicialmente de Isabel Perón y que luego el gobierno militar la profundizó. Y que la única forma de sanar, o, por lo menos, dejarlo claro en la historia, era blanqueando lo que pasó y asumiéndolo. El indulto le sonaba como que habían sido criminales indultados, en vez de presentarlo como que ellos hicieron lo que hicieron porque sintieron la necesidad de hacerlo. Pero bueno, es un tema muy complicado.

– ¿Leíste cosas sobre Vildoza?
–Un montón.

– ¿Y cuál es tu impresión?
–Es completamente consistente con lo que él me habló como adulto. El era un tipo de acción. Muy de acción. Muy de aventura. Aceptaba cualquier oferta rara que le tiraban. Se fue al Canal de Suez durante la guerra con Egipto como casco azul de Naciones Unidas. Se presentó al toque cuando tuvo que hacer vuelos raros al exterior para traer aviones, llevar aviones. El siempre se anotaba. Se anotó cuando le ofrecieron o le pidieron meterse en la guerra antisubversiva. Se anotó y se puso al frente en el sentido de que era el jefe de Operaciones del Grupo de Tareas 3.3.2. Actuaba en operativos, no era un tipo de oficina. ¡Por eso me da bronca! Veo que lo tildan de tesorero de (Emilio Eduardo) Massera, medio que manejaba fondos. Eso nada que ver. Creo que de todas las cosas que dijeron sobre él, lo que más le molestaba era el tema de los supuestos...

–No le molestaba que le dijeran asesino, pero sí que era ladrón.
–Si lo quieren plantear así, sí.

–Pero es así.
–Sí. Está bien. Podés plantearlo así.

–Es lo que se desprende de lo que decís.
–O sea, no le molestaba que lo acusaran de cosas que hizo, le molestaba que lo acusaran de cosas que no hizo, como cualquier persona.

Un bar en Chacarita, aunque podría ser Palermo: mesas anchas de madera, ofrecen brunch y limonada con jengibre. Javier pide un café y un tostado. Está en Buenos Aires por el juicio a Grimaldos. Está enojado porque cree que ella no debe ser responsabilizada por su apropiación, que era manejada por Vildoza. También se queja de la investigación de la Unidad de Información Financiera (UIF) que hizo que congelaran los bienes de la empresa del hijo y del yerno de Vildoza, porque se usó para financiar a los prófugos pero, además, porque se sospecha que desde allí podrían haberse blanqueado bienes robados por el grupo de tareas de la ESMA a víctimas de la dictadura. Javier dice que es una locura y, en este punto, señala al represor Jorge “El Tigre” Acosta. Vildoza, dice, “le tenía cero respeto. Era un tipo que estaba un poco loco, como un ser malvado. Como que se jactaba mucho de lo que hacía. Le gustaba. Y robaba. Había muchos rumores alrededor de él, que se había quedado con mucha guita, joyas”.

Tiene una chomba negra, es grandote, corpulento. Es serio pero a la vez cálido. Graba la conversación en su Ipad y atiende su teléfono en inglés, para resolver temas pendientes en Londres, donde vive y trabaja en un banco de inversiones. Está casado y tiene dos hijos. Durante la entrevista llama a su apropiadora por su nombre, por su apellido, le dice “mamá de crianza”, “adoptiva”. “¿Les molesta si para agilizar les digo mamá y papá?”, pregunta en un alto en la conversación, en referencia a Grimaldos y Vildoza. Su abuela materna, Cecilia Viñas, dijo en el juicio que Javier tiene los ojos de su madre y el pelo de su padre.

Vildoza lo eligió a Javier para descargarse y contar detalles de sus crímenes. No a su hija Mónica, ni a su hijo Jorge Ernesto, que trabajó en el Servicio de Informaciones de la Armada y ya eran grandes cuando Javier llegó a la casa. No a su mujer. Lo eligió a él, el bebé al que separó de su madre con la certeza de que ella sería asesinada. ¿Fue una forma de reforzar su cercanía, una forma de buscar el perdón, la expiación de sus pecados o fue la forma más elaborada del cinismo que se pueda pensar? Difícil saberlo. Vildoza murió. Se supone, aunque no hay forma de comprobarlo.

–Cuando creciste, ¿qué te contó Vildoza sobre la ESMA?
–Que había sido una unidad antisubversiva que había sido establecida con principios parecidos a los que operaría una unidad subversiva misma. Ese era el concepto.

– ¿Y qué significaba eso?
–Operativos vestidos de civil, usando autos no identificados, no decía secuestros probablemente, pero algo que sonaba como secuestros. De ir a buscar gente que se pensaba como terrorista, que muchas veces terminaban a los tiros y granadas y a veces no.

– ¿Te habló de las torturas?
–Me dijo que había picana. Que en realidad para él era como un poco de show para asustar a la gente.

–Les dejaron algunas marcas como para entenderlo como show.
–Pero me admitió que había gente que eso le gustaba. No sé si disfrutaban, pero lo usaban no como para asustar.

– ¿Te habló de los vuelos?
–Sí. El fue piloto. Y me contaba cómo era. A mí me pareció un horror. Creo que se dio cuenta en el momento de que era algo difícil de explicar. Creo que él en cierta forma se confesó conmigo, cosas que no pudo hablar nunca con nadie. No era el tipo de persona que hubiese ido a un psicólogo. Ahora le cuento a mi hermano o hermana cosas que no sabían.

– ¿Qué más dijo de los vuelos?
–Que en cierto momento se decidió la manera. Que había un argumento interno entre la gente de la cúpula sobre cómo se debía condenar y ejecutar a gente determinada que tenía un accionar terrorista. Y que hubiese sido preferido un juicio militar con un fusilamiento. Creo que eso es lo que él pensaba que era correcto. Parecería que en la idea de los vuelos hubo una cierta influencia religiosa. En el sentido de que no sé quién, si Acosta, Massera o alguien habló con curas castrenses sobre cuál sería una forma cristiana de efectuar estas ejecuciones sin que repercutan en la conciencia de la gente y, además, tenían miedo de lo que podía decir el Papa, porque aparentemente en esos tiempos el Papa había salido a criticar a Franco. La idea era que ser tirados del avión vivos aunque dormidos era una forma humana y cristiana de llevar a cabo la ejecución. Decían que a la gente que le pasaba eso no se daba cuenta. Y, para los que estaban involucrados, no era como ser un verdugo, alguien con un hacha o fusilarlo. Obviamente tenés que estar confundido o no pensarlo muy bien para creer que eso era sano o cristiano. El vuelo de la muerte es la figura horrorosa de lo que se hizo. Y con buena razón. Me imagino que desnudar cuerpos de gente dormida, y tirarlos vivos por una puerta...

– ¿Qué te contó?
–El volaba. Era piloto. Y tenía alto rango. Siempre, cuando le tocó hacer el vuelo, estaba a cargo de volar el avión. Pero es algo que a él le parecía muy extraño.

–Dijiste que para nadie debe ser natural desnudar los cuerpos en el vuelo. Eso indica que Vildoza te habló de los procedimientos, ¿Qué dijo?
–Que hacían eso. Y que empezaron a hacer eso porque inicialmente se habían encontrado en Uruguay cuerpos con ropa o cosas que permitieron identificar que venían de Argentina, por ejemplo. Que cambió el procedimiento de hacer eso. Me había dicho que iba un médico con ellos que mantenía dopada a la gente durante todo el procedimiento.

– ¿Qué aviones volaba?
–Creo que en ese momento eran Electra, pero voló de todo, pero que más que nada eran Electra.

– ¿Te dijo algo sobre cómo funcionaba la ESMA?
–Que tenían una independencia total. Que usaban sus autos. Robaban autos. Que tenían tipos que se especializaban en robar autos. Y después los usaban en operativos, a veces los guardaban, a veces los dejaban tirados. Y que era como una entidad que operaba... que estaba más allá de la ley. Que ellos le decían a la policía si tenían que hacer ciertos operativos, que eso pasaba a veces si pensaban que había una chance de enfrentamiento, que eso se planeaba con la policía. Que a veces se coordinaba con ellos para armar como un cordón.

– ¿De los vuelos algo más?
–No. Sobre todo me contó de los enfrentamientos con granadas, tiroteos. De que se elaboraban documentos falsos.

– ¿Le hicieron alguno?
–El único fue para ver una carrera de Fórmula 1. Le elaboraron una credencial para entrar a la PITs, una anécdota boluda. Muy de Argentina. Me contó que estaba mucho Massera en la ESMA. Por eso me parece que se tiene que asumir como el arquitecto de la forma de operar, pensar. La idea de combatir el fuego con fuego, aniquilar lo más eficientemente.

Jorge Raúl Vildoza fue en 1977 y 1978, con el grado de capitán de navío, jefe del Estado Mayor del Grupo de Tareas 3.3.2 de la ESMA. Los sobrevivientes lo mencionan como inmediatamente debajo del contraalmirante Rubén Jacinto Chamorro, entonces director de la ESMA. Pero el equipo de investigadores del Ministerio de Defensa que trabajó sobre los archivos de las Fuerzas Armadas lo piensan en una escala paralela, como jefe de la “unidad de combate” en la que se convirtió la ESMA a partir de 1975-1976. “Vildoza fue aviador, especializado en aviones de caza y ataque y con capacidad para pilotear Electra. Todos los marinos que pasaron por la ESMA fueron evaluados por él y en los informes no se limitaba a una declaración formal o a validar los conceptos de otros oficiales; él mismo agregaba información, lo que da cuenta de su conocimiento de todos y, lo que es más relevante, de las tareas desempeñadas por ellos. También calificaba a quienes llegaban en comisiones desde otros destinos o fuerzas. Sus apreciaciones incidían en la carrera de personal propio y ajeno a la Armada. Sin escatimar información Vildoza y Chamorro dejaron marcas que en sus días podían significar un pasaporte al ascenso y hoy en día solo conducen a la Justicia”, señala Laura Guembe, coordinadora del equipo de relevamiento documental del Ministerio de Seguridad.

Los secuestrados lo conocían como “Gastón” y bajo su mando estuvieron varios de los represores ya condenados en el juicio por delitos de lesa humanidad en la ESMA, como el capitán Jorge “El Tigre” Acosta, su jefe de Inteligencia, Adolfo Donda o Jorge Perren. El ex capitán Adolfo Scilingo, que cumple su condena en España, recordó a Vildoza como quien condujo desde la ESMA hasta Aeroparque, a los vehículos que trasladaban a un grupo de secuestrados que serían arrojados al Río de la Plata.

Varios ex detenidos declararon que el represor visitaba con frecuencia el cuarto de las embarazadas. Juan Gasparini, al dar su testimonio en el juicio sobre el plan sistemático de apropiación de bebés, aseguró que “había un militar a cargo, los jefes de las embarazadas que los llamaban, primero fue Vildoza y después fue (el prefecto fallecido Héctor) Febres”. Dijo que se encargaban de organizar los partos de las embarazadas en una pieza del 3er piso acondicionado a tal efecto y señaló “que ellos eran los encargados de llevarlas, traerlas, el momento del parto”. Gasparini dijo que vio a ambos trasladar a las mujeres luego de los partos, llevando ellos en sus brazos los niños recién nacidos. “La imagen que retiene mi memoria, son a Febres, alias ‘Selva’ y a Vildoza, vestidos de civil, llevando cada uno de ellos un niño en sus brazos”, luego aclaró que ambos vestían ropas veraniegas y que los casos no ocurrieron simultáneamente.

Miriam Lewin, Alicia Milia de Pirles y Graciela Daleo contaron que siempre iba vestido de civil y que le gustaban las armas, las motos y los coches. Ana María Martí afirmó que se angustió al enterarse que el hijo de Cecilia Viñas había sido apropiado por Vildoza. “Me daba la impresión de ser una especie de robot satánico, un tipo de una frialdad increíble, nunca se le movía un pelo, y me dio realmente mucho dolor y mucha preocupación que ese chico estuviera en los brazos de Vildoza.”

Hugo Reinaldo Penino y Cecilia Viñas Moreno de Penino eran de Mar del Plata, pero en julio de 1977 estaban en Buenos Aires. Los secuestraron el 13 de julio de 1977 en un departamento de la calle Corrientes y los llevaron a Mar del Plata, probablemente a Buzos Tácticos, pero como Cecilia estaba embarazada de cinco meses la trasladaron luego a la maternidad clandestina de la ESMA.

Sara Solarz de Osatinsky, que ayudó a parir a varias mujeres secuestradas en ese centro clandestino, también afirmó que Vildoza pasaba seguido por el cuarto de las embarazadas y que lo visitó mientras estaba Cecilia Viñas.

“Cecilia Viñas era una mujer muy especial, muy bonita, muy inteligente, tal vez un poco mayor que la media de las embarazadas. Y creo que tenía muy claro qué era lo que iba a pasar con ella, sabía que estaría viva mientras tuviera su bebé en la panza y sabía que luego... no sabía lo que iba a pasar, pero lo tenía clarísimo”, declaró Milia. Osatinsky contó que pocos días después del parto Cecilia fue trasladada sin su hijo y que el bebé fue llevado por personal de la ESMA pocas horas después de ser trasladada su madre.

El caso de Cecilia es particular (todos los son) porque su familia tiene grabaciones que indican que siguió viva aún después del regreso de la democracia. Hubo llamadas desgarradoras entre octubre de 1983 a marzo de 1984 en las que pedía que busquen a su hijo y en las que los captores reclamaban plata para dejarla en libertad. Fueron ocho comunicaciones. Luego, la nada.

– ¿Nunca te enojaste con Vildoza?
–Tuvimos momentos tensos. Pero él fue honesto conmigo. Entonces para mí era muy difícil enojarme. Por ahí si hubiese tenido algo que ver con el secuestro de mis padres ahí sí me hubiese costado más. Pero a ellos los habían seguido desde Mar del Plata, los de Buzos Tácticos.

–Pero Vildoza estuvo involucrado en el secuestro de muchas personas. Fue jefe de los que por ahí secuestraron a tus padres.
–El cómo ser humano nunca se jactó. Si se jactaba de algo era de los enfrentamientos a tiros. Una vez que le tiraron una granada y se tiró detrás de un auto. Eso es lo que le gustaba a él. Eso y la aviación. Lo demás le pareció... en el momento que lo hizo, lo hizo consciente, y eficientemente porque era la forma que le habían planteado de efectuar las órdenes que tenía, pero a la distancia creo que él le tenía mucha bronca a la Argentina. Por todo. Por lo que causó la subversión violenta. De la militarización de Montoneros, ERP, la reacción de los militares, la reacción primero política y después militar. A él le molestaba muchísimo el tema de los indultos. Le escribió una carta a Massera donde le dice que le conviene irse del país porque los indultos no van a servir para nada a largo plazo. Y tenía razón. El miró mucho como se hizo en Sudáfrica, como yo, la Comisión de la Reconciliación, donde se cometieron muchas barbaridades bajo el régimen del apartheid, no tantas como acá.

-– ¿Qué pensás de que hagan los juicios acá? Más allá del caso de Grimaldos, que se hagan los juicios por las violaciones a los derechos humanos.
–Me parece que por la forma que se dieron las cosas está bien que se hagan los juicios. Creo que lo de los indultos fue una guasada. La figura del desaparecido es una guasada. Creo que si se hubiese blanqueado en ese momento la lista de los desaparecidos, quién murió, quién decidió que muriera y se hubiese juzgado civilmente o militarmente a la gente en ese momento, ésta sería una sociedad más balanceada en la forma de mirar el pasado y el futuro.

–Decís que Grimaldos no es responsable, ¿no te parece que Vildoza se tendría que haber hecho cargo entonces? ¿No debería haber muerto en la cárcel?
–Creo que se hizo cargo moralmente. No creía en la Argentina. No creía en nada.

–Es medio cómodo hacerse cargo “moralmente”.
–Así es. Y ya murió. No queda otra. 

© Escrito por Alejandra Dandan y Victoria Ginzberg el domingo 05/04/2015 y publicado por el Diario Página/12 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

martes, 24 de marzo de 2015

Los otros vuelos de la muerte... De Alguna Manera...

Escenas del final…


Personas subiendo por la escalerilla de los aviones, incluso niños. Bolsas que aparentaban tener cuerpos adentro que pasaban de camiones a aviones. Los datos surgen de numerosos testimonios de personas que hicieron el servicio militar durante la última dictadura, en Campo de Mayo.
Una chica muy joven, adolescente, subía muy lentamente por la escalerilla del avión, un Twin Otter canadiense con las insignias del Ejército Argentino. La chica tenía el pelo muy corto, más bien oscuro y a diferencia de otros detenidos, no estaba vendada. Mientras subía, una niña de unos cinco o seis años, de pelo más bien claro, comenzó a ascender rápido por la escalerilla del avión, pasó al lado de la adolescente y llegó hasta el último escalón. Sonriente, saltaba y abría los brazos como si estuviera volando. Se veía que estaba excitada por la situación del vuelo -contó el testigo que presenció la escena- inconsciente de lo que realmente estaba pasando. La niña volvió a bajar por la escalerilla del avión hasta llegar a la pista. La adolescente, entonces, la llamó y la nena subió. La adolescente la agarró de la mano y subieron juntas. Poco después, el avión carreteó para despegar en dirección al este, desde la pista principal del aeródromo de Campo de Mayo.
Miguel Angel Hait hizo el servicio militar obligatorio en la Compañía Helicópteros de Asalto del Batallón de Aviación de Ejército 601, de la guarnición de Campo de Mayo, entre febrero y julio de 1976. Estuvo seis meses, tres semanas y unos pocos días. En 2008 brindó su testimonio a la Justicia sobre las imágenes de ese vuelo, el único que vio, al que ubicó temporalmente entre fines de abril y comienzos de mayo de 1976, a las 8.20 de la mañana, un horario no habitual para esos despegues, que usualmente se hacían en la noche cerrada. Los prisioneros subieron al Twin Otter, una aeronave que según los testimonios de los colimbas volaba con una puerta abierta tapada por una lona y a la que ellos recuerdan que se la llamaba El Verdugo. Hait es sólo uno de los cientos de soldados que declararon en los últimos años, una vez reabierto el proceso de justicia. Su declaración es parte de un relevamiento de testimonios del Programa Verdad y Justicia del Ministerio de Justicia, que estuvo primero a cargo de Luciano Hazan y ahora de Elizabeth Gómez Alcorta, y de la Dirección de Derechos Humanos del Ministerio de Defensa, a cargo de Stella Segado.
“Que allí, después de ocurrido el golpe militar del 24 de marzo de 1976, en el mes de abril de ese año, siendo aproximadamente las 08:20, el dicente había ido a retirar las fichas de vuelo desde la Torre de Control de Vuelos que se encontraba junto al Aeródromo de Campo de Mayo y regresaba hacia la compañía de helicópteros”, dijo. Observó a la derecha dos camiones Unimog camuflados con pintura del Ejército, estacionados ante un avión marca The Havilan modelo Twin Otter, tipo Stol, de despegue y aterrizaje corto.
Un grupo de personas estaba junto a la escalerilla del avión y otras iban ascendiendo. Entre ellos, había un integrante del Ejército con campera de vuelo. Detrás subía un hombre. Chocó la cabeza contra el marco superior de la puerta, giró y, entonces, el soldado vio que tenía los ojos vendados. Se dio cuenta, sin embargo, de que era Roberto Quieto, el segundo o tercer jefe de Montoneros, explicó en su declaración. Lo conocía porque su imagen era pública aunque lo notó delgado, menos morocho, muy pálido, como quien no ve la luz del sol durante mucho tiempo. Se sorprendió de que Quieto continuara con vida. Lo habían secuestrado el 28 de diciembre de 1975. Creía que estaba muerto, supo del secuestro, pero se había comentado que lo habían interrogado y lo habían matado. Hait observaba a 35 o 40 metros de distancia. Quieto estaba bien vestido, con traje. Sus movimientos eran muy lentos. Al darse vuelta, luego del golpe con el marco de la puerta, se detuvo y una mujer, vestida de civil, posiblemente integrante del Ejército porque no tenía vendas en los ojos, lo tomó del brazo y lo ingresó con ella a la aeronave.
Luego subió otra mujer con los ojos vendados, de apariencia relativamente joven. También tenía movimientos muy lentos y fue llevada del brazo por otra mujer, tal vez otra represora, que no tenía los ojos vendados. Subieron la adolescente y la niña que se puso a jugar con las manos sobre la escalera. Y luego otra adolescente. Tenía el pelo largo, castaño y con ondas. No tenía vendas, pero también caminaba lento. El soldado entró finalmente en su oficina en el hangar de la Compañía de Helicópteros. Ya no tenía la escena a la vista, pero al bajar más tarde vio el despegue. Mientras subían los detenidos había visto que los camiones Unimog se iban retirando del lugar.
El abogado Pablo Llonto, querellante de parte de las causas de Campo de Mayo, señaló a Página/12 que todavía no se sabe quiénes son esas niñas.
“Razonablemente, Hait no debía haber visto este vuelo”, se afirma en la sentencia de diciembre de 2013, en la que se condenó al represor Santiago Omar Riveros, jefe del Comando de Institutos Militares de Campo de Mayo por crímenes de lesa humanidad. Porque ese tipo de vuelos se hacía entre las cinco y las siete de la mañana, cuando todavía no había luz y con el aeródromo apagado. En ocasiones, por razones meteorológicas, los vuelos salían un poco más tarde.
El relevamiento
El Programa Verdad y Justicia y Defensa trabajan desde hace años en la reconstrucción del Comando de Institutos Militares de Campo de Mayo, el corazón represivo de la zona operacional IV. Cuenta con análisis de los testimonios de las víctimas y, en los últimos años, fundamentalmente, de quienes integraron el servicio militar obligatorio y declararon en diversas causas. Los relatos tienen múltiples dimensiones. (Las identidades de algunos imputados son preservadas para no interferir en la labor de la Justicia.) Entre otras cosas permiten reconstruir las prácticas y metodologías aberrantes del exterminio. Los vuelos, los horarios, el tránsito de camiones. Se habla del Ketalar, esa droga con la que los adormecían, los “vuelos fantasma”, los cajones de madera, los bultos con formas humana, las persecuciones desde el aire a quienes intentan escapar.
El aeródromo de Campo de Mayo estaba ubicado entre El Campito y el polígono de tiro. Uno de los lados daba hacia la ruta nacional 202, de la que van a hablar los testimonios. La jurisdicción operativa de Campo de Mayo se extendía sobre un amplio territorio, de San Miguel a Zárate, Campana y San Isidro. El predio, de unas cinco mil hectáreas, tuvo distintos lugares de reclusión ilegal, como El Campito o Los Tordos, Las Casitas o La Casita; el Hospital Militar con la maternidad clandestina y la prisión de Encausados. Se calcula que por Campo de Mayo pasaron entre 3500 y 5000 detenidos desaparecidos, la mayor parte de los cuales no sobrevivió. Hubo prisioneros del PRT-ERP, embarazadas, integrantes de otras organizaciones políticas, y también niños. Se cree que el lugar alojó transitoriamente a prisioneros de otros lugares para incluirlos en los vuelos de la muerte. El general Santiago Omar Riveros estuvo a cargo de la zona de septiembre de 1975 a los primeros meses de 1979. Por debajo, estuvo Reynaldo Benito Bignone.
De la mano
En dos ocasiones, un sargento le ordenó a Hait limpiar un helicóptero, pero él se negó. “Suponía que debía limpiar sangre, vísceras y vómito”, explicó. Los días antes, alrededor de las 8.30, en momentos en que hacía a pie el trayecto diario hacia la Torre de Vuelo, por delante suyo, conversaban dos sargentos. Uno le decía al otro que resbaló en un helicóptero. Hablaban de una persona a la que llevaban en el aire. Un sargento hizo un gesto “como los movimientos que las personas efectuaban dentro de un helicóptero”. Había una tercera persona, que se descompuso, se mezcló todo con “la sangre y las vísceras”, y el que estaba hablando estuvo a punto de caer al agua. Otro militar lo evitó.
En mayo de 1976, mientras dormía en la cuadra, un teniente entró a los gritos. Hait podía volver a su casa, pero esa noche se quedó porque había problemas con los trenes y temía llegar tarde. El teniente pedía dos soldados artilleros. Había dos. Hait era uno. Los mandaron a la “calle de acceso” para ayudar a un sargento a instalar dos ametralladoras en un helicóptero. Cuando llegaron, el helicóptero estaba listo para despegar. Una vez instaladas las ametralladoras, tomaron su puesto de artilleros. Volaba un piloto, un copiloto y ellos a cargo de las ametralladoras, a uno y otro lado de la aeronave. El helicóptero despegó. Voló en círculos. Recorrió el predio militar e iluminaban distintos sitios con un reflector: “Iluminaron a una pareja joven –explicó Hait–. Tomados de la mano, corrían, huían velozmente. El hombre era más alto que la mujer, ambos eran de piel blanca y estaban completamente desnudos y descalzos. La pareja fue iluminada durante un breve lapso, uno o dos segundos y entonces inmediatamente el helicóptero apagó el reflector.” Al instante, desde abajo, se escuchó y se vio un disparo al aire. Hait entendió que era un aviso de los militares que estaban abajo. Habían visto a la pareja gracias al reflector. La aeronave viró. Aterrizó donde había partido. Cuando bajaron, un teniente le dijo: “¿Usted vio algo, soldado?”. Hait entendió la amenaza: dijo que no había visto absolutamente nada.
“Milicos hijos de puta”
Eduardo Bravo hizo el servicio militar entre enero de 1977 y mayo de 1978. Luego del período de instrucción, fue destinado a la Compañía de Servicios. Realizaba guardias de una semana por mes en la torre de control, llevando a cabo la función de señalero. “Durante las guardias entraban, dos o tres veces por semana, unas camionetas azules, probablemente celulares de la Policía, que sin identificarse tenían libre acceso al predio.” Un día, un sargento ayudante llevó un grupo de conscriptos, entre ellos a Bravo, a un campo en las inmediaciones de la pista auxiliar. Los dejó y se fue. Pasado un rato, salió un avión y se posicionó en la pista adonde lo alcanzó uno de los celulares azules. Desde las camionetas, tre, s personas empezaron a sacar bolsas que contenían cuerpos y a cargarlos en el avión. Eduardo Bravo y sus compañeros asistieron a toda la carga, que fue finalmente de aproximadamente diez cuerpos. Por esta declaración, Bravo volvió a ser llamado. En su ampliación, contó que pudo reconocer que había cuerpos por la forma de las bolsas, como así también por el modo en que las agarraban. “Quienes subían las bolsas eran oficiales o suboficiales.” No eran de ahí. Llegaban en los Unimog. Los Unimog podían cargar cerca de diez personas. Cuando vio esto, el avión no estaba en la pista central, sino en la auxiliar, que tenía árboles a uno de sus lados. “Desea agregar, dice su testimonio, que los camiones que transportaban a los cuerpos, cada vez que llegaban al lugar, lo hacían muy rápido, a una velocidad altísima.”
Roberto Loeiro también habló de estas bolsas. Estuvo entre marzo y noviembre de 1977. Luego de la instrucción, lo designaron dragoneante o cabo de reserva, por eso relevaba a los soldados de guardias. “Por el mes de septiembre del año 1977, recibió un llamado de un capitán que le dijo que a las dos de la madrugada llegaría por el puesto de ingreso a la pista número uno, que era una barrera, un furgón de color azul marca Dodge, con la caja trasera metálica, pero de tipo funerario. El capitán le dijo que lo dejara pasar a la pista. Cuando llegó el momento, el furgón se acercó a la pista a encontrarse con el avión Fiat, de origen italiano, que estaba evidentemente a la espera del furgón debido a que tenía el portón de la bodega abierto esperando la carga. A una distancia de unos 200 metros pudo observar que del furgón sacaban bolsas como las de las morgues. No recuerda la cantidad exacta, pero era más de una. Las cargaban en el avión. Como la iluminación de los hangares estaba encendida normalmente, pudo observar todo con bastante nitidez. Estos episodios ocurrieron entre julio, septiembre y octubre. En otra llegada del furgón, en similares circunstancias, observó todo igual a lo narrado pero sin ver a persona alguna escuchó una voz masculina que gritaba: `Milicos hijos de puta`”.
Los vuelos
Los datos del Programa Verdad y Justicia confirman la existencia de los vuelos a partir del golpe de marzo de 1976, e incluso antes. El relevamiento señala que hubo diferencias entre 1976 y 1977. Que en 1976, “la ejecución de los vuelos se realizó con helicópteros (Bell UH-1H) y aviones (Twin Otter) del Ejército y (Fokker F 27) de la Fuerza Aérea. Y en 1977 en adelante se utilizaron los aviones Fiat G 222, traídos de Italia en ese año e incorporados a la flota de aeronaves del Ejército, conocido como Hércules chiquito o Herculito”.
Entre otras cosas, indican que en 1976 ya se usaba el Ketalar en las cercanías de la pista de despegue de aeronaves. Que había transportes de “carga” para llevar a los cautivos a los aviones. Entre los diferentes vehículos que trasladaban prisioneros mencionan: camiones Unimog y Mercedes 1114 del Ejército; autos Falcon; camiones frigoríficos civiles; camiones de Gendarmería Nacional, camiones celulares de la Policía Federal con personas detenidas en su interior.
Los vuelos de la muerte fueron realizados por la Armada, el Ejército y la Fuerza Aérea y las fuerzas de seguridad. Las denuncias existen desde temprano. Ancla (la agencia de noticias clandestinas) distribuyó un informe sobre la ESMA a fines de 1976 con datos de cuerpos aparecidos en las costas del Uruguay. El informe lo escribió Horacio Verbitsky. En el juicio ESMA declaró que para entonces creían aún que los “traslados” se harían con barcos. En marzo de 1977, la Carta a las Juntas de Rodolfo Walsh ya describe los vuelos, la sistemática y su dimensión. Luego hablaron los sobrevivientes. En 1995, el ex marino Adolfo Scilingo confesó ante Verbitsky su participación en ellos. Las Fuerzas Armadas nunca lo reconocieron. Los testimonios de los colimbas dan acceso a lo que no había hasta ahora: las escenas oscuras de la masacre.
El verdugo
Daniel Humberto Tejeda hizo el servicio militar entre 1976 y 1977 como artillero de puerta de helicóptero. Trabajó en mantenimiento, con mecánicos. Hizo guardias en el aeródromo y hangares. Habló de los aviones. El Twin Otter y un Fokker de la Fuerza Aérea. Dijo que los dos usaban la pista. Y mencionó un helicóptero: Bell UH-1H monoturbina al que le sacaban los asientos y quedaba de “carga”. Explicó que situaban al helicóptero cerca de un lugar boscoso, en los límites del batallón, cerca de la ruta 202, en referencia al centro de exterminio El Campito. Desde allí, según la reconstrucción, salía un vehículo carrier del Ejército que se acercaba hasta la pista, al encuentro de los dos aviones, y cargaban cuerpos de personas en esas aeronaves.
Raúl Escobar Fernández hizo el servicio militar entre enero de 1976 y julio 1977, también en Campo de Mayo. Era parte del grupo Apoyo de Vuelo. Cuando no cumplía guardias, hacía mantenimiento de pista, balizamiento de campaña y corte del césped. En el césped, “había montañitas de unas ampollas que eran unos frasquitos con la tapa de goma para introducir una jeringa dentro del frasco, con una leyenda que decía `Ketalar`”, indicó. “Refiere que era mucha la cantidad de estos frascos que estaban tirados, vacíos en la punta de la pista.” Supuestamente, ésa era la zona, dijo, donde se acercaba el carrier a cargar a la gente en los aviones.
Pedro Rogelio Leguizamón estuvo entre enero de 1976 y marzo de 1977. Fue encargado de conducir el camión cisterna de combustible JP1 que se utilizaba para los aviones de gran porte y helicópteros. Debía abastecer las aeronaves. Tenía guardias de 24 horas. “En muchas ocasiones –dijo–, el avión Twin Otter correteaba hasta la punta de la pista que se encontraba más cerca del penal militar de Campo de Mayo al encuentro de camiones del Ejército en los cuales había presos civiles.”
El avión llevaba una puerta de lona, y cuando preguntaban por qué era así, le decían que era para “tirar paracaidistas”. Los vuelos eran siempre de noche. Y al Twin Otter se lo conocía como El Verdugo”. En varias ocasiones, Leguizamón vio descender de los camiones personas “medio moribundas”. Los camiones venían del camino de tierra que estaba, sin dudas, hacia el penal militar. “En una oportunidad –dijo– observó que el avión Twin Otter, en uno de sus regresos, tenía en el piso coágulos de sangre.” Los camiones que llevaban a los detenidos para introducirlos en el avión eran los comunes del Ejército, los Mercedes 1114 con techo de lona.
Las jaulas
Rubén Danilo Núñez hizo el servicio militar entre febrero de 1976 y mayo de 1977, como ayudante de mecánicos del avión jet Sabreliner, para uso y traslado del teniente general Rafael Jorge Videla. Como mecánico “seguía” al avión donde quedara estacionado, es decir que debía permanecer en el aeródromo en que estuviese dicho avión (Ezeiza, Aeroparque, entre otros).
“Había en el interior del cuartel de los bomberos pertenecientes a la Policía Federal, una especie de kiosco donde podíamos adquirir alguna comida rápida o alguna bebida.” En una oportunidad, concurrió a fin de comprar bebida. Hacía frío y era antes de las doce de la noche. En ese momento, “pudo ver en primera persona lo que va a relatar: encontrándose en el interior del hangar de los bomberos, en forma repentina se apagaron las luces del playón donde se estacionaban normalmente los helicópteros, pudiendo observar que aterrizaban dos aviones Fokker de motores a hélices, pero pertenecientes a la Fuerza Aérea. (...) Uno de los bomberos le dijo: ‘Andate, porque algo va a pasar’. En forma inmediata se retiró del lugar velozmente, aprovechando la oscuridad provocada por el corte, cuando observó que por lo menos uno de los aviones, o sea el primero que descendió, comenzó a abrir el portón de la parte trasera de la nave, como para ser cargado algo en la bodega, pudiendo observar cómo camiones del Ejército se acercaban al encuentro del avión para cargar unas cajas tipo jaulas de madera. Que esa tarea de descarga la llevaban a cabo personal del Ejército vestidos con uniformes verdes, pero es opinión de quien declara que no eran soldados conscriptos, sino suboficiales. Interrogado para que diga qué había dentro de las jaulas de madera que menciona, contestó que había unos bultos que al parecer tenían cuerpos humanos en su interior. Los cajones se balanceaban, pero no se escuchaban voz, ni gritos, ni queja alguna en su interior, por lo que no está en condiciones de manifestar si lo que estaba siendo cargado en el avión eran personas que estaban con vida o no. En realidad, tampoco puede afirmar con certeza absoluta que el contenido de las jaulas fueran personas. Solamente observó un cajón, pero infiere que habría más debido a que eran dos aviones y por lo menos dos camiones del Ejército. Al día siguiente los formaron a todos los soldados y se presentó un capitán. Era muy raro que un capitán se presentara directamente a la tropa. Los interrogó, cargándolos, sobre si alguien había escuchado algo o visto a algún monstruo. Ningún soldado emitió palabra alguna.”
Vuelos fantasma
Juan Domingo Giménez estuvo entre febrero de 1976 y agosto de 1977, como artillero de helicóptero, en la guardia, enfermería del batallón y finalmente pasó a la torre de control de los hangares donde recibía los partes meteorológicos. Su testimonio comienza a marcar diferencias entre 1976 y 1977.
“Recuerda que había un avión al que se lo llamaba Herculito debido a su semejanza con el original, que es más grande.” Giménez cumplía servicios semanales. Solía hacer guardias, pero cuando despegaba ese avión, lo hacían bajar de la torre de control “para que no viera nada”. De lo contrario, sabía, podían mandarlo al penal militar. Estos vuelos, explicó, podían ser de mañana temprano o de noche, indistintamente. El despegue se hacía sin aviso previo y el personal que cumplía funciones allí estaba muy controlado. A esos vuelos se los denominó “vuelos fantasmas”. En la torre de control tenían una planilla de vuelos en la que figuraban los planes de vuelo, pero nunca se sabía los destinos de esos vuelos. En los registros de los oficiales tampoco aparecían los destinos. Una situación que también ocurría con el avión Twin Otter, explicó. Parte de esos despegues eran controlados por personal de Gendarmería Nacional. “A la cabecera de la pista llegaban camiones Unimog u otros, pero no ingresaban por la puerta de los proveedores, sino por otra ubicada detrás del monte con una arboleda muy espesa y se dirigían directamente a las puntas de las cabeceras de la pista, donde se hacían las cargas.”
© Escrito por Alejandra Dandan el lunes 24/03/2015 y publicado por el Diario Pägina/12 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.


domingo, 15 de marzo de 2015

Una visita a la isla de los silencios… De Alguna Manera...

Una visita a la isla de los silencios… 

  
En 1979, la isla fue usada para llevar prisioneros que había que esconder por la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Denunciada desde la democracia, fue ubicada por sus sobrevivientes y recién ahora, tras más de treinta años, finalmente inspeccionada por la Justicia.

El apostadero de Prefectura de San Fernando aparece al borde de la costa, contra el fondo de un camino de tierra. De a poco llega un fiscal, los abogados de las querellas y los defensores de los marinos de la Escuela de Mecánica de la Armada. Un prefecto toma nota de los nombres. Hay veinte lugares disponibles. Luego van llegando siete sobrevivientes del centro clandestino. Todos suben a bordo de una embarcación para hacer el recorrido de tres horas que los sobrevivientes hicieron encapuchados y engrillados, más de treinta y cinco años atrás. “¡Lancha rara era esa! –dice uno de los siete, Víctor Basterra–. ¡Mas que lancha, era un lanchón! Nos habían tirado una lona encima, siempre con capucha, pero la lona era para que no nos viera la gente.”

El viaje es hacia la isla El Silencio, ubicada en la segunda sección del Delta en la localidad de San Fernando, donde funcionó transitoriamente un centro clandestino de detención. Entre agosto y septiembre de 1979, el GT3.3.2 llevó ahí a unos 40 prisioneros para esconderlos durante la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos a la ESMA. La isla fue numerosas veces denunciada. Lo hicieron los sobrevivientes y el CELS, que documentó la relación del predio con el Arzobispado de Buenos Aires y la venta de la isla al GT de la ESMA. En los ’80, casi a tientas, un grupo de sobrevivientes logró encontrar finalmente su ubicación, pero la Justicia tardó treinta años en hacer algo. Recién la allanó en 2013, y lo más sorprendente para quienes estuvieron en uno y otro momento fue que todo estaba como en 1979, como congelado en el tiempo. Hallaron la piedra de afilar machetes, un buggy derruido, un mueble de cocina y la cocina económica. La isla pasó por varias manos desde aquel momento. La Justicia investiga las trasferencias. Sobre la isla pesa una orden de no innovar y un pedido de los sobrevivientes para que se expropie. La semana pasada, el TOF 5 a cargo del juicio oral de la ESMA hizo una inspección ocular. Hacia allí fue el barco.

“Siempre hemos declarado la existencia de la isla”, dice durante el viaje Enrique “Cachito” Fukman. “La primera vez que se hizo algo fue hace dos años. Por eso preguntamos cuáles son los motivos por los que la Justicia en estos treinta años nunca allanó. Lo que pensamos es que tiene que ver porque obviamente está involucrada la Iglesia en toda esta situación: al haber sido una isla de la curia, aclaremos que en la década del ’60, a esta isla, venía (Antonio) Caggiano por ejemplo que era el Arzobispo de Buenos Aires. Se hacían almuerzos con los seminaristas. Con esto estamos diciendo que por acá pasaba la cúpula del Episcopado.”

En el viaje, se van presentando otros que viajaron a la isla en distintos momentos de 1979. Hay dos de la “perrada”, Alfredo Ayala “Mantecol” y Leonardo “Bichi” Martínez, parte de los detenidos obligados a hacer tareas de mantenimiento en la ESMA y en estructuras satélites, como estas casas operativas o en las robadas y revendidas para el saqueo. Hay tres que fueron asignados al “trabajo esclavo”: Fukman, el “Sueco” Carlos Lordkipanidse y Angel “Taita” Strasseri. Y hay dos “capuchas”, Víctor Basterra y Osvaldo Barros, dos de los 15 a 20 detenidos-desaparecidos que permanecían encapuchados, engrillados y hacinados abajo de la Casa Chica de la isla. Era en una estructura construida entre los pilotes, con paredes de barro, donde la mayoría pasaba los días tirados en lonas sobre el suelo de tierra.

“Antes de la venta, esta isla se la dieron a (el cura Emilio) Graselli, que era el que ya la estaba administrando. Casi podríamos decir que fue un armado previo para hacer el negocio con la Armada: porque se la vende a la Armada en una venta fraudulenta. El GT la compra, no a nombre de ninguno de ellos sino usando los documentos de (Marcelo Camilo) Hernández, que era un secuestrado que había sido liberado y estaba en el exterior. Entonces la compra era fraudulenta. Y Graselli sabía.”

La mayor parte de los sobrevivientes viaja ahora en cubierta. Basterra cada tanto se para, da vueltas. Son casi las once de la mañana y el sol es fuerte. Los prefectos sirven un plato de galletas. El Bichi Martínez tiene una foto. Es de los que mas estuvo en la isla. Los de mantenimiento habían viajado con el prefecto represor Héctor Febres un fin de semana a evaluar arreglos. Volvieron más tarde con chapas y maderas. En la foto, a Bichi se lo ve elegante, con ropa de sábado a la noche, entre tres suboficiales. Los Verdes. La escena es de un club de la zona, parte de un baile, según cuenta, un día en el que después de hostigarlos, los suboficiales eran capaces de llevarlos a pasear.

“Cuando volvimos nos trajimos todos los elementos para trabajar en la reparación de la casa –dice Mantecol–. Reparamos la Casa Grande, el piso y los techos. Me acuerdo varias anécdotas, como cuando encontramos un panal de abejas. Abajo de la casa cambiamos los postes deteriorados. Pusimos un baño en condiciones. Le pusimos ducha porque no tenía. Pero lo primero fue el muelle: arrancamos por ahí, porque era un pedazo de madera. Y después hicimos de nuevo el puentecito que iba de una a otra casa.”

Como en 1979, el viaje a la isla toma tres horas. La última escala es a unos mil metros de la isla, en el puesto de Prefectura ubicado entre el Paraná Mini y el Chañá-Mini. Los jueces ya llegaron, en helicóptero.

La casa sin aire

La isla El Silencio sigue teniendo las dos casas. En la Casa Grande alojaron al grupo de secuestrados enrolados en el trabajo forzado y lo que el GT llamó proceso de recuperación. En la Casa Chica, a unos metros de distancia y separada por el pequeño puente, estaba el resto de los prisioneros, tabicados, ubicados entre paredes húmedas, un hueco ganado a la tierra, en condiciones deplorables. Entre los que estaba el grupo Villaflor, Juan Carlos Anzorena y el vasco Urretavizcaya.

En aquellos días, la isla tenía sus rutinas. En la cocina estaban tres prisioneras, Thelma Jara de Cabezas, Blanca “Betty” García Alonso de Firpo y Lucía Deón. Thelma llegó un poco más tarde que el resto de los detenidos, después de una gira de falsas entrevistas y propaganda en Uruguay. Las tres mujeres hacían comida para los prisioneros y para los guardias. Dicen que Thelma decía que cuando comían cosas sabrosas se ponían de mejor humor. En esos días también comieron mejor los de Capucha: muchas veces recibían mejor comida, porque se las llevaban sus compañeros, porque los guardias no querían ni siquiera acercarse por el olor.

“El grupo de tareas tenía plantaciones”, dice Fukman. “Había de álamos y antes había sauces y fornio, una planta de hojas muy filosas con la cual después se hace hilo. Lo primero que nos hacen hacer es abrir una picada a machetazos. Vos decís ¿cómo nos daban machetes? Muy sencillo, íbamos en fila desmalezando y ellos estaban a los costados con los fusiles automáticos. ¿Viste las películas que aparece el tipo con el fusil y los esclavos? Bueno, igual pero esto no era una película.”

La isla así pensada parece una unidad productiva aparentemente importante. ¿Cómo era eso del tractor?, les preguntó Obligado a los sobrevivientes. Ellos dijeron que después de desmalezar, un grupo cortaba árboles con motosierras; otro hombreaba los cortes y los cargaban en un tractor. El tractor acercaba los cortes a la costa, los bajaban y los subían a una lancha.

–¿De qué empresa era esa lancha? ¿Los vendían? –preguntaron los periodistas.

–Era una empresa privada. Lo vendía el GT. El GT tenía mano de obra gratis con esto, ¡qué más querían!. Y el otro trabajo que hacíamos era cortar las hojas de fornio. Tenías que usar guantes porque sino te cortabas, porque es muy filosa. Había que juntar todo. Llevarlas a la costa y después se la llevaban.

La estadía de ellos en la isla duró alrededor de un mes, aunque algunos de la “perrada” volvieron a hacer trabajos esporádicos. Mientras estuvieron todos, cuentan, los trabajos se hacían a la mañana. Después se almorzaba. Y a la tarde había partido o como dicen ellos: falsos partidos. “Se hacían los falsos partidos: nos decían que si ganábamos nos mataban, pero por más que nos decían así siempre ganábamos.”

Abajo

En el muelle había un cartel con el nombre El Silencio. Desde la costa todavía se ve la Casa Grande, sostenida por los pilotes típicos del Delta. En un costado, una cocina vieja apoyada a una escalera reemplaza los primeros escalones. Por ahí suben, con dificultad, el juez Obligado, la jueza Adriana Paliotti y Leopoldo Bruglia. Un secretario pregunta en voz alta quién es quién y mientras calcula cuánto más puede resistir esa escalera que es una de las entradas a la casa. Suben los sobrevivientes. Y el resto.

–Esta es la entrada que estaba habilitada en ese momento –dice uno, a modo de guía.

–Mostrar, muestre lo que quiera –le dice el juez–, pero no haga valoraciones.

–Esta es la Casa Grande... –intenta seguir.

—¡Un minuto que lo van a filmar! –lo interrumpen.

–Esto es lo que se llamó la Casa Grande –comienza de nuevo– que es el lugar donde estábamos aquellos que estábamos en estado de esclavitud. Los “capucha” estaban en la otra casa. A esta se subía por este lado. Y se entraba por acá, directamente en lo que es la cocina.

Adentro está todo como estaba, lo que impresiona. El mueble en esquina. La cocina económica. Los techos. Los pedazos de madera de la galería que Mantecol alguna vez cambió. También hay huellas de posters más nuevos. Y marcas que indican que la casa recientemente se usó. El Sueco Lordkipanidse pasa de un cuarto al otro. Les habla a los jueces. Les dice dónde estaban ellos. Dónde las mujeres. Dónde dormían los suboficiales. Acá está el mismo mueble, dice. Los baños.

Osvaldo Barros, como perdido, entra buscando la puerta de un baño, el único momento en el que estuvo en la Casa Grande porque estaba en la Capucha, y ese momento fue el único día que los llevaron a ducharse.

El Sueco entonces pasa a otro cuarto. Y vuelve a pasar. Y de pronto dice, bueno, ya está, salgamos de acá.

Tardó tres horas en llegar. O tres décadas. Ahora está ahí. Entró hace relativamente poco. El fiscal Guillermo Friele en la puerta dice que lo más importante de este lugar es eso: que no cambio nada. Que es como entrar a la ESMA. El Sueco también piensa lo mismo, pero no está tan seguro de las razones: “No sé hasta qué punto esto es un mensaje”.

En la casa chica un secretario pregunta algunos datos. Víctor Basterra saca una foto. “Esta parte de arriba era la habitación de los guardias –dice Basterra–. Muchas noches los guardias venían todos borrachos, se ponían a bailar, a zapatear. Caía una nube de polvo sobre nosotros. Provocó gritos, ataques de nervios porque era un ruido infernal. Me acuerdo que una noche fue tal el lío que hicimos, los gritos que pegamos nosotros, que vino un oficial y paró un poco lo que estaban haciendo arriba los guardias.” El piso se movía. Abajo había varios sobre el suelo, pero también había dos cuchetas de metal con las mujeres. Uno de esos gritos era de la Gallega, María Elsa Garreiro Martínez, la esposa de Raimundo Villaflor, tenía la cara pegada a la viga del techo, el piso de la casa de arriba.

El secretario del juzgado escucha. Hace cuentas mentales otra vez. Esta vez dice algo, el terror, el estado de pánico.

© Escrito por Alejandra Dandan el domingo 15/03/2015 y publicado por el Diario Página/12 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.